Antes de poner las vigas y las columnas del Museo Nacional de la Memoria, los wiwa de la Sierra Nevada vinieron a construirlo espiritualmente.
No había aparecido todavía el primer rayo de la mañana cuando una inusual congregación se tomó el terreno que hay junto al Ala Delta, en la calle 26 con avenida Las Américas, en Bogotá. Era 9 de abril: el día que, gracias a la ley 1448, se conmemora a las víctimas de la violencia en Colombia. La reunión la dirigían cinco indígenas wiwa, recién llegados de la Sierra Nevada.
Vestían atuendos blancos y sombreros. Cargaban dos mochilas terciadas y un poporo que lamían casi con devoción. El Centro Nacional de Memoria Histórica los había traído a Bogotá, justo a ese espacio, para que hicieran un ritual en el lugar donde se construirá, hacia 2018, el Museo Nacional de la Memoria. El evento era privado pero llegaron unas 50 personas, entre ellas, también invitados por el Centro, indígenas de La Chorrera, en Amazonas, y cantoras de alabaos de Pogue, en Chocó.
El ritual de los wiwa consistía en pedirle a Serankua, su dios, que permitiera intervenir ese espacio. Para ellos lo más importante es la tierra. Es sagrada. Por eso les han dolido especialmente las afectaciones del conflicto armado en su territorio. Les importa más que una mina acabe con un cultivo a que salga lesionado un miembro de la comunidad. Según un informe de la Fiscalía, en la Sierra Nevada, entre paramilitares, guerrilleros y soldados, se han cometido más de mil violaciones a los derechos humanos. La venida de los wiwa fue, más que otra cosa, un gesto de reparación simbólica.
La idea era que, como el Museo se construirá en Bogotá, pero la mayor pretensión es que sea incluyente con todas las víctimas, algunas comunidades (ojalá muchas) pudieran tomar parte activa de su construcción. Con ese norte, los wiwa, encabezados por dos líderes que ellos llaman mamos, recogieron algunos materiales de la Sierra para venir a hacer dos rituales en Bogotá: uno en Monserrate, porque para ellos los cerros son sagrados, y otro en el predio que se construirá.
El ritual fue sencillo e íntimo. Los dos mamos pusieron en el piso algunos de los cuarzos que habían recogido, hicieron cantos en damana, su lengua nativa, prendieron fuego a pedazos de frailejón y simularon moldear paredes en el aire. Se veían inmutables. Pasados unos minutos, uno de los wiwa, quizás el más joven, explicó lo que había acabado de pasar: “Se construyeron los cimientos espirituales del Museo Nacional de la Memoria. Aquí ahora hay unas paredes y un techo, así no lo veamos. Serankua nos dio permiso para intervenir este espacio, así que todo está dispuesto.
Mientras pasan los dos años que tardará la construcción de los cimientos físicos, los wiwa volverán a su tierra y, con el apoyo del Centro de Memoria, construirán unos lugares de pensamiento, que hacen parte de su ruta de reparación simbólica.