Desde hace casi tres décadas, la Atcc ha sacado pacíficamente la violencia de su territorio.
A orillas del río Carare, desviándose de la carretera que lleva de Cimitarra a Landázuri, queda La India, un corregimiento santandereano donde en 1987 los campesinos y sus victimarios se sentaron a negociar el control del territorio. El grupo que presionó los acuerdos se llamó Asociación de Trabajadores Campesinos del Carare (Atcc) y, con casi tres décadas encima, sigue siendo ejemplo de resistencia pacífica.
Subiendo por un camino destapado que arranca desde el casco urbano de La India aparece un salón comunal grande, dividido en dos, en el que la Atcc se reúne con frecuencia a discutir sus acciones. El viernes pasado, bajo un sol que abrasaba al pueblo sin clemencia, ese salón hacinó a cientos de personas que querían ser testigos del momento en que la directora de la Unidad de Víctimas, acompañada por el gobernador de Santander y varios alcaldes de la región, les entregaría a los campesinos $1.000 millones en máquinas para el agro.
Las máquinas y otros insumos para proyectos agrícolas llegaron por cuenta de la ruta de reparación colectiva en la que está la Atcc. Desde 2007, cuando no existía la Unidad de Víctimas sino la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación, los líderes campesinos de la zona iniciaron un proceso formal para que los ayudaran a resurgir del pantano en el que los metió la guerra. El plan está dando frutos, pero la historia de la Atcc ha sido de todo menos fácil.
Así llegó la violencia al Carare
El Carare, además de un río, es toda una región formada por Cimitarra, Landázuri, Bolívar, El Peñón y Sucre. Los linderos del Carare los trazan el río Magdalena, Boyacá y el verde espeso de la sierra de los Yariguíes. Esa zona, a partir del siglo pasado, fue poblada por migrantes chocoanos, campesinos santandereanos y colonos paisas. Raizales y colonos terminaron ocupando lo que hoy es el área de influencia de la Atcc.
Cuando se les pregunta por su arraigo al territorio, hablan de entrada de su lucha para conservarlo. Todos por igual, negros y mestizos, empiezan el discurso por la resistencia. Partiendo de su propia memoria, de lo que hablan y de lo que ocultan, la violencia que los azotó se puede dividir en dos: la partidista, de los años cincuenta, y la de los grupos armados recientes, de los setenta en adelante.
Después de la amnistía que concedió el Gustavo Rojas Pinilla a los armados, hubo relativo alivio para las comunidades del Carare. Rafael Rangel, el liberal que comandaba las guerrillas de la zona, se acogió a la desmovilización y arrastró a sus hombres con él. Ese vacío que quedó no lo llenó el Estado. Al contrario, más de una década después, lo aprovecharon las guerrillas, que se valieron del terreno que ganaba el Partido Comunista.
El ELN, con interés en fortalecerse militarmente, y las Farc, pensando más en el proyecto del Partido Comunista, coparon rápidamente la zona. Ese crecimiento político de la izquierda se tradujo en la llegada de nuevos movimientos. De la mano del Partido Comunista, el Movimiento Obrero de Izquierda Revolucionaria y una facción de la Anapo, nació la Unión Nacional de Oposición (UNO). Las elecciones de la época constataron lo que se presumía y por todo el Carare llegaron mandatarios que se oponían a las tendencias políticas del resto del país.
En los setenta se recrudeció el panorama. Por un lado, las Farc y el ELN aumentaron sus acciones armadas contra militares y civiles. Cobraban vacunas y operaban la justicia por mano propia. Por otro lado, el Estado reprimía con violencia. Los habitantes más viejos del Carare recuerdan cómo la reacción militar contra la población civil tuvo motivos políticos y se materializó en asesinatos, torturas, desapariciones y amenazas contra simpatizantes y dirigentes de izquierda. En el pueblo conocen esa época como “el exterminio de la UNO”.
La represión militar no significó que la guerrilla desapareciera del territorio. Se replegaron en zonas más montañosas pero siguieron presentándose combates y ataques a poblaciones. Años más tarde, sin embargo, el panorama cambió. Los paramilitares, que a mediados de los ochenta nacían en Puerto Boyacá llegaron al Carare. Los campesinos recuerdan que esa contrainsurgencia muchas veces llegó de la mano del Ejército y otras veces con apoyo del narcotráfico, que para la época estaba en su auge.
De esa alianza difusa entre paramilitares y el narcotráfico, encarnado por el cartel de Medellín, nació un grupo que se autodenominó Muerte a Secuestradores (MAS). Durante los años ochenta, los campesinos vieron cómo las guerrillas, los paramilitares, el narcotráfico y el Ejército desangraban su territorio. La mayor parte de esa sangre la derramaron civiles. Varios testimonios en el pueblo relatan que el MAS hacía lo que la Fuerza Pública no podía: matar gente y cometer masacres. Las guerrillas, por su parte, trataron de defender su posición sin mirar a quién se llevaban por delante. Las víctimas de esa época se cuentan por miles.
Una organización que le puso límites a sus victimarios
Tres décadas después, los campesinos del Carare cuentan casi de la misma manera la historia del surgimiento de la Atcc. “Existía una competencia entre guerrilleros, militares y paramilitares —cuenta Ramón, que militó desde el principio con la Asociación—, y los que más sufríamos éramos los campesinos. Nosotros buscamos una forma de reaccionar a toda esa violencia que había crecido desde los setenta en nuestro territorio”.
La disputa entre todos los actores armados hizo que hacia finales de los ochenta los pobladores de la región estuvieran acorralados. Un documento de la Atcc lo narra así: “Tres fuerzas enceguecidas parecen encontrar en el campesino trabajador e inocente el más codiciado blanco para saciar la venganza que no podían encontrar con el enemigo”. La guerra llegó a su tope en 1987.
Los testimonios concuerdan en que, un viernes de mayo de ese año, militares y paramilitares reunieron a toda la población del corregimiento de La India, en Landázuri, para darles un ultimátum: “Se unen a nosotros, se van con la guerrilla, se van de la región o se mueren”. Esa sentencia, cuentan los campesinos, es la base de la fundación de la Atcc. Sin embargo, sus versiones dan a entender que desde antes, por causa de amenazas de las Farc, se habían reunido para establecer cómo actuarían.
Los relatos de cómo procedieron son heroicos. Cuentan que durante las noches posteriores al ultimátum, varios líderes campesinos salieron a hurtadillas de sus casas para reunirse en lugares secretos. Las versiones sobre esas reuniones difieren. Unos dicen que desde el principio supieron que su respuesta sería la no violencia y que harían todo lo posible por lograr una resistencia pacífica. Otros dicen que alcanzaron a pensar en alzarse en armas y formar un cuarto grupo armado para enfrentar la violencia.
El primer paso lo dieron el 21 de mayo, poco después de la amenaza de militares y paramilitares. Días atrás, en una carta firmada por doce líderes, habían solicitado una reunión con la guerrilla. Ese día, en la vereda El Abarco, cerca a La India, sostuvieron una diálogo con tres comandantes del frente 11 de las Farc. Les exigieron respetar su territorio, no matar más civiles, no meterse a sus casas, no obligarlos a darles comida y transporte, no ponerles más condiciones.
La reunión, que duró casi cinco horas, no terminó en nada concreto, pero en los archivos de la Atcc aparece ese 21 de mayo como la fecha de su fundación: fue la primera vez que los campesinos se hicieron reconocer como interlocutores válidos frente a un grupo armado. Ese primer encuentro con la guerrilla hizo que ya no fueran solo los líderes sino toda la comunidad la que se apropiara del proceso de resistencia.
Tras ese impulso vinieron más y más reuniones. El 28 de mayo citaron al Ejército. El 5 de julio organizaron una “Asamblea General con el Ejército y los grupos de autodefensa” —para muchos campesinos ambas fuerzas representaban un mismo interés— a la que asistieron más de 5 mil personas. El 11 de junio fueron más de 3 mil pobladores a hablar nuevamente con las Farc para concretar las promesas sueltas de la reunión anterior.
Después de todas esos encuentros, donde la consigna fue “respetan nuestro territorio o nos matan aquí mismo”, los campesinos acordaron unos límites con los grupos armados. En una entrevista, uno de los fundadores de la Asociación lo explicó así: “La guerrilla nos marcó lindero: ‘de la cordillera para allá, esa es su India, pero de la cordillera para acá no vengan porque los matamos’. Los paramilitares también nos dijeron ‘allá les respetamos La India’, pero de una quebrada que se llama La Corcovada para allá era de ellos”. La India, por haber sido la base de esas discusiones, se convirtió en la sede de la Asociación.
La Atcc se terminó de consolidar durante ese año. Su resistencia tuvo dos pilares: la denuncia pública de todas las acciones de los grupos armados, donde pedían atención y justicia, y la solución de conflictos cotidianos al interior de la Asociación, que afirmó su autonomía para mandar en el territorio y fortaleció su estructura. El surgimiento de la Atcc, en palabras de un habitante de La India, “permitió que la gente en el Carare pudiera volver a reunirse, a hablar, a discutir”.
La resistencia pacífica, aunque bajó drásticamente las cifras de violencia en el Carare, no siempre sirvió. Uno de los golpes más duros contra esa población llegó en 1990, tres años después de haber dialogado con los grupos armados. El 26 de febrero, en una cafetería de Cimitarra, la periodista Silvia Duzán, de la BBC, entrevistaba a tres líderes de la Atcc, —a propósito del premio Right Livelihood, también conocido como el Nobel de Paz Alternativo, que habían ganado ese mismo año— cuando, sobre las nueve de la noche, dos sicarios los masacraron a los cuatro.
A pesar de que la herida por el crimen nunca terminó de sanar, la Atcc siguió adelante con su plan de no violencia. Durante los años siguientes continuaron citándose con los grupos armados que aparecieron por la zona. Desde 1990, creció el negocio de la coca, las guerrillas se fortalecieron, los paramilitares se desmovilizaron, aparecieron nuevas bandas criminales y la delincuencia común tuvo picos, pero la Asociación siguió creciendo, fortaleciendo cada vez más sus procesos y haciendo lo posible por cumplir el plan de vida de su territorio.
A la reparación le falta capacitación
Un sacerdote de la Iglesia Adventista bendice el evento que va a empezar. La directora de la Unidad de Víctimas, Paula Gaviria, acaba de llegar en un helicóptero con el gobernador de Santander. Junto a ellos hay varios alcaldes de los municipios donde está presente la Atcc. Pasan un video que explica parte de la historia de la Asociación y parte del proceso de reparación que se ha adelantado. Sobre las dos de la tarde, todas las personalidades presentes se unen para cortar las cintas que encierran la maquinaria pesada que reposa afuera del auditorio, donde la banda marcial del colegio ondea la bandera de la Asociación.
Tractores y máquinas de arado hacen parte de los casi 3 mil millones de pesos que se han invertido para reparar a la Asociación de Trabajadores Campesinos del Carare. El proceso de reparación colectiva empezó en 2007, cuando se acogieron a la ley 975 de 2005: la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación hizo un diagnóstico y concluyó que la mayor afectación que había sufrido la Atcc había sido no poder realizar su plan de vida.
“El plan de vida de nuestra asociación —explica Isabel Cristina Serna, actual presidenteade la Atcc— fue el que nos dejó Josué, uno de los tres líderes asesinados en 1990. Consistía en garantías en educación, en salud, en seguridad. Pero también en que todos puedan desarrollar proyectos productivos y vivir del campo, porque eso fue lo que nos impidió la guerra”. Eso es, a gran escala, lo que piden que les ayuden a sanar. Las preocupaciones de los campesinos son simples, aunque no por eso fáciles de cumplir: quieren el apoyo y las garantías para poder seguir sembrando maíz, yuca y plátano en paz.
En 2012, la recién nacida Unidad de Víctimas asumió el proceso de reparación de la Asociación. En diciembre de ese año se aprobó el plan de reparación colectiva y, desde entonces, de la mano de la comunidad, han trabajado para mejorar la calidad de vida de más de 6 mil personas que habitan La India y 36 veredas más. La tarea, en el papel, consta de tres pasos: apoyo a casi 300 familias en sus unidades productivas, jornadas de capacitación y entrega de maquinaria para el agro.
El apoyo a las familias se ha venido dando. Se les entregaron insumos tanto para fortalecer sus proyectos agrícolas como para impulsar emprendimientos en otros campos: salones de belleza, papelerías, misceláneas. Y la maquinaria, desde el viernes pasado, también es suya. Sin embargo, durante la entrega varios campesinos manifestaron dudas frente a la capacitación. La Unidad de Víctimas, con apoyo de la Universidad Santo Tomás, los acompañó en jornadas de aprendizaje para que se familiarizaran con las máquinas, pero además de eso, según varios testimonios, no ha habido capacitaciones. Muchos pobladores del Carare sienten que su mayor necesidad no son los materiales sino que les ayuden a tecnificar y a mejorar los procesos que llevan en la agricultura y en la ganadería.
Las quejas sobre la capacitación no las hacen con rabia. Saben que es un paso importante, pero reconocen que es cuestión de tiempo y que, por ahora, hay garantías para hacerlo: hace casi dos años no escuchan combates en las montañas que los rodean. Por el pueblo se pasea una tropa de infantería del Ejército. Sus integrantes, la mayoría jóvenes de menos de veinte años, dicen que las amenazas en seguridad no son grandes. Hablan de rumores en las montañas pero ninguno se ve realmente preocupado. En un cuarto de un colegio abandonado, unos soldados descansan y otros juegan cartas. Mientras tanto, en el salón comunal se discute el futuro de su comunidad.
29 años después de que toda una comunidad se sentara a negociar con sus victimarios, todavía hay muchos vacíos. Isabel, la nueva presidenta, reconoce que no ha sido fácil el camino para repararlos, pero ve con buenos ojos las intenciones que han rodeado el proceso. No le preocupa su seguridad. Dice que en esa zona, como están las cosas, puede venir quien quiera y se va a sentir seguro. “Falta todavía mucho —repite—, pero aquí podemos sentarnos a discutir y a planear cómo se va a hacer”. Esa garantía, esa seguridad en su voz, es la prueba de que las bases por las que tanto luchó la Atcc quedaron bien construidas.