OPINIÓN La siembra de cultivos ilícitos y la guerra contra las drogas han destruido los ecosistemas. El medio ambiente también deberá ser reparado en el posconflicto.
Columnista: Juan Ricardo Díaz Ayure*
En el 2012 Colombia, México y Guatemala hicieron un llamado para realizar un encuentro especial en el seno de las Naciones Unidas con el fin de buscar caminos para reformar la política de drogas mundial. La figura utilizada en estas situaciones es la de UNGASS (United Nations General Assembly Special Sesssion). Para el caso explícito de las sustancias psicoactivas ilícitas se han realizado tres sesiones especiales, la primera en 1990, la segunda en 1998 y la tercera, en abril de este año. Los temas bajo los que se citaron los encuentros fueron: uso indebido de drogas, problema mundial de drogas y revisión y evaluación de la implementación de medidas acordadas en el pasado.
Para el encuentro más reciente el gobierno colombiano preparó 12 propuestas a través de las cuales buscó generar cambios en la estrategia mundial que desde hace varias décadas declaró la “guerra contra las drogas”. Una de las propuestas sobre la cual se logró acuerdo fue la de considerar la preservación del medio ambiente en las acciones que se vayan a ejecutar a futuro. Sin embargo, no se estipuló una sola acción concreta al respecto. Esta fue una nueva oportunidad que se perdió para llevar al centro del debate mundial las implicaciones ambientales de los cultivos ilícitos. Un asunto sobre el que sus consecuencias negativas aún no han sido completamente dimensionadas a escalas locales, y mucho menos globales.
En Colombia el impacto generado por la producción ilegal de sustancias psicoactivas se remonta al auge de la marihuana que sucedió entre 1972 y 1986 en Estados Unidos. Las estimaciones que se realizan acerca de sus consecuencias ecológicas para el país la relacionan con la pérdida de 90.000 hectáreas de bosque taladas en la Sierra Nevada de Santa Marta, la Serranía de San Lucas, la Serranía del Perijá, la Serranía de la Macarena, el alto Sinú, Urabá y el norte del Cauca.
La bonanza marimbera, como se conoció ese fenómeno, permitió abonar el terreno para que en los años 80 desde Perú y Bolivia se extendiera el cultivo de coca. Cuando la siembra de esta mata se concentraba en esos dos países, el territorio nacional era el lugar donde se instalaban los laboratorios de procesamiento y se ajustaba la logística para exportar cocaína hacia Estados Unidos.
Entre 1992 y 1998, Colombia pasó de 41.206 hectáreas sembradas con coca a 101.800. Luego, en 2001, se alcanzó un pico de más de 140.000 hectáreas. En ese momento inició una reducción que se truncó en 2013, al punto de que hoy el país cuenta con 96.000. Al respecto, algunos estudios calculan que por cada hectárea sembrada se llegan a destruir hasta cuatro hectáreas de bosques, siendo las zonas más afectadas los ecosistemas andinos y la región del Amazonas.
Esto supone que en los últimos 10 años el 17.5% del territorio nacional ha estado permanentemente afectado por el flagelo de la coca. Entre 2001 y 2014 se asocia este cultivo con la pérdida de 290.992 hectáreas de bosques primarios y secundarios. El Departamento Nacional de Planeación afirmó recientemente que el 42% de los Parques Nacionales Naturales se ha visto afectado por cultivos de coca. Estos lugares son importantes no sólo por la riqueza natural que conservan, sino porque abastecen de agua de manera directa al 31% de la población nacional e indirecta al 50%. Dos de los parques más amenazados por este flagelo son el de La Macarena, en el departamento de Meta, y el Nukak, en el Guaviare.
Como sucede con otros tipos de cultivos en Colombia y el mundo, la búsqueda de un mejor rendimiento productivo lleva a incrementar y abusar de abonos, fertilizantes y plaguicidas en donde se siembra hoja de coca con propósitos ilícitos. Esto sumado al establecimiento de cultivos de coca en territorios de valioso valor ambiental, dibuja el croquis de un nefasto panorama ecológico para el país. Allí las condiciones físico-químicas de los suelos y la contaminación de fuentes de agua se asocia con la intoxicación y pérdida de flora y fauna. Una consecuencia natural cuando además se sabe del uso de ácido sulfúrico, éter líquido, acetona y combustibles en el proceso productivo.
Las estrategias de erradicación también han producido un negativo impacto ecológico. Estas han sido concebidas en el marco de la guerra contra las drogas, en donde las acciones se han basado en las directrices y apoyo de Estados Unidos. Inicialmente contra la marihuana se utilizó en la Sierra Nevada de Santa Marta el Paraquat, un potente herbicida altamente tóxico, cuyo uso se extendió hacia otros lugares del país. El uso del glifosato se plantearía a mediados de los 80 como una alternativa que equivocadamente fue calificada como “menos dañina para el medio ambiente”.
Este producto químico es el protagonista de la que se consideró hasta el 2015 la principal herramienta para combatir la proliferación de cultivos de coca en Colombia: las aspersiones aéreas. Sobre su uso, hay evidencias de que contribuye con procesos de deforestación, afectación de fauna y contaminación hídrica. Tan negativo es el impacto del glifosato que en el 2013 el gobierno nacional aceptó pagar 15 millones de dólares de compensación a Ecuador por los impactos que la estrategia de erradicación aérea ha producido en la frontera.
Como la mayoría de asuntos socio-políticos en el país, el devenir del tema de la coca está permeado por una eventual situación de posacuerdos de paz. Frente a ella, y en este contexto, se ha afirmado que el 87% de los cultivos ilícitos que existen en el territorio nacional se encuentran en municipios donde ha prevalecido la confrontación armada.
En esta materia, en La Habana se ha avanzado en intentar asumir una posición sobre las drogas más ajustada a la realidad. Al respecto, se ha dicho que los cultivos ilícitos se asocian en su producción y comercialización con las condiciones de marginalidad y pobreza en la que se han sumido comunidades y regiones enteras, para quienes esta actividad ha supuesto la única alternativa de generación de ingresos. Por esto, es mucho lo que se espera desde que se afirmó que en adelante primará el tratamiento de esta problemática en base al respeto por los derechos humanos, el medio ambiente y el buen vivir.
Así las cosas, con un contexto mundial marcado por el declive de la popular guerra contra las drogas, a nivel nacional el acuerdo de paz abre una ventana de oportunidad para implementar otras alternativas de control y manejo sobre los cultivos ilícitos. Además se espera que la compensación ambiental por los daños cometidos esté priorizada en la agenda de las instituciones encargadas de preservar el bienestar ecológico nacional.
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