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Donde no hay nada, hay hip-hop

Staff ¡Pacifista! - julio 20, 2015

Estos jóvenes están sembrando cambios con ideas construidas desde abajo. Les sobra voz para generar paz y borrar el estigma que persigue a los raperos.

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Midras es negra, acuerpada y bajita. Tiene la sonrisa grande y dulce, de dientes separados, y ojos saltones debajo de unas cejas dibujadas con un trazo delgadito. Ya acaricia los cuarenta años, pero usa tenis de colores y faldas con estampados. Su nombre completo es Midras Queen, aunque el que aparece en su cédula es Sandra Mosquera.

Su historia en el rap, hace más de 20 años, empezó con un trueque: le pidió a un amigo que le enseñara a rapear a cambio de que ella le enseñara a bailar. Se metió en el mundo del hip-hop cuando todavía había espacio para llamarse pionera.

Antes que Midras estaba Melissa, la verdadera madre del rap femenino en Colombia. Melissa era parte de Gotas de Rap, un grupo que en los noventa le cantaba al conflicto desde el barrio Las Cruces, en Bogotá. Gotas empezó a tocar temas de drogas, de delincuencia, de pobreza y de corrupción. En 1999, Melissa murió en un accidente de tránsito, en Houston, Texas, y la banda se separó más rápido de lo esperado.

El vacío que dejó Melissa lo llenaron Midras Queen y Lía Samantha, otra rapera que empezaba a triunfar en Bogotá. A Midras la habían echado de la casa y tuvo que empezar a rebuscársela. Con Lía y otros amigos vieron que en Colombia no había quién hiciera ropa para raperos y decidieron crear una marca. El proyecto se llamó Ayara y fue todo un éxito.

Ayara empezó también de la mano de Don Popo, un chocoano que se abría paso en la escena de Bogotá. Gracias al dinero que dejaba la  ropa, Don Popo pensó en financiar proyectos que empoderaran la cultura hip-hop y ayudaran a los jóvenes a salir de ambientes de violencia. De ahí nació la Familia Ayara, una fundación que trabaja en la defensa del arte callejero con un amplio componente social.

Mientras Ayara crecía, mientras Midras, Lía y Don Popo triunfaban y se consolidaban como líderes de la escena, la situación en los barrios seguía siendo crítica. No es un secreto que, de puertas para afuera, la cultura del hip-hop tiende a relacionarse con delincuencia. Y el prejuicio no es gratuito: producto del abandono del Estado, de los entornos violentos y la falta de oportunidades, muchos chicos terminan metidos en líos de pandillas. A esos jóvenes los unen sus carencias y el rap.

Cristian es uno de esos muchachos que cargan con el estigma. Creció con sus abuelos hasta los ocho años en el barrio El Muelle, en el occidente de Bogotá, y luego se fue a vivir con su mamá. A los doce años conoció las drogas y se empezó a meter en  pandillas. Él y sus amigos iban creciendo y metían de todo: cocaína, opio, marihuana y antidepresivos, mezclados con alcohol.

Se fue de la casa más temprano de lo normal. Tomaba malas decisiones, una tras otra, y la muerte le respiraba en el oído. La primera vez tuvo una sobredosis de cocaína mezclada con Rivotril. Su mamá lo encontró unos minutos antes de que fuera demasiado tarde. Fue un susto enorme que le dio un sacudón, pero pasados unos meses reincidió.

La segunda vez que la muerte le tocó la puerta fue en una pelea de puñal. Junto al barrio El Muelle, donde vivía Cristian, queda el barrio La Perla. Entre los parches de ambos lados luchaban por el control del mercado de drogas y Cristian, con 16 años,  se metió en una pelea que tenía, además, el drama de la infidelidad. Le enterraron dos puñaladas y una le perforó un pulmón.

Se salvó de milagro, pero no olvidó el incidente, y un año después volvió a encontrarse con quien casi fue su verdugo, un muchacho de La Perla al que todos conocían como El Pájaro. Nadie intervino antes de que Cristian le clavara seis veces su puñal. Una de ellas fue al corazón.

Cuando lo condenaron por homicidio, Cristian tenía una hija de tres meses. Por ser menor de edad, fue a pagar  su crimen en El Redentor, un centro de detención de menores en Bogotá. “Allá al principio me tuve que meter en muchas riñas para no dejármela montar. Al principio tenía muchos enemigos. También mucho rencor y remordimiento”.

La misión de El Redentor, en teoría, no es tanto el castigo como la reintegración. En el papel, hay una suerte de indulgencia con quienes entran allí, debido a que son menores de edad y no tuvieron total conciencia y voluntad a la hora de cometer los crímenes. En la práctica, la situación puede ser peor: hay riñas, hay fugas, hay tráfico de drogas, hay, a menor escala, todas las cosas que aterran de una cárcel para adultos.

En el intento por recuperar el rumbo de los muchachos, hay estrategias como los programas en convenio con el Sena, o actividades de corte lúdico. La mayoría de esas actividades dan la impresión de que el verdadero propósito es únicamente distraer a los jóvenes. Así lo siente Cristian, aunque también encontró allí sus esperanzas.

Entre todos los talleres de manualidades, entre todas las actividades deportivas, Cristian encontró una especie de escuela de rap, con profesores de la Familia Ayara. Así fue como conoció a Midras y a Don Popo, además de otros raperos con experiencia, dispuestos a ayudarlo a dejar atrás el  crimen.

Midras tiene claro el poder reparador que hay en el arte, y ve al rap como una  alternativa para acompañar procesos como los que se viven en una cárcel de menores. “Cuando Dios le da a uno el don de la sabiduría y el don de la palabra, hay que hacer todo lo que se puede con eso”, dice.

Por un lado, los jóvenes pueden liberar su energía componiendo y cantando letras, sacando lo bueno y lo malo que llevan dentro. Por el otro, por ser un género esencialmente juvenil y callejero, el proyecto apunta a que entre todos cuenten su historia, la historia de su generación. El taller de Ayara ayudó a Cristian y a otros muchachos a producir su propio disco. Les enseñaban todo lo relacionado con la cultura hip-hop y los acompañaban en el proceso de composición y grabación.

Allí,  compuso Tres Historias, una canción que habla del dolor de las madres al perder un hijo, de las malas decisiones que se pueden tomar bajo efectos de las drogas y de las peleas de pandillas. Escribir esa canción lo hizo pensar en el dolor que había causado, pero también en que tenía una vida por delante para arreglarlo todo.

Cristian se aferró a lo que le ofreció Ayara y logró aislarse de los problemas de la cárcel. El rap le sirvió para contar su historia y para darse cuenta de que lo más importante era su familia. Fijó la meta de dejar atrás su vida pasada, y es una promesa que todavía cumple.

Además de su incursión en las cárceles,  -ya está en otros centros de detención, incluyendo cárceles de mujeres-  en 2011,  de la mano de Ayara, surgió Rap Debate, un proyecto para discutir temas coyunturales al ritmo del rap.

Tinta, de 22 años, con casi una década de experiencia en el rap, ha tenido  oportunidades que la mayoría de gente en los barrios populares ni siquiera contempla. Empezó a estudiar Derecho  y abandonó la carrera después de un año, para empezar  Periodismo en la Universidad Central. Hoy, en su tiempo libre, trata de guiar a otros jóvenes con la creencia de que el rap no solo es para que los marginados cuenten sus problemas, a Tinta le parece que cualquier conflicto, desde las peleas de barrio hasta la soledad de un muchacho de clase alta, merece ser contado.

Dice que Rap Debate surgió a partir de la popularidad de las peleas de gallos. En el mundo del hip-hop, una pelea de gallos es un enfrentamiento de improvisación entre dos raperos, que se lanzan puyas y desafíos entre sí. Pensando en emular ese formato, pero con la intención de darle trascendencia, a los de Ayara se les ocurrió la idea de hacer esas mismas batallas pero sobre debates coyunturales.

Escogen el tema y  los muchachos investigan durante una semana. Entre tanto, tienen clases de argumentación básica, donde se les enseña cómo construir silogismos, cómo detectar falacias y cómo contraargumentar. Al final de la semana, se enfrentan en una típica pelea de gallos, pero con el contenido que estudiaron. El primero presenta un argumento, el segundo le responde desde la tesis opuesta, y mientras tanto otros van sacando las conclusiones del debate, que también se presentan rapeando.

Rap Debate tuvo muy buena acogida y, sumado a la reputación que va cogiendo Don Popo a la cabeza de Ayara, logró llegar a círculos que los muchachos difícilmente habrían contemplado por sí solos. La primera final del campeonato se hizo en el Concejo de Bogotá, y la segunda fue en el Congreso de la República.

En Rap Debate los jóvenes discuten, en medio de la música, sobre un tema coyuntural para el que se preparan en la argumentación. Foto cortesía Fundación Ayara.

Rap Debate tiene dos propósitos principales. Primero, reivindicar los valores de la cultura hip-hop. Y, segundo, poner a los raperos en un lugar donde no solo le canten a la calle y a sus problemas, sino que puedan tener un debate con cualquier persona, que estén preparados para ser reconocidos como un interlocutor válido.

Para Midras, que lleva casi toda su vida trabajando para destruir los estigmas y sacar adelante a toda una comunidad, es injusto seguir cargando con los señalamientos que persiguen a los raperos. “A mí me han señalado por negra, por gorda, por rapera, por no haber estudiado. Y eso duele. Porque uno le mete las tetas a esto y a veces no se ve la recompensa”, dice ‘la Reina’ entre lágrimas. Aunque sonríe y agrega: “otras veces uno ve que hay futuro. Así sean poquitas, son más valiosas”.

Lo están logrando, poco a poco. Estos jóvenes están sembrando cambios con ideas construidas desde abajo. Aunque no se les escuche, lo que les sobra es voz. Como ellos mismos dicen, en los barrios, en las calles, “donde no hay nada, hay hip-hop”.