OPINIÓN | La Minga le está exigiendo al Estado colombiano la protección de la vida de sus líderes sociales y de sus territorios, ambos aún azotados por los problemas sociales de principios del siglo XX.
Por: Paulo Ilich Bacca*
El 5 de junio de 1916 Ignacio Muñoz, el hombre más rico del Cauca, y Guillermo Valencia, yerno de Muñoz, candidato presidencial por el Partido Conservador en dos períodos y reconocido poeta, le dirigieron un telegrama al presidente José Vicente Concha (1914—1918). La misiva llevaba la voz de alarma al presidente sobre la peligrosa propaganda de Manuel Quintín Lame de reconquistar las tierras indígenas. Lame y sus padres habían pagado terraje en la hacienda San Isidro, propiedad de Ignacio Muñoz. Su propaganda incendiaria, seguía el telegrama, había empezado también a agitar a los negros del Cauca. Si no se reaccionaba con órdenes terminantes, la situación podía terminar en rebelión.
Entre 1913 y 1914, Lame y su movimiento lograron que los indígenas del Cauca se negaran a trabajar gratis para los hacendados. Bajo la figura del terraje, los hacendados otorgaban a los indígenas el usufructo de una parcela que, en la mayoría de los casos, estaba ubicada en tierras que les fueron arrebatadas a sus propias comunidades. La militancia étnica de Lame se caracterizó por el alto énfasis pedagógico de sus reuniones y a tono con la tradición andina del mundo Inca, imprimió el modelo comunitario y la construcción de agendas programáticas en equipo.
Se trató de una reapropiación caucana al interior del mundo indígena que, acogiendo los principios del “sistema de trabajo comunitario” (traducción literal del término quichua minga o minka), se extendió a la resistencia por la unidad territorial y cultural de los pueblos indígenas. Posteriormente, la minga se concibió como “un escenario político—organizativo donde se congrega no solo a pueblos indígenas sino también a sectores sociales y populares que tienen una lucha en común”, según me dijo Kelly Quilcué, intelectual nasa del Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC).
Hoy, los descendientes de Lame —campesinos, afrocolombianos e indígenas— vuelven a unir los lazos de la dignidad de los oprimidos llegando en minga hasta Bogotá. La Minga le está exigiendo al Estado colombiano la protección de la vida de sus líderes sociales y de sus territorios, ambos aún azotados por los problemas sociales de principios del siglo XX. Después de la firma histórica del Acuerdo de paz con la extinta guerrilla de las Farc en 2016, más de 1.000 líderes sociales y defensores de derechos humanos han sido asesinados. De otra parte, los planes de vida de los sujetos de la ruralidad siguen sin ser tenidos en cuenta a la hora de diseñar e implementar políticas públicas que los afectan. Por ejemplo, contradiciendo los modelos alternativos de desarrollo derivados de las cosmologías indígenas, obviando el enfoque diferencial exigido por la lucha contra el racismo de los afrocolombianos o desconociendo los planteamientos del movimiento campesino para avanzar hacia una reforma agraria real.
Después de más de un siglo de las reivindicaciones impulsadas por Lame y su gente, la estigmatización de ese tejido diverso que es hoy la Minga sigue estando a la orden del día. El 20 de octubre de este año, Álvaro Uribe Vélez, dos veces presidente de Colombia y reconocido hacendado, trinó en su cuenta de Twitter que la Minga había sido infiltrada por extremistas que abusando de la buena fe de “muchos indígenas” decidieron convocar un juicio político contra el presidente Duque. Como antaño, este tipo de afirmaciones contribuyen a la criminalización de la protesta social y a la tergiversación de los objetivos de la Minga.
Al contrastar las declaraciones de las autoridades y los representantes de los grandes propietarios sobre la movilización social indígena entre 1915 y 1921 con las afirmaciones de sus sucedáneos en el curso de la Minga social y comunitaria de estos días, llaman la atención al menos dos hechos. Primero, el empuje de indígenas, afrocolombianos y campesinos para continuar luchando por sus derechos pese a la vigencia del despojo territorial, el desplazamiento forzado, la violencia, la desafectación política y la corrupción. Y, segundo, que el Gobierno y los gremios económicos hayan seguido promoviendo la estigmatización del derecho a la protesta.
En su autobiografía, Lame hace referencia a las vicisitudes de un proceso en el que lo sindicaron como autor de dieciocho delitos con el objetivo de aniquilar de una vez por todas su lucha. Según Lame, esos hechos lo impulsaron a dominar la situación y a enfrentar a aquellos hombres que se habían formado en instituciones educativas durante varios años pero que no tuvieron el valor civil de acusarlo públicamente mientras asumía su defensa personal en el Juzgado Superior de Popayán. Hablando de esos sucesos, el líder indígena se refirió a Guillermo Valencia, indicando su contestación a un telegrama que publicó el periódico El Domingo, en el que el poeta lo trataba como un indio de carácter horrible, pícaro y estafador.
La respuesta de Lame, tal como la movilización pacífica de la Minga social y comunitaria, sigue siendo el mejor juicio político ante los oídos sordos de presidentes y expresidentes de hoy: “No acepto los insultos que me hace el doctor Guillermo Valencia en su telegrama, pero si la pluma del doctor Guillermo Valencia sirve para escribir Anarcos, la pluma del indio Manuel Quintín Lame servirá para defender a Colombia”.
*Paulo es investigador y director de la línea Justicia Étnico Racial de Dejusticia