CoronaBlog | Día veintiocho: derechos autoconcedidos | ¡PACIFISTA!
CoronaBlog | Día veintiocho: derechos autoconcedidos Ilustración: Juan Ruiz
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CoronaBlog | Día veintiocho: derechos autoconcedidos

Daniel Ruge - abril 13, 2020

Perderle el miedo a quejarme por parecer un idiota desconsiderado, aceptar la mediocridad de dejar proyectos inconclusos y aprender a dejarme ayudar me ha servido a mí durante el encierro.

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Este texto hace parte del CoronaBlog, una serie escrita por periodistas, escritor@s, artistas y bloguer@s que intentará registrar el día a día de la pandemia, de la cuarentena y de las noticias alrededor desde una mirada muy original en primera persona. Para leer otras entregas de esta bitácora, haga clic acá.

Escribo esto durante el que es el día 30 de encierro para mí, porque tengo el privilegio de mantener un empleo por cuenta del teletrabajo. Aunque antes de la pandemia no me gustaba salir mucho de mi casa, es claro que esto lo ha cambiado todo: ya no tengo el placer de quedarme en ella a voluntad sabiendo que amigos y amigas se quedaron esperándome en algún evento al que dije que sí iba a ir. Desde luego, ahora es distinto y para hacer más llevadero el confinamiento decidí autoconcederme tres derechos básicos. 

Uno. Derecho a quejarse: en medio de la tremenda crisis por la pandemia ya se ha vuelto común escuchar a muchas personas diciendo que no es momento de cuestionar, que toca respaldar a los gobiernos sin chistar en las medidas que tomen para contener el brote. ¡Carreta! No hemos tenido cientos de años de evolución para llegar a la democracia, el sistema menos malo de organización social, como para desistir en unos meses de la que se supone es una de sus virtudes: permitirnos las quejas en voz alta. Lo seguiré haciendo.

Y aplica también para la vida cotidiana. Nos quieren vender que de un momento a otro tenemos que pasar a ser disciplinados monjes para soportar el confinamiento y eso no puede ser así. Es verdad que hay que aprender a vivir la nueva realidad siendo solidarios y abasteciéndose sin extravagancias, pero en el proceso no nos pueden prohibir una que otra pataleta de blanquitos en problemas. 

Si lleva semanas de encierro sin poder comer su golosina favorita, intenta pedirla a domicilio a la tienda del barrio y le llega de otro sabor que detesta, siéntase con todo el derecho de emputarse, de llorar. Pronto comprenderá que afuera hay gente más jodida que usted, pero se vale el desahogo, todavía no han metido la sobreactuación en el Código Penal. 

Hágales el luto a los placeres pendejos de la vida que se fueron e intente reemplazarlos por otros que encuentre en casa… ¡Ja! Soy Daniel Ruge pero ya sueno igualito a Daniel Habif. 

Dos. Derecho a la mediocridad: ha cundido el cuento de que toca salir de la cuarentena con libros leídos, negocios en mente u obras maestras producidas durante el encierro. Esa idea parece producto de la humana necesidad de aparentar, enorme en ciertas personas que en el mundo previrus solo encontraban su objetivo de vida en chicanear su modo de vida. Esto ya se ha dicho en otros espacios pero lo reitero: dejemos de imponernos metas que no sabemos cómo cumplir, de sentir culpa por no hacer nada, de aspirar a ser la cadena de WhatsApp que envían al grupo de la familia con la reflexión intelectual del día.

Al final de todo esto, si es que llegamos allá, el mayor mérito de cada uno habrá sido sobrevivir y haber ayudado a otros a hacer lo mismo en la medida de lo posible. Creo que la mayoría de quienes puedan llegar al futuro y mirar hacia atrás sentirán como un logro mayúsculo el simple hecho de haberse mantenido con vida en condiciones más o menos dignas. 

Confieso que durante la primera semana de cuarentena sí pensé en obligarme a salir de ella con alguno de estos propósitos hechos realidad, pero en buenahora decidí no hacerlo: bajar la barriga, ver al menos cinco  películas de las que recomendaban en Arcadia, dejar la adicción a Twitter, buscar los artículos a los que les doy like para leerlos después, intentar recordar la receta para volver a hacer fríjoles, madrugar en vez de acostarme tarde, hacer uno de los cursos en línea que ofrecen las universidades gringas famosas, leerme la colección completa de García Márquez que sigue guardada en una caja, leer todos los libros de crónicas que me mandaron a comprar en el pregrado y que están al lado de la caja de Gabo, digitalizar 13 casetes de VHS con recuerdos importantes que existen desde 2001, escuchar al menos un episodio de cada uno de los podcast a los que me he suscrito o enviar esta entrada a tiempo.

Tres. Derecho a aceptar que sí necesitamos ayuda:  la pandemia por COVID-19 ha dejado a la vista que el mundo, en efecto, está plagado de desigualdad y que es necesario atender de manera urgente a muchísimas personas en situaciones vulnerables. Entonces, a la par, han aparecido un montón de héroes y heroínas entre la gente del común. Seres que, por contraste con quienes resultaron más afectados en la emergencia, aseguran estar muy bien y no necesitar ningún tipo de ayuda porque todo hay que dirigirlo a la caridad (porque ha resultado que la solidaridad de un país se mide en cuántas donaciones se pueden lograr y no en la capacidad de recaudar impuestos de manera equitativa). 

Estas personas exhiben con orgullo su autosuficiencia para afrontar el virus: no las han echado del trabajo, tienen mercado, tienen quien les ame… o también se muestran absolutamente capaces de prescindir de alguna de esas cosas. Por la vía de pretenderse autónomos terminan chicaneando sus privilegios. Yo he sido una de esas personas. 

Lo cierto es que todos en algún momento vamos a necesitar algo en medio del nuevo orden mundial que está implantando el coronavirus: una frase cursi de esas que terminan siempre con un “a la distancia”, un favor de uno de ese conocido jartísimo que siempre termina metido en nuestras vidas, un dato coctelero, la clave de un servicio de streaming, una invitación a jugar bobadas en alguna de las aplicaciones que están de moda, una nude, en fin. Cosas que parecen prescindibles pero que nos negamos a recibir o decir que necesitamos por bobos. 

Perderle el miedo a quejarme por parecer un idiota desconsiderado, aceptar la mediocridad de dejar proyectos inconclusos y aprender a dejarme ayudar me ha servido a mí durante el encierro. Seguro hay más de estas vainas que me he autoconcedido pero en este punto no quiero escribir más, por pereza y porque mi vida no es tan relevante como para dedicarle más espacio en este blog.

Daniel es periodista y guionista y lo pueden leer acá