Los trasnochadores, que no todos tienen insomnio, tendemos a idealizarnos como vampiros, que surcan con total tranquilidad ese cielo que hace trastabillar a la mayoría.
La cuarentena parece haber despertado en todos nosotros algún chip dormido o acentuado rasgos de nuestro carácter. Todos estamos siendo transformados, pero, en la práctica, estamos siendo una versión reconcentrada de lo que ya éramos. Así aparecen los apocalípticos, los especuladores, los depresivos, los introvertidos militantes, los híper productivos y los que abogan por el cuidado de las propias emociones, entre muchos otros que van dividiéndose en facciones de gente que juzga a otra por no portarse como ellos, o por juzgar a otros y así.
Yo tiendo a pensar, o al menos a presentarme como una especie de ‘híperproductivo’, simplemente porque sé permanecer visible. Y bueno, porque me mantengo activo, a pesar incluso de tener circunstancias atenuantes en la casa que definitivamente me liberan de la obligación aparente de estar haciendo cosas, como el hecho de tener una bebé en casa. Claro, yo estoy muy pendiente de mi hija, pero producir no es algo que yo haga por obligación, sino porque me nace. Más bien, porque no puedo no hacerlo.
El insomnio es una obsesión que busca de dónde agarrarse, un conjunto de voces que cantan a coro las emociones que nos evitan dormir. Y como la noche tiene cierto glamur, con el misterio que se esconde en la penumbra, el cielo insondable y los seres míticos que aparecen en la oscuridad, bla bla bla, los trasnochadores, que no todos tienen insomnio, tendemos a idealizarnos como vampiros, que surcan con total tranquilidad ese cielo que hace trastabillar a la mayoría; o como lobos aullando a la luna; algunos se creen búhos, ululando todo lo que saben o creen saber sobre la vida; algunos más sabrán reconocer que se ven como luciérnagas, encendiéndose a ver quién se los come.
Los insomnes, sin embargo, no somos ninguno de esos animales. Si algo, somos el extraño cruce entre una mariposa y una vaca: saltamos de un lado al otro, revoloteamos en busca de un lugar, para cambiar otra vez, y otra, hasta que por fin encontramos un sitio amable en el cual podernos posar a hacer lo que mejor sabemos, que es rumiar hasta el cansancio cada pedazo de la realidad que nos ha tocado en suerte.
Yo rumio y rumio, mastico y luego digiero, con cuatro estómagos pacientes, todos los pensamientos y todas las ideas. A veces me rinde, a veces no. A veces alcanzo a escribir un cuento, sacar el collage, dibujar unos bocetos, pero la mayoría de las veces estoy huyendo hacia un proyecto nuevo, que me libere del proyecto al que estoy obligado: tengo que escribir un libro, del que huyo haciéndome a un encargo de collage, que me saca corriendo hacia este artículo para el CoronaBlog de Pacifista!, que escribo tras mucho rumiarlo, porque no tengo de otra y también porque finalmente acabé la lista de canciones que armé en Spotify, para evitarme pensar en él.
No hay una rutina, pero hay personajes habituales. Primero está el productor, esa faceta de uno mismo que tiene claro todo lo que hay en el itinerario de esta y las próximas noches, que pone el derrotero, para que no sea otra noche perdida. Al menos tendría que dejar los platos lavados; luego viene el creativo a hacer un derroche de ideas, arandelas a las ideas y lentejuelas pegadas de las arandelas de las ideas; pareciera que todo para ahí, pero eventualmente va a llegar la tentación ansiosa de aplazar las obligaciones, si las hay, con un juego de Play Station o de algún jueguito de teléfono. Y si todo falla, una pasada por redes sociales que se lleve de un golpe dos horas.
Todo debería parar ahí, pero por ahí anda un contador que repasa las carencias y las deudas, llenando la cabeza de números en rojo; un estratega político, que hace futurología como si fuera un experto invitado a un programa de radio o qué sé yo. Y finalmente, los que nunca fallan y suelen venir en pareja a rumiar conmigo el resto de la noche, la madrugada y la mañana siguiente: el vergonzante y el impostor.
No existe insomnio sin vergüenza, pero nadie lo cuenta y por eso nadie lo sabe. Noche tras noche, un insomne se come y se digiere a sí mismo, repasando cada tristeza y cada alegría, con las enzimas de la vergüenza, que procesan cada dolor, cada error, incluso cada alegría. Mientras tanto, recita el impostor que uno nunca es suficiente, que todo lo que ha llegado es producto de una suerte inexplicable e inmerecida, que algún día él será el último que quede, cuando sepan quitarnos la máscara.
La gente piensa que son ganas de joder, que si uno duerme tantas horas al día no puede declararse insomne y que son delirios de aspirante a poeta, de neurótico romantizado, de posudo, afectado, artistoide. Pero el insomnio existe también de día y nos acompaña durante el sueño; se duerme como insomne, también. Yo bruxo desde que tengo memoria, porque aparentemente decidí que rumiar en la cabeza no era suficiente, que tenía que masticar un balín imaginario en mi boca todas las noches.
Tenía miedo de escribir justo esta entrada, simplemente por el hecho de que escribir del insomnio implica de alguna manera hacerlo de forma insomne, es decir, sin fin ni aparente sentido, lo que me da vergüenza, y posteriormente, insomnio. Se me ocurre, sin embargo, que hay maneras de solucionarlo. Por ejemplo, la cabeza sigue su camino, masticando y masticando. Pero el artículo va hasta acá no más.
Santiago se define como ‘etceterista’. Lo pueden seguir acá.