CoronaBlog | Día diez: adiós muchachos, compañeros de mi vida | ¡PACIFISTA!
CoronaBlog | Día diez: adiós muchachos, compañeros de mi vida Ilustración: Juan Ruiz
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CoronaBlog | Día diez: adiós muchachos, compañeros de mi vida

Jorge Aranda - marzo 26, 2020

Unos hacen solicitudes a los buzones de las entidades públicas mientras el mundo se desmorona y otros se deciden por la música, el licor, el arte. De una y de otra cosa tendrán que despedirse cuando se vayan.

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Este texto hace parte del CoronaBlog, una serie escrita por periodistas, escritor@s, artistas y bloguer@s que intentará registrar el día a día de la pandemia, de la cuarentena y de las noticias alrededor desde una mirada muy original en primera persona. Para leer otras entregas de esta bitácora, haga clic acá.

 

26 de marzo:

En 1988 vivíamos en Riosucio. Mi papá había pasado de empleado raso a gerente y por primera vez teníamos carro: un Chevrolet Chevette dos puertas verde viche que en mi imaginación era una especie de deportivo excéntrico, un símbolo inequívoco de prosperidad y ascenso social, la puerta de entrada a un privilegio hasta entonces desconocido.

Para entonces esos conceptos no me eran familiares. Sin embargo, sabía que estábamos saliendo de un lado y nos estábamos moviendo para otro. Las restricciones de antes eran cada vez menos frecuentes y cuando íbamos los fines de semana a los balnearios de Confamiliares podía pedir chuleta de pescado, después comer helado y repetir turno en la piscina de olas. Ese pequeño grupo de lujos, ese aderezo de una vida que continuaba siendo austera, me producía una especie de vértigo, de cosquilla culpable en el espíritu. Lo tenemos todo, pensaba. ¿No hay un límite en la vida?

Fue por esos días que vi por primera vez un muerto. Estaba tirado al lado de la galería sobre un charco de su propia sangre, con la camisa abierta hasta el ombligo y rodeado de un tumulto de gente que lloraba, reía y comentaba. El dueño de la cantina dijo con voz de zorzal No llamen a la policía que yo lo voy a entregar. Dejé mi bicicleta en la puerta de un granero y pasé entre una maraña de piernas y costales hasta poderlo ver frente a frente. Era casi igual a un vivo pero se veía en paz. Flotaba entre su sangre hermosa, muy roja, brillante. En su cara casi podía verse que se había pasado la vida ansiando las puñaladas para encontrar al fin, al otro lado, la tierra prometida de sosiego y claridad mental.  Adiós al azadón, adiós al crédito con la Caja Agraria. Adiós también a los hijos: a los matrimoniales y a los otros. A todos. Al caballo del que se sentía orgulloso y a la cosecha de café. Adiós muchachos, compañeros de mi vida.

Le he dado muchas vueltas a lo de Italia. Quinientos, ochocientos muertos diarios. Una muerte en masa de gente que tal vez haya tenido que despedirse a la carrera de su situación, de sus cosas, de sus objetos y momentos preciosos. Tal vez tan de prisa como en la corta escena de Paul Valéry en la que el moribundo se despide del espejo con un frío Adiós, no volveremos a vernos”. Escucho las noticias mientras cocino. Mi esposa canta: Rafael, Rafael, ¿dónde estás?”. Y mi hijo contesta:Aquí soy, aquí soy, oh, oh, ah.” Afuera, en el mundo, ocurre el horror pero también sigue ocurriendo lo de siempre. El mundo no puede parar. Claro, claro, no puede parar, pero, ¿cómo puede seguir transcurriendo lo de siempre, como si nada, sin ese vestido de gala de la filosofía? 

Mi hijo dice: “Aquí soy, aquí soy, oh, oh, ah”. Aquí es y aquí somos, en el séptimo piso de un edificio en el centro de Bogotá. Aquí somos, aquí somos oh, oh ah. Cuando bajo a la portería a reclamar el domicilio de la tienda me cuido de no poner los dedos en los botones del ascensor. Recuerdo al muerto en la galería de Riosucio y recuerdo su paz. Se veía tan cómodo ahí en su muerte reciente, tan plácido en su nuevo estado, tan libre. Si hubiera podido hablar habría dicho: “Tan bueno para mí que ya salí de esto”. Esa, esa era su expresión. En la puerta corrediza del granero podría haberse desplegado una parodia de la escena final de Barry Lyndon. Algo como: Fue durante la presidencia de Virgilio Barco que los personajes presentados vivieron y lucharon. Buenos o mezquinos, hermosos o feos, ricos o pobres, ahora son todos iguales.

A mi oficina siguen llegando derechos de petición. Preguntas sobre aspectos administrativos, quejas, reclamos. Como en la reflexión de H.D Thoreau en Todo lo bueno es libre y salvaje, es como si la simpleza se apoderara de los tontos en los momentos complejos. Incapaces de ver hacia adentro con profundidad, expresan el refinamiento en estilos de vida carentes de sentido. Pero esto está lejos de ser una crítica. Se trata más bien de una distinción taxonómica: de esta forma son unos y de esta forma son otros. Unos hacen solicitudes a los buzones de las entidades públicas mientras el mundo se desmorona y otros se deciden por la música, el licor, el arte. De una y de otra cosa tendrán que despedirse cuando se vayan. De lo simple y de lo complejo. Unos más de lo uno y otros más de lo otro.

Ayer organicé los cajones de la ropa. Limpié cada estante con alcohol, volví a doblar las camisillas. A un lado, colgados de una barra cromada, están los vestidos elegantes, las corbatas y las correas. Se ven tan ridículos como el que consuela a una viuda. Tiesos, sin sentido. ¿Qué valor tendrían si todo se cae? ¿Cuál es su verdadera importancia? 

Por un momento me imaginé a mí mismo luchando con otros hombres por una lata de atún. La corbata se vería mucho más apropiada si me la amarro en la cabeza a la usanza de Rambo. Me vería tenebroso, amenazante, como alguien que hasta hace poco solo pensaba en balances y políticas públicas y ahora está dispuesto a lo que sea para demostrar su fiereza. ¿Y los zapatos? Son incómodos, se deslizan sobre el pavimento. He hecho algunas flexiones de pecho pero mis músculos no son aún los requeridos para refundar una civilización. De mente sí soy fuerte. Sigo durmiendo bien, me siento a gusto en estos setenta metros cuadrados. Siento que podría permanecer aquí durante años, incluso décadas. Recuerdo a Isaac Bashevis Singer tranquilo en su casa mientras los nazis invadían Polonia. Tranquilo, tranquilo, confiado en la apertura de una grieta del destino por la cual escapar. Y se abrió. Y escapó.

En el segundo cajón hay una caja de metal. Ahí tengo algunas fotos y pequeñas cosas de valor. Un cuchillo de rescate, notas de mi esposa, el lapicero con el que mi papá firmaba. Escucho a mi hijo en la sala. Aquí soy, aquí soy, oh, oh, ah. Por la ventana veo la Calle 34. Sobre el semáforo que cruza la Carrera 13 hay un mendigo que parece desconcertado por la soledad del mundo. ¿De qué tendrá que despedirse cuando se esté yendo? De su perro, de los átomos y las moléculas que cruzan el aire por su esquina. De los monstruos de verde. De la aparición de una diosa intergaláctica que los demás vemos como una simple muchacha de oficina. De un amuleto, de la imagen remota y confusa de su niñez. 

La escena del muerto fue un punto de partida. El Chevette empezó a parecerme insustancial. La piscina de olas un charco sin significado. Los pedazos de la bicicleta a los que se les caía la pintura me tenían sin cuidado. Había una nube negra y ninguna posición económica podría proporcionarnos los medios para escapar. Esa nube, esa mancha densa y compleja, nos persigue a todos por igual. Un día nos va a hacer sombra hasta anularnos en su oscuridad y nos tendremos que despedir. De cosas diferentes, eso sí.

 

Jorge es abogado. Lo pueden encontrar acá.