Nada va a cambiar porque la verdadera gran catástrofe de esta pandemia resultó ser el aburrimiento. ¿Qué ver?, ¿qué leer?, ¿con quién conectarnos?, ¿en qué hoyo de Cursera meternos?, ¿con cuál receta experimentar? El consumidor sigue haciendo lo suyo puertas adentro.
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Nada va a cambiar. Dicen que después de esto, el planeta será distinto, que una gran fuerza surgirá de nuestro interior, que reclamaremos un mundo más justo. Histórico, dicen, pero histórico es solo un titular. Vivimos en la época en la que más cosas históricas ocurren y menos conciencia histórica tenemos de las cosas: cada cierto tiempo nos encontramos en redes la noticia de que Baumann o el guitarrista de AC/DC acaba de morir, y lo lamentamos de nuevo. Hace apenas unos cuantos meses, varias ciudades del mundo ardían bajo proclamas anticapitalistas. Sin la ayuda de ningún alumbramiento espiritual causado por una debacle viral, sabíamos lo básico, que el neoliberalismo es un crimen, que necesitamos plegar la política a la ecología, abolir el antropocentrismo, reorganizar nuestros estilos de vida bajo los principios de solidaridad y cooperación. Pero entonces un performance nos gana el corazón —gente aplaudiendo en los balcones— y es como si vislumbráramos por primera vez el camino para una transformación radical. Concluimos otra vez, espoleados por esa épica personal en la que por fin somos protagonistas, que cosas como la salud, la educación y la seguridad alimentaria no deberían regirse bajo las mismas reglas del mercado. Sin la perspectiva de los grandes acontecimientos, la generación que nunca sufrió una gran guerra y considera a Bad Bunny un agitador de vanguardia de los roles de género empieza a seguir el trillado guion de las buenas intenciones, a creer posible el crossover entre El Secreto y Parásito.
Antes de todo esto, la palabra pandemia significaba algo así como un desastre total: gente muerta en la calle, muchos disparos, unos tipos asediados en un centro comercial por muertos vivientes, tribus armadas con drones y machetes luchando por una gota de agua o gasolina. La literatura y el cine siempre nos han enseñado, con mucho dramatismo, que del futuro saldremos en forma de carne picada o conectados a una máquina de coser parlante. ¿Y qué nos trajo este 2020? Un virus que solo las fake news pueden hacer pasar por trágica profecía.
Nada va a cambiar porque la verdadera gran catástrofe de esta pandemia resultó ser el aburrimiento. ¿Qué ver?, ¿qué leer?, ¿con quién conectarnos?, ¿en qué hoyo de Cursera meternos?, ¿con cuál receta experimentar? El arco dramático va de PornHub a Tik Tok, el espíritu se ejercita en Messenger y Zoom. El consumidor sigue haciendo lo suyo puertas adentro, pero mirando hacia afuera a través de esa ventana continuamente abierta al tráfico global de información. Lo de siempre. Atragantarse en el despiste. Solo un virus informático altamente letal podría hacernos trizas y obligarnos a replantear la vida que llevamos. Sin Internet sudaríamos sangre. Mientras tanto, aparte de los infectados, quienes verdaderamente experimentan el fin del mundo son esos que solo pueden sobrevivir estando en las calles, los precarizados, los dueños de nada, los malditos del reino. Un desajuste temporal: cuando muchos merodeamos en la época de la cibervigilancia, ellos, anticuados, siguen sumidos en la biopolítica del disciplinamiento. Para ellos no existe ningún Kurt Russell que los libere del paisaje de ruinas por el cual continuamente caminan.
Creo que los que sienten que este es el principio de algo nuevo no han experimentado nunca el infierno de tener que pensar cada día en cómo conseguir comida. Al neoliberalismo no lo destruirán las ínfulas de quien se ha cansado del catálogo de Netflix. Incluso ya es posible escuchar comerciales de cosméticos con ese eslogan de renovación: “crearemos un mundo nuevo, un mundo donde todo el mundo importa”. O leer en la afirmación de Guardiola la impostura revelada por su arranque de positivismo: “Vamos a volver más fuertes, mejores y quizás algo más gordos”. Ahora mismo el estado se prepara para mantener en pie la empresa privada, para reforzar el sistema y evitar ampliar esa catástrofe humanitaria que muchos sufren diariamente.
El planeta cambiará cuando se hunda California o aumente un par de grados más la temperatura, pero no cuando un puñado de citadinos se encierre a hacer yoga. En unos cuantos meses, en medio de un invierno económico que hará más despiadados a los dueños del mobiliario, volveremos a la rutina como si volviéramos de unas largas vacaciones, sin ganas de trabajar —y tal vez no haya trabajo—, y odiándonos a nosotros mismos. Un odio completamente merecido.
*Jacobo es escritor.