Cuando lo que se nos pide es quietud, la pereza sigue siendo mal vista, porque por doquier leo recomendaciones de “aprovechar el tiempo”, “sacarle jugo al encierro”.
En estos días de poca actividad, en el que el mundo se puso como meta detenerse, recordé un poema muy bueno de Henri Michaux que se llama ‘La pereza’. Allí el escritor dice que al alma le gusta nadar y desprenderse del cuerpo, y describe cómo lo hace. Dice que a las personas dueñas de estas almas vulgarmente se les llama perezosas.
Pues bien, toda mi vida me ha enorgullecido creer que tengo un alma de esos, que soy un perezoso, y esto está mal visto, casi un crimen en Colombia, un país en el que la mayor virtud es el esfuerzo, el sacrificio, la abnegación, la entrega, la verraquera, “ponerse la 10”, un sinfín de actitudes que desdeñan lo sencillo y lo tranquilo. Siempre nos han dicho que lo bueno cuesta, y que entre más cueste mejor, y esas son los valores de la sociedad hacendosa, incansable e industriosa que nos correspondió (o que hemos construido, mejor dicho). Y esto me ha traído problemas de todo tipo: laborales (por supuesto), económicos, familiares y hasta amorosos.
Miremos, por ejemplo, el estereotipo del costeño como perezoso; una burla, un valor negativo. Y por otro lado, el orgulloso prejuicio de la pujanza paisa, del héroe arriero que cruzó las montañas y que construyó un imperio a fuerza de trabajo y sudor. Salir adelante sin descanso es una insignia del deber ser. La productividad como héroe nacional o —parafraseando a Cioran— el trabajo como una maldición que el colombiano ha transformado en voluptuosidad.
Pero, como decía, soy un perezoso, y por desgracia he tenido que trabajar aún en aislamiento de la cuarentena. Aun cuando afuera el mundo parece irse acabando, me siento todos los días frente al computador a crear documentos de Excel o Word, responder correos electrónicos y atender teleconferencias en pantaloneta y chanclas. El mundo padece una pandemia que amenaza con arrasar con gran parte de la humanidad y cambiar la manera en que convivimos, consumimos; que amenaza con cambiar la economía e incluso el sistema político y de solidaridad… Pero hay que trabajar. Está bien, lo comprendo, todavía hay que cumplir contratos que se firmaron y que no tenían una cláusula que contemplaba la aparición de un virus, hay que pagar recibos y arriendo y comprar enlatados, hay que pagar los servicios de streaming que nos permiten no aburrirnos en el encierro. Lo asumo, es el mundo en el que vivimos, aunque me gustaría que le hiciéramos caso a Zizek cuando nos recomienda detenernos, no actuar y solo dedicarnos a pensar.
Como venía diciendo, vivo en un primer piso y mi ventana da directamente a la calle, así que si quiero ver hacia afuera o recibir algo de sol mientras trabajo, me expongo a que también me vean, como si fuera perro de veterinaria, de esos que mantienen en jaulas de vidrio. Entonces mientras tecleo en mi computador, en chanclas y con ropa que de otra manera no me pondría, veo por la ventana a quienes pasean a sus perros sin afán. Siento envidia y me gustaría tener un perro para poder salir a perder el tiempo de esa manera tan flagrante. Muchos de ellos sostienen conversaciones muy serias o de trabajo (lo asumo por sus caras y gestos serios) a través del manoslibres mientras sus perros huelen los árboles, cagan e ignoran por completo que el mundo se está acabando. Seguramente ese paseo al perro lo hacen mientras se escapan de su teletrabajo. En la casa los espera un computador prendido o deben regresar a una teleconferencia, o un tutorial de yoga o de abdominales o de cómo limpiar las juntas de los azulejos del baño. El aprovechamiento del tiempo los espera.
Con toda esta retahíla quiero decir que incluso en esta época de cuarentena, cuando lo que se nos pide es quietud, la pereza sigue siendo mal vista, porque por doquier leo recomendaciones de “aprovechar el tiempo”, “sacarle jugo al encierro”, aprovechar, aprovechar, aprovechar, producir, producir, producir, posts en blogs, transmisiones en vivo, podcast en los que nos dan detallados listados con actividades e instrucciones para que el tiempo no se vaya en blanco. No hay espacio para lo inútil. Ya he leído hasta el hartazgo la historia de Shakespeare en la cuarentena de la plaga que azotó Londres en 1606, y en la que escribió El Rey Lear y Macbeth, un ejemplo de utilidad de esos que mandan por WhatsApp los familiares o amigos cuando sospechan que a uno le gusta escribir. Hasta el ocio se convirtió en una actividad para aprovechar: aprovechar para escribir la novela que siempre has querido escribir, para pintar el cuadro que siempre te has imaginado o para componer la canción que siempre quisiste componer.
Si de algo creo que esto es una oportunidad es de entregar el control del mundo a la inactividad. Ya la historia nos ha mostrado de lo que es capaz la voluntad del hombre que cumple sus sueños y metas, del que emprende y hace realidad sus ideas. Como decía (sí, otra vez) Cioran: “Siendo el mal inseparable del acto, resulta que nuestras iniciativas se dirigen necesariamente contra alguien o contra alguna cosa; en última instancia, contra nosotros mismos”. Es hora de dejar de hacer cosas y de reivindicar la inacción. Yo por ahora no puedo liderar esa revolución, aunque es lo que más quisiera: ser líder de la revolución de la quietud y la pereza.
Jhonny es periodista. Lo pueden seguir leyendo acá.