Me resisto a esperar para los abrazos como los de esos chicos de Wuhan que se rodearon con tanta fuerza después de meses de no poder hacerlo.
Esta cuarentena me ha vuelto besadorcita, besuqueadora para ser más precisa. Seguramente hasta cansona, algo que nunca he sido. En mi cabeza, para justificarme, resuena Conjuro, un poema hermoso de Darío Jaramillo que dice:
“Que el azar me lleve hasta tu orilla,
ola o viento, que tome tu rumbo,
que hasta ti llegue y te venza mi ternura“.
Pero, ¿qué azar puede haber en dos habitaciones? Ni viento ni ola, tampoco muchas orillas en este encierro. A lo mejor me dejé de vencer por ternura y ya. Yo que siempre me negué a eso.
Ya no sé cuántos días llevamos en esta cuarentena emparejada y binacional. Empezamos mucho antes que el mundo dijera que había que guardarse porque yo había estado cubriendo un evento concurrido que se mantuvo irresponsablemente hasta el límite de las decisiones del gobierno. Así que antes del A.C (antes del coronavirus), yo ya estaba mirando por la ventana la vida que todavía pasaba. Luego se sumó Leandro, con su humor cáustico, y el apartamento cambió de aire.
Confieso que me da pudor escribir esto porque no creo que mi cuarentena en pareja resulte interesante para nadie. Mucho amor y risa, poco drama. Tampoco soy una experta en pandemias, encierros o convivencia. Lo único que puedo contar, si a alguien le sirve, es cómo este aislamiento con otro, que al mismo tiempo son otros —porque cargamos fantasmas al decir de Octavio Paz—, nos cambia. Por ejemplo a mí, que me está ablandando a niveles insospechados.
No es novedad decir que ninguna pareja será la misma A.C y D.C (después del coronavirus). Que si se sobrelleva la cuarentena, si se surfea esta incertidumbre universal, las incertidumbres que vengan después no serán nada. ¡Superamos una pandemia, que venga lo que venga, tas, tas, tas! Pero en realidad a mí lo que me interesa es pensar que los besos se me convirtieron en una forma de rebeldía ante la pandemia. Me inquieta cómo será el contacto cuando todo esto pase y cómo es el amor dentro de las millones de casas en cuarentena en el mundo donde, claro, no siempre hay amor. Habrá quienes estén aprendiendo a cocinar, a bailar y otros estudiarán filosofía antigua; yo admito que estoy aprendiendo a besar, a decir te quiero muchas veces al día como si el mundo, ahora sí, se fuera a acabar. A lanzar cada tanto un “Vení, dame un besito” como grito de batalla desde la otra esquina de la ‘oficina’ que intenté armar en casa.
Digamos que esto se disparó una mañana de sábado por allá en marzo (que suena tan lejano como si fuera en otro siglo), cuando le pedí que me abrazara largo, como todos los sábados, y a los dos segundos me sentí irremediablemente culpable. Esto apenas empezaba. Si el mundo allá afuera no se podía tocar, ¿yo entonces era una egoísta? ¿Se acabarán los contactos para siempre? Callada, además, esperaba un mensaje desde Brasil que diera los resultados de una prueba de Covid-19. Un colega periodista con el que había compartido en Cartagena en el Festival de Cine días atrás nos escribió a varios para contarnos que al llegar a su país se había sentido mal y se había hecho el test. Aunque sea cuarentena en pareja, la angustia se lleva en solitario y en silencio.
En el medio, la rutina compartida. Reinventar el ‘microespacio’, convertirlo en dos oficinas, establecer un pico y silla para poder usar la más cómoda por días; pedir que “por favor, Leandro, no vayas a pasar en calzoncillos mientras estoy en una videollamada” y temer que lo haga solo porque sus amigos se lo piden desde Buenos Aires y después nos vamos a reír. Lo demás, no muy diferente a otras casas: escuchar noticias —en esta en particular contar los contagios de Argentina y los de Colombia—, preocuparse por las familias, las distancias. Cocinar, lavar loza, trabajar. Descubrir que Leandro se lava con Jabón Rey desde que supo que era un producto icónico de Colombia, casi indestructible. Pelearse por bajar la basura, con tal de salir aunque sea al sótano del edificio. Y resignificar el domingo que nos toca turno de lavandería. Y claro, acompañar al otro en los días de vuelo bajo.
Días después llegó por fin el mensaje desde Brasil: “Amigos, para informar que he recibido ahora EL RESULTADO del test del coronavirus… Negativo” y un emoticón de palmas que aplaudían. Ahí, creo, fue cuando se desató la besadera sin fin. ¿Será así cuando todo esto acabe? ¿Cuando la gente sepa que está sana volverá a tocarse? ¿Y cuántos años tardará el mundo en volver a tener contacto? Por ahora, por lo menos dentro de casa, y si no salimos a ningún lado, me rehúso a perderlo. Me resisto a esperar para los abrazos como los de esos chicos de Wuhan que se rodearon con tanta fuerza después de meses de no poder hacerlo. Felicitaciones a los nórdicos que van bien por estos días gracias a su cultura de la distancia, pero yo en eso no voy a ceder. Y claro, con perdón de las parejas que quedaron separadas y tendrán, espero, besos acumulados para el después.
Yo, que hace días me siento sentada en una playa esperando un tsunami, decidí que esta es mi forma de resistencia.
– Lean, ¿qué opinas de todo esto?
– Que esta cuarentena nos llenó de amor. ¡Y ya no aguanto más!
Se ríe ácido para después ser quien dice: “Vení, dame vos un besito’”.
Catalina es corresponsal en Colombia del diario El País de España. La pueden seguir acá.