CoronaBlog | Día cuarenta: una pandemia recorre el mundo | ¡PACIFISTA!
CoronaBlog | Día cuarenta: una pandemia recorre el mundo Ilustración: Juan Ruiz
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CoronaBlog | Día cuarenta: una pandemia recorre el mundo

Victoria Sandino - abril 25, 2020

Continúo con la esperanza que el país se pueda reinventar. Que los campos puedan volver a parir los alimentos que la población necesita para que los trapos rojos no sean el símbolo del hambre.

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Este texto hace parte del CoronaBlog, una serie escrita por periodistas, escritor@s, artistas y bloguer@s que intentará registrar el día a día de la pandemia, de la cuarentena y de las noticias alrededor desde una mirada muy original en primera persona. Para leer otras entregas de esta bitácora, haga clic acá.

 

Ese día amanecí con esa sensación de que algo terrible estaba ocurriendo en el mundo. Tenía cansancio acumulado, agotamiento por mucho trabajo, viajes, reuniones, entrevistas, citas y, para completar, mi mente y cuerpo habían olvidado el esfuerzo que implicó estudiar mi primera carrera y la maestría. Se me ocurrió vincularme a la Universidad Nacional Abierta y a Distancia para estudiar Sociología, así que la rutina continuaba cuando regresaba a la casa tipo 11 de la noche. Tenía que revisar materiales, contestar en la plataforma, leer, volver a leer y seguir leyendo… Acostarme con el último sorbo de energía que me quedaba.

Al despertar, prendí el radio como todas las madrugadas (esa es una costumbre que me queda de la vida en la insurgencia). Es un transistor pequeño que siempre cargo. El que tengo lo conseguí desde 2011 después de perder en un bombardeo uno que estaba conmigo hacia 10 años. Al igual que allá, lo tengo a un lado de mi cama o ‘la caleta’, como le decíamos. Ahí estaba la noticia: había contagio global, una pandemia estaba recorriendo el mundo y ya se presentaban los primeros casos en Colombia. Volvió a mí esa sensación de antes, que me acompañó muchas veces en la guerra, con un sabor sombrío, de dolor, de ausencias, de pérdidas. No había muerto nadie cercano por el Covid-19, pero esa era la sensación que me acompañaba.

Esa sensación se me ha hecho presente en sueños por estos días de confinamiento: sueños pesados, de no tener cómo defenderme ante situaciones peligrosas como pasa con este viral e invisible enemigo, del que no tenemos con qué defendernos, sin arma distinta al lavado de manos y el distanciamiento social.

Antes de las 5 de la mañana comencé mi rutina: leer, contestar correos y entrevistas, esperar que amanezca para poder hacer unas llamadas. Preparé el desayuno con desgano. Días antes había ido al médico por unos males que me aquejaban. Me sentenció: “Lo tuyo es estrés severo. Estás con un agite y no paras, viajas mucho, no te alimentas bien, no comes a horas, no duermes por el horario que te has impuesto; tienes muchas emociones fuertes y, fuera de eso, me dices que cuando llegas a tu casa tipo 11 de la noche te pones a estudiar. Es un ritmo inaguantable. Si no descansas vas a enfermar grave. Va tocar hospitalizarte”.  Eso me tenía pensativa porque, en verdad, no me sentía nada bien.

Así que aquella mañana, después de ese baño de noticias, acudí a unas citas que tenía programadas. El lugar común fue la pandemia: unos se expresaban en términos apocalípticos, otros hablaban de las afectaciones al medioambiente, unos pocos charlaban desde la conspiración. Lo último me sonaba mucho: esto tenía que ser un plan maquiavélico y de exterminio del imperialismo.

Había que pensar rápido. Ya la alcaldesa de Bogotá estaba anunciando el confinamiento preventivo que, por supuesto, era una medida necesaria, pero de seguro eso no iba a terminar en tres días. El Gobierno Nacional, por su parte, no se decidía a tomar medidas porque (¡ajá!) hay un presidente, pero no se sabe quién manda ni a qué intereses responderían las decisiones que se iban a tomar. Igual y esto sí no es una teoría conspirativa. La muerte siempre termina siendo un buen negocio para muchos.

En medio de toda esa incertidumbre, ¿qué iba a pasar con esas millones de personas que viven del rebusque y del trabajo informal en un país como Colombia? En el ‘país del Sagrado Corazón’ y la virgen de Chiquinquirá, el 47 por ciento de la población económicamente activa vive del trabajo informal y otro 13 por ciento está desempleada según cifras oficiales, tan confiables como las de la curva de contagio del Covid-19.

Por la noche, lavando platos en la casa, pensé: ¡mierda! Las mujeres van a sufrir aún más por estos días, pues se les iban a recargar las tareas. Los niños no iban a tener clases, ¿a quiénes les tocaría atenderlos? Las personas mayores o en situación de discapacidad, ¿quiénes los cuidarían? Y claro, las que trabajaban, tenían que seguir haciéndolo desde sus casas con todas estas jornadas de trabajo (remunerado o no) acumuladas.

En fin, me quedé en el confinamiento como en los viejos tiempos en que por acciones militares de la fuerza pública había que ocultarse. ‘Enterrarse’ le decíamos y era literal: nos aislábamos, nos ocultábamos, en lo posible con abastecimiento. Revisé los cajones de la cocina y no había arroz, panela, frijol, pasta y aceite. Tocaba aprovisionarse.

No ha sido la primera vez que me someto a confinamiento. Recuerdo en mi primera vida (así le llamo a mi adolescencia y militancia política juvenil), el horror por el exterminio de la Unión Patriótica, partido que había nacido de la firma del Acuerdo de La Uribe en 1984. En ese entonces tuve que enmontarme con una mochila repleta de sueños y este anhelo de querer cambiar al mundo por uno mejor. En medio de la guerra fueron muchas veces en que nos tocó confinarnos. La diferencia es que esta vez no era por la acción del conflicto. Igual, no dejaba de producir esa sensación que el horror estaba recorriendo el mundo a través del coronavirus.

Con la experiencia narrada, tomé decisiones para hacerlo de la forma más llevadera, comenzando por poner en funcionamiento un ‘gimnasio’ que adquirí hace dos años y que se había convertido en el tendedero de la ropa. Está compuesto por una bicicleta estática, unas pesas y una colchonetica. Así que en mi rutina de confinamiento esa es la primera acción del día: ejercitar el cuerpo. Luego se dejan venir las reuniones virtuales, sean políticas, de trabajo o estudio. Una tras otra. Acepto que se me hace difícil, casi no las soporto. Soy de quienes en una conversación percibe y disfruta de todo su contexto: de un olor, de un sabor, de un sonido o una canción de fondo. Cuando recuerdo una charla a mi mente vienen todos estos recuerdos. Ahora todo está mediado por una fría pantalla. Esto me incomoda, aunque se parezca en algo a mi manera de comunicarme clandestinamente con cientos de personas durante los años de la guerra.

He podido hablar con las compañeras y compañeros de los antiguos Espacios Territoriales de Capacitación y Reincorporación -ETCR-, quienes confirman lo que en las ciudades hablamos pocas voces: lamentablemente en Colombia no solo vive la pandemia del Covid-19, también vive la epidemia de las amenazas y los asesinatos a nuestros compañeros firmantes del Acuerdo de paz y de líderes y lideresas en los territorios.

Tal vez mi última acción pública fue organizar un plantón en el parque de los periodistas para rechazar el asesinato de Darío Herrera, exguerrillero comprometido con la paz, y de los otros 190 compañeros y compañeras más. He tenido que soportar la rabia y el dolor del asesinato de otros tres más durante la cuarentena. Confieso que he salido a la ventana a darle a la cacerola. He rabiado y llorado con indignación e impotencia.

Miren cómo es la vida: el 21 de noviembre del año pasado, el pueblo colombiano se hizo sentir desde La Guajira hasta el Amazonas, retumbando las cacerolas, expresando su inconformidad con las políticas gubernamentales. Por primera vez, después de mucho tiempo, en las calles retumbaban masivamente las voces de la gente. Me sorprendió el liderazgo de tantos jóvenes y mujeres en medio de las cacerolas, clamando por la paz de Colombia. ¿Recuerdan el famoso: “De qué me hablas, viejo”? Pues parecía que, como se dice popularmente, se le apareció la virgen a Duque: con la situación de pandemia pudo tomar medidas extraordinarias y aplacar la movilización social.

Sin embargo, no tengo duda de que la acción de protesta no desaparecerá. Si hay algo con lo que no se juega, y eso es una verdad absoluta, es con el hambre de la gente. Ya también llegará la hora de seguir reclamando en las calles por los nuestros.

La rabia solo la compenso dejando volar la mente, mirando por la ventana, soñando despierta en el cómo continuar este trabajo por la paz en los territorios de la Colombia profunda. Continúo con la esperanza que el país se pueda reinventar. Que los campos puedan volver a parir los alimentos que la población necesita para que los trapos rojos no sean el símbolo del hambre, para que los cuentos de los niños y niñas no sean sobre la guerra, para que la naturaleza florezca como una eterna primavera. Para volver amar. Cuando estaba terminando este texto, levanté la mirada y vi a mi joven y amada sobrina pintando. Ella es una artista comprometida con la juventud y con el arte.

 

Victoria es senadora por el partido Farc. La pueden seguir acá.