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Contra la corriente

Staff ¡Pacifista! - mayo 19, 2015

Aunque la guerra continúa en el golfo de Urabá, un puñado de personas persiste en su objetivo de habitar la selva sin destruirla. Siguen el ejemplo de la ecoaldea Sasardí.

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Por: Juan Carlos Rocha*

 

I

Fue una noche turbulenta en la reserva El Bembé, en el extremo noroccidental del golfo de Urabá. Al parecer hubo un ataque, y Ana María Giraldo camina con la pesadez del trasnocho hacia el lugar de los hechos, donde un charco de sangre y un reguero de plumas confirman sus sospechas. El gallinero fue asaltado por una chucha, una especie de marsupial. El saldo, una gallina ponedora muerta. Habrá que tomar medidas.

Ana María llama a Alberto, el paisa, quien llega por la tarde. Es el guardián de la ecoaldea Sasardí, donde alguna vez llegó a tener más de 50 gallinas. Conoce las vicisitudes de la selva.

-Tuvimos muchas bajas- dice sosteniendo un par de puntillas en la boca, mientras convierte el gallinero en un verdadero fuerte.

-Debe ser una chucha que dio crías y está hambrienta. Puede que hoy no ataque, todavía tiene para entretenerse con la gallina de anoche. Pero mañana regresa-.

La tarde pasa entre el martilleo, el canto de las oropéndolas, el bramido sostenido de los monos aulladores y el vallenato que llega del otro lado de la quebrada Sardí, donde desde hace unos años se han asentado varias familias campesinas.

-La primera llegó con el cambio de siglo- recuerda Ana María, quien llegó 12 años atrás a El Bembé, una de las 20 fincas que con el paso de los años se han unido a la Red de Reservas Ungandí, cuya semilla fue la ecoaldea Sasardí.

Reserva El Bembé. Años atrás un pastizal para ganado

En el terreno de El Bembé, antes pastizales para la ganadería, hoy crece un bosque hermoso y exuberante.

En ese entonces sólo había una familia al otro lado de la quebrada y la electricidad era un rumor, pero con el tiempo los campesinos vendieron sus tierras y compraron pequeños terrenos cerca de la playa, donde levantaron sus casas y conformaron un pequeño barrio.

-Los jóvenes ya no querían trabajar la tierra y la situación no estaba como para quedarse- cuenta un campesino.

La desmovilización de las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (ACCU) y de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) en 2006 produjo el reacomodo de las estructuras ilegales y el auge de las Bandas Criminales Emergentes en el golfo de Urabá, que continúa siendo una importante ruta del narcotráfico, el contrabando y hasta el tráfico de inmigrantes, embarcados en un largo y penoso viaje en busca del ‘sueño americano’.

El Parque Nacional Los Katíos y el Parque Nacional Darién de Panamá suman 631 mil hectáreas de selva y conforman el famoso Tapón del Darién, considerado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, a salvo en gran medida gracias al interés de Estados Unidos por mantener una barrera natural que evitara el paso de la aftosa, una enfermedad que proliferaba en Suramérica y amenazaba el millonario negocio de la ganadería.

Urabá es un importante centro de tráfico de drogas, armas y hasta personas.

Según funcionarios de Los Katíos, las Farc dominan buena parte del parque, hasta hace poco ocupaban una de sus sedes y han sembrado minas quiebra patas en inmediaciones de la imponente cascada Tilupo.

-Por aquí se han visto escenas macondianas- cuenta Nancy Mejía, miembro de El Bembé y de la red de reservas de Ungandí, al recordar el día en que unos niños encontraron un par de tulas repletas de dólares en la playa, que seguramente arrojaron los tripulantes de una lancha perseguida por la Armada.

Hoy en día, la Junta de Acción Comunal de Triganá está conformada por 32 familias.

Durante la tarde Ana María hace un par de llamadas para recordar a los miembros de Ungandí sobre el convite -o jornada de trabajo comunitario- que convocaron para el día siguiente.

La basura se ha ido acumulando en la orilla de la quebrada, que hasta hace poco se mantenía prístina. Otro “crimen” que requiere de medidas.

II

Alberto prepara el almuerzo en la Casa Grande, en la playa de la ecoaldea Sasardí

Un estruendo de vida estalla con la salida del sol en la serranía de Tripogadí, un pequeño relicto de la selva del Darién, conservado por un puñado de emprendedores que ha dedicado buena parte de su vida para preservarla.

Los juiciosos estudios que han adelantado confirman la presencia de ardillas voladoras, armadillos, puerco espines, chigüiros, marimondas, micos, zorros, osos hormigueros, nutrias y pumas, 47 especies de anfibios, 21 de reptiles y 418 de aves, que subsisten entre una amplia variedad de palmas, más de 40 especies de árboles frutales y varias especies de árboles en peligro de extinción.

La reserva, que hoy comprende al menos 200 hectáreas, es un ejemplo de conservación comunitaria.

Unas 12 familias miembros de la red viven en sus fincas y trabajan constantemente en las labores de conservación; otras tantas van y vienen dependiendo de sus trabajos, y aportan cuotas para apoyar a quienes están de cabeza en el asunto; y otros ‘simplemente compraron tierras para dejarlas ahí, produciendo oxígeno y albergando biodiversidad, aunque expuestas a los cazadores y los explotadores ilegales de madera’, comenta Nancy.

-Desafortunadamente no tenemos recursos para guarda parques, y quienes estamos ya tenemos suficientes responsabilidades-

Ana María arregla un poco su cabaña mientras los tucanes danzan entre los árboles que la rodean. Fue construida con maderas exóticas de árboles que cayeron de manera natural, usa paneles solares, composta los desechos orgánicos de la cocina, recicla la poca basura que produce, y utiliza letrina seca, un baño que a cambio de agua usa una mezcla de tierra, lombrices y bacterias para descomponer los excrementos sin producir malos olores y convertirlos en abono para las plantas.

Toma un desayuno preparado con frutas exóticas de la selva y los huevos de sus gallinas, se pone las botas pantaneras, carga las herramientas que soporta su hombro entrenado y un par de costales, y sale camino a la aldea de Triganá junto a su perra, que por instinto emprende camino a la montaña, como si se tratara de las usuales caminatas por la selva:

-¡Magia!- grita Ana María a todo pulmón, y más que una persona llamando a su perro parece una invocación a las fuerzas sutiles de la selva para apoyar las labores del día. Quizás sean ambas cosas.

Días atrás había entregado un cartel con la información de la jornada para que lo pusieran en la única tienda, pero no tenían cinta y no lo pusieron, o al menos eso dijeron, y casi nadie está enterado del asunto.

Con todo, en pocos minutos se ha regado la voz en la comunidad y los primeros hombres empiezan a llegar dispuestos al trabajo.

Los miembros de la reserva son conocidos por todos y han ganado a pulso la confianza y el respeto durante años de labores por el cuidado de la Naturaleza.

Los niños de Triganá reciben una charla sobre el cuidado de la naturaleza

Juan Guillermo llega entre los primeros, un paisa que tiene su finca cerca al pueblo de San Pacho, a media hora de camino. Llevaba mucho tiempo sin asomar por Triganá, y no oculta su amargura al ver la basura que ahora cubre la quebrada:

-Si siguen así en un par de años esto se va a convertir en otro Waffe- dice sin agüero a los jóvenes reunidos, en referencia al puerto de Turbo, un hermoso manglar convertido en pocos años en un charco hediondo que recibe la basura y las aguas negras de las casas establecidas a su alrededor.

-A todos les alcanza para beber, para un buen equipo de sonido y el mejor televisor, y para comprarse su pinta bien elegante, pero nunca les alcanzó para un pozo séptico- comenta Ana María.

Los jóvenes de la comunidad, viendo el basurero a través de sus ojos, empiezan a echarse la culpa unos a otros.

-Yo no voy a recoger el reguero de los demás- afirman, pero Juan Guillermo no vino a perder tiempo en discusiones, coge un costal y empieza a recoger el universo de objetos arrojados al agua, a las raíces de los árboles y a los matorrales.

Alberto ya está en las mismas quebrada arriba, y los campesinos no tienen más remedio que seguir el ejemplo.

Al poco rato se unen los niños de la escuela Sardí, quienes antes de unirse a la limpieza reciben una charla de Patricia Pérez, otro miembro de la reserva:

-No se trata de poner canecas para botar la basura. La cuestión es no producir basura, y para eso hay que pensar antes de comprar las cosas que utilizamos (…) Un ejemplo: es mejor preparar un jugo con las frutas de la selva que comprar una gaseosa, que es costosa, no alimenta y produce basura. ¿Otro ejemplo?: es mejor usar pañales de tela, los otros son caros, quedan al borde de la quebrada y tardan 400 años en descomponerse-.

A pesar de la asombrosa cantidad de basura, la tarea es rápida cuando hay muchas manos. La fuerza del trabajo en comunidad.

Con un montón de costales enfrente, los asistentes buscan respuesta a la pregunta obvia:

-¿Y ahora?-

Habría que pagar una lancha o dos para llevar tanta basura al otro lado del golfo, toda una inversión, y la opción es descartada. La única alternativa es hacer un hueco, prenderle candela y taparla con tierra.

-No es lo mejor, pero no queda otra- dice Juan Guillermo encogiéndose de hombros.

Los jóvenes se hacen a las herramientas y empiezan a cavar el hueco con la agilidad propia de quien creció en el campo, mientras los más osados hablan de las últimas motos que compraron los ‘duros’ en Turbo, la parranda más reciente, las prostitutas que llevaron, las botellas que vaciaron, los pases de cocaína que los levantaron, y el ‘popper’, una extraña droga sintética que al inhalarla produce una fugaz sensación de euforia.

Un niño de unos 13 años que estaba concentrado recogiendo basura es llamado por un adulto para que haga un mandado, y al rato se le ve camino a la playa llevando un arma sobre los hombros.

-En la frontera hay fiesta cuando caen las tulas. Puede ser domingo a las 10 de la mañana, lunes a medio día o jueves en la madrugada…- dice Alberto mientras separa las botellas de Old Parr, Chivas Regal y Buchanan’s que dejan los parrandones ocurridos tras el éxito de un cargamento de cocaína en su camino al extranjero.

La comunidad se aleja del aire enrarecido por la quema, y Alberto, acompañado por un puñado de jóvenes, se dirige a la casa de Víctor, el yerbatero de la comunidad, quien los recibe con un vasado de sangre de drago, la poderosa savia medicinal de un árbol que crece entre el bosque.

En un principio la charla gira entorno a las más recientes mordeduras de serpientes y los inquietantes relatos de las personas que Víctor ha arrancado de la muerte con la medicina de la selva.

Magia está entre sus benefactores. Tal sería el poder del veneno que se le pudrió un ojo y parte del hueso, pero logró detenerlo y la perra se salvó.

-Yo sé cómo curar una mordedura, pero cuando veo serpiente la mato. Sé que esto es reserva, pero no voy a dejar cabos sueltos por ahí-

-Qué reserva, si acá no hay animales- repone provocador uno de los jóvenes.

Víctor reclama:

-No sólo de animales está hecha una reserva… las plantas también son seres-

-¿No hay animales?… ¿pregúntele a los cazadores?- dice Alberto con tranquilidad, sin entrar en detalles.

Algunos jóvenes se cruzan miradas sospechosas, Alberto sabe que hay muchos animales silvestres en la selva, y no faltan los cazadores. De hecho ha encontrado rastros del jaguar, pero no dice palabra. Sabe que lo buscarían.

El grito del almuerzo resuena por la aldea. La enorme olla se llenó con los aportes de todas las familias: plátano, yuca, ñame, frijol, hueso de res. Primero reparten a los niños, luego a los mayores y finalmente a los jóvenes, y la comunidad comparte el alimento, con la satisfacción del deber cumplido y las promesas por enmendar los errores.

Los asistentes se despiden. Alberto ayuda a Ana María a cargar las herramientas de regreso a El Bembé. Ella lleva un costal repleto con botellas de alcohol vacías, que utilizará como decoración en algún muro de una construcción venidera.

Alberto se despide y sube a Sasardí para ‘darle vuelta’ a la ecoaldea. Quizás pase la noche allá, al menos para hacer presencia, desyerbar los jardines y prender un fuego. Además, es la forma más eficaz para recargarse de energía.

-Unos empiezan y otros mantienen- dice.

Playa de Triganá

III

Grimaulfo se jacta de ser el primer habitante de Triganá. Ya está entrado en años y pasa los días en la playa, descamisado, sentado en la sombra de un árbol frondoso, recibiendo las atenciones de sus hijas y nietas:

-¿Hoy qué día es?- pregunta a cualquiera que se acerque. –Ya casi va a ser otro aniversario de la muerte de (Jorge Eliécer) Gaitán… Desde que lo mataron este país se echó a perder-.

Cuenta que por esta playa caminaba el tigre y que alguna vez comió uno de sus cerdos, que había venados, saínos y dantas, y que antes hasta los tiburones venían a la playa para comerse los desperdicios de los animales que arrojaban al mar, pero ahora los barcos pesqueros arriman a la costa y se llevan todo en sus inmensas redes.

-Ya no queda nada… ¡los extraditaron a todos!- dice riendo.

Asegura haber tenido 17 hijos.

–No es mi culpa. Mi mujer dormía desnuda y boca arriba-.

Grimaulfo no habla de la guerra, al menos no con desconocidos, y aprovecha un instante de silencio para cantar el estribillo de un corrido del mexicano Antonio Aguilar.

-‘Todo se acaba en la vida’…-

-¿Y los guardianes de la reserva?-

-Ah, los hippies- dice sonriendo –Esos están bien. Cuando la Tierra se sacuda de tanta peste esos serán los únicos que estarán bien agarrados…-.

*Este texto es la continuación de “El paraíso que perdimos (por ahora)”, publicado la semana pasada.