#ProyectoCOCA | Los análisis de drogas en fiestas son una de las estrategias más efectivas para reducir el riesgo de quienes consumen. Hablamos con su pionero, el doctor austriaco Rainer Schmid.
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¿Tiene ganas de consumir una sustancia psicoactiva? ¿Consiguió una, pero no sabe si lo que tiene en las manos es lo que le dijeron que era? ¿Le preocupa que de pronto esté adulterada? Estas son preguntas frecuentes que han enfrentado millones de personas que han consumido drogas de manera recreativa.
Hace 20 años este tipo de preguntas no tenía respuesta y la gente no tenía ninguna manera de entender qué estaba consumiendo. Por eso, en medio de las abandonadas bodegas industriales donde miles de personas movían sus cabezas al sonido de la música tecno, el químico y toxicólogo austríaco Rainer Schmid se convirtió en uno de los pioneros de una estrategia de salud pública que ha ayudado a miles de personas en Viena a tomar mejores decisiones y que puede haber salvado cientos de vidas.
Hoy esa estrategia –llamada análisis de drogas en espacios de fiesta– es considerada una de las más efectivas para reducir el riesgo de quienes consumen drogas y se ha implementado en más de 30 países en el mundo, incluida Colombia. Proyecto Coca habló con el doctor Schmid durante su reciente visita a Bogotá.
¿Por qué empezaron Checkit!?
Era 1997. Con el boom de la música tecno empezó una intensa discusión en Austria sobre el éxtasis (hoy llamado MDMA), que incluso en los medios era descrito como ‘la droga divertida’. En las entidades a cargo de la atención y prevención al consumo de drogas de Viena comenzamos a preocuparnos porque nos dimos cuenta de que no sabíamos quiénes eran las personas que la consumían ni cuánto ingerían.
Y la razón por la que no lo sabíamos era que no se trataba de las personas que típicamente venían a nuestros institutos o demandaban nuestros servicios. No eran parte de los nichos que los servicios de salud conocíamos, como los consumidores con riesgos altos por uso de jeringas.
Entonces, ¿cómo podían llegarle a esos consumidores?
El tema era que estas personas se consideraban –igual que sucede hoy– como usuarios recreativos de drogas. Es decir, no se veían a sí mismos como consumidores, sino como personas que simplemente usaban drogas de vez en cuando. Nuestra reflexión fue que no sabíamos casi nada sobre qué tanto sabían ellos de esas drogas, ni quiénes eran, cuántos años tenían o qué nivel de estudios habían alcanzado. Nada.
Pero sí teníamos claro que no podíamos esperar a que nos llegaran personas ya con problemas. Así que, si ellos no iban a venir a nosotros, nosotros tendríamos que ir a ellos. Y esta idea sigue siendo válida hoy: tienes que ofrecerles algo.
En un comienzo probamos ir a algunas fiestas y repartir folletos que alertaban sobre los riesgos del consumo de drogas. A nadie le importaban. ¿Sabes por qué? Porque no sabíamos nada más que lo que sabían ellos. No teníamos más información. El quid de todo es que tienes que poder probarle a la gente que tienes un mayor nivel de conocimiento que ellos y que esa información les puede ser útil. Pero eso solo sucede si sabes algo de la sustancia que ellos no saben.
¿Ahí decidieron centrarse en analizar las sustancias?
Los holandeses acababan de empezar a hacerlo, así que dijimos: “También podemos hacerlo”. Los raves eran fiestas gigantescas en medio de unas bodegas industriales de ladrillo que antes habían almacenado tanques de gas. Empezamos ahí, en fiestas de hasta 10 mil personas. Conseguíamos un cuarto trasero y llevábamos nuestros equipos. También lo hicimos en camiones.
Lo que sabíamos entonces era definitivamente mucho menor que lo que sabemos hoy, pero la base –la lógica fundamental– sigue siendo la misma: contactas a los usuarios y les ofreces una información específica sobre el producto que están consumiendo. Es una información personalizada sobre una sustancia que le ayuda a tomar una decisión.
Pero también es muy importante porque, en algunos casos, podías enterarte si tenían problemas de consumo de drogas o de otra índole social. Cuando esto sucedía –y aún sucede– pueden venir a nuestro centro y acceder a tratamiento. Fue una manera de abrir la puerta y establecer relaciones con ellos.
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Actualmente hay programas de análisis de sustancias en más de 30 países, incluida Colombia. ‘Échele cabeza cuando se da en la cabeza’, el programa que en nuestro país ha venido impulsando Acción Técnica Social (ATS) –una ONG que trabaja en temas de salud pública para el consumo de drogas– superó este año los 4 mil análisis, situándose como el que más hace evaluaciones en América Latina.
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¿Qué tan fácil fue persuadir al Gobierno de que los dejara hacerlo?
Tuvimos suerte porque el gobierno de la ciudad de Viena en esa época era socialista y estaba muy interesado en probarlo. La gran pregunta era, ¿sería legal hacerlo? Pedimos apoyo al Ministerio de Justicia, que hizo una revisión jurídica y nos respondió que, bajo ciertas condiciones, no veían por qué no podríamos.
Había dos líneas rojas: primero, tendría que ser un proyecto científico porque bajo las convenciones de estupefacientes de Naciones Unidas y las leyes domésticas está permitido tener sustancias controladas por razones científicas. Y segundo: podíamos tocar todo pero no podíamos devolverlo. Esa sigue siendo una regla cardinal hoy: la gente nos entrega su sustancia, pero no puede recibirla de vuelta. Así que diseñamos un sistema en que con un papel podemos raspar la superficie y quedarnos con una pequeña cantidad.
En los primeros dos o tres años encontramos muchísimas muestras de éxtasis adulteradas, desde pastillas de medicina reempaquetadas hasta mezclas de otras sustancias psicoactivas. Eso ya no lo ves: estaba claro que las personas en el negocio sabían bien que nadie tenía maneras de comprobar lo que compraba. La gente tampoco sabía de dosis apropiadas, de modo que encontrabas cantidades muy variables.
En la medida en que la gente tiene más información específica, toma mejores decisiones.
Supongamos que yo les llevaba mi pastilla y usted descubría que estaba adulterada. ¿Qué me dirían?
No, no es así. El sistema que diseñamos –y que, interesantemente, todavía usamos– es como las luces de un semáforo, pero con blanco, amarillo y rojo. Al llegar donde nosotros, la gente tiene que decirnos qué compró o qué cree que compró. O bueno, no es que deban, pero tiene sentido que lo hagan.
Luego puntuamos el resultado del análisis químico. Si la sustancia es pura y se trata de una dosis normal, le ponemos blanco. Anotamos qué era y cuánto. Si encontramos una mezcla que no es usual pero que no es peligrosa (como el speed mezclado con cafeína), le ponemos amarillo. Es una manera de decirle al consumidor ‘No es lo que esperabas’. Y luego tenemos el rojo que significa ‘No la consumas’.
Esos resultados se cuelgan en un muro, donde la gente puede venir y mirarlos. En esa sala están los profesionales psicosociales especializados en temas de drogas, listos para ayudar a quien lo necesite.
Cada muestra está identificada únicamente por un número, porque la identidad de la persona es confidencial. No incluimos más información porque queremos que le sirva al individuo, pero no promover ciertas sustancias ni a las personas que las venden. Hay críticos que han dicho que en el fondo le estamos haciendo un control de calidad a los microtraficantes, cosa que es ridícula porque ninguna información que damos al público general serviría para eso. Solo para tomar mejores decisiones personales.
¿Esa información influye en los comportamientos de los consumidores?
Definitivamente. La base de todo Check It! es que ayudamos a personas jóvenes a hacer un buen análisis del riesgo, que no podrían hacer de otra manera. En la medida en que tienen más información específica, pueden tomar mejores decisiones.
Para la mayoría, el resultado es que no quieran consumir si ven que hay un nivel alto de riesgo. Siempre hay algunas personas a las que no les importa lo que les sale, pero a ellos difícilmente les ibas a cambiar la opinión en primer lugar. La mayoría de la gente sí quiere mantener sus riesgos bajos.
Lo sabemos porque hemos hecho sondeos donde le preguntamos a las personas, “Su muestra está demasiado alta, ¿qué haría?” Casi el 80 % dice que cambiará su comportamiento. Un 60 % tomaría la mitad. Ajustan sus comportamientos en función de la información que reciben.
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Una de las reflexiones que salió de la asamblea especial de Naciones Unidas sobre drogas (UNGASS) en 2016 es que es utópico pensar que habrá un mundo sin drogas. El objetivo de la política global cambió ese año, por primera vez, de buscar un mundo libre de drogas a uno libre de abusos de drogas.
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Eso significa que a mayor información, ¿mejores decisiones?
Esto es cierto con cualquier comportamiento, como el alcohol o el sexo. A los jóvenes adultos les atraen muchas actividades que conllevan riesgos, desde volar en cometa hasta escalar rocas. En ninguno de esos deportes te dicen ‘No te contaremos nada, tendrás que hacerlo solo y caerte’.
En las drogas, ¿por qué tiene que ser al revés? Los políticos te dicen ‘No lo hagas’, pensando que si te lo dicen, no lo harás. Y eso no es cierto. La lógica política –que por fortuna está comenzando a cambiar– es que se trata de un comportamiento ilícito, que no deberías hacerlo y que no te vamos a decir nada.
¿Usted ve que ese paradigma está cambiando?
Sí, está está cambiando. Esta actitud inflexible e irracional se remonta a las leyes y convenciones sobre drogas, pero ese consenso se está desmoronando con casos como el cannabis en países como Estados Unidos. En los estados donde lo legalizaron, como Colorado y Washington, nada cambió significativamente a excepción de que los riesgos bajaron. El problema es que hasta ahora no había evidencia, pero yo veo que sucede lo mismo con el consumo recreativo. Bajan los riesgos.
El problema es que por mucho tiempo hemos visto dos limitantes mayores. Primero, la discusión política: muchas ONG o autoridades locales quisieran hacerlo pero oficialmente no se puede porque los políticos tienen esta idea de que promueve y estimula el consumo de drogas.
Ese es un argumento tonto porque –si no estamos ahí haciendo los análisis (y son más fiestas que nuestra capacidad de hacer presencia)– de todos modos habrá personas allí y tendrán drogas consigo. Y las van a consumir, sin ninguna información.
¿El problema entonces es de cantidades o de comportamientos?
Definitivamente es de comportamiento. Por supuesto que nosotros no le decimos a las personas ‘Eres libre de consumir’. No queremos invitarlas a hacerlo. Está claro que lo más seguro es no consumir drogas o consumirlas lo menos posible. Pero tenemos claridad de que hay una correlación entre tener mejor información y el número de muertes o remisiones al hospital por consumo. Es muy, muy raro en Viena que a alguien le suceda un incidente serio en espacios de fiesta.
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‘Échele cabeza cuando se dé en la cabeza’ –el programa de análisis de sustancias en Colombia– lleva siete años haciendo análisis gratuitos de sustancias en espacios de fiesta como Rock al Parque o Estereo Picnic.
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¿Es importante que los gobiernos y sistemas de salud diferencien entre un consumo y un consumo problemático?
Sí, uno de los problemas es que con las drogas siempre estamos hablando de adicciones, crímenes y mercados, todos ellos comportamientos extremos.
Nunca lo abordamos educativamente como hacemos con las drogas legales como el alcohol: al hablar de cerveza o vino, solemos hablar sobre cuáles son las cantidades que no te hacen daño, cuáles son los límites que no debes sobrepasar y cuáles comportamientos asociados debes evitar, como beber y conducir. Y, por supuesto, en qué edades debe estar limitado por completo.
Además, hay que tener en cuenta otro aspecto: Viena tiene una escena grande de fiestas pero es un tema generacional. Tú no vas a raves toda la vida, sino que cada vez viene una generación nueva y tienes que educarla en el riesgo. Es una tarea pedagógica que no termina.
Entre más programas de reducción del daño, tienes menos problemas ligados a las drogas
¿Cómo crecieron los programas de chequeo de drogas?
Por mucho tiempo, el de Holanda y el nuestro fueron los únicos. Hubo interés en muchos países pero sus gobiernos les dijeron que era ilegal y que no podían manejar sustancias controladas. No estaban dispuestos, como en nuestro caso, a señalar cuáles eran los límites y las condiciones en que se podría hacerlo. Esto es fundamental: debe haber una voluntad política de aceptarlo. Pero está creciendo rápidamente: ya los ves en Bélgica, España, Dinamarca, Colombia…
Un factor fundamental es que la Policía lo acepte: necesitas su tolerancia porque necesitas que no estén en la zona donde haces los análisis. De lo contrario, nadie vendría.
¿Qué consenso hay hoy en Viena sobre el chequeo?
Total. Políticamente el tema no es divisivo, sino que desde los socialistas hasta los conservadores lo valoran públicamente. Los ciudadanos demandan el servicio.
Tenemos lo fundamental, que es presupuesto, equipos, personas con las habilidades científicas, personal psicosocial (que vienen de los otros programas de la ciudad) y una alianza con la universidad médica de la ciudad (donde tenemos los laboratorios). Todo esto nos permite realizar, en una noche de fiesta, entre 100 y 120 análisis.
¿Tiene sentido para una ciudad o un país apostarle a estrategias de salud pública que reducen los riesgos en el consumo de drogas?
Claro, porque tienes menos problemas ligados a las drogas. Por ejemplo, con los servicios de intercambio de jeringas, ayudas a los consumidores de drogas como la heroína a minimizar el riesgo de transmisión de enfermedades como el VIH/Sida o la hepatitis C. Ese conocimiento nos ha permitido trabajar en otras áreas, como educar a los jóvenes a tener comportamientos menos riesgosos con el alcohol.
Lo inverso también es cierto: no hacerlo tiene costos altos. Lo que estamos viendo en Estados Unidos –con la epidemia de muertes por sobredosis de opiáceos– está ligado a ignorar que hay grupos vulnerables que tienen altos niveles de riesgos. En Austria también hay gente que muere de sobredosis, pero jamás en esos números. Son muertes absolutamente evitables.