En todo el país siguen ocurriendo matanzas contra prostitutas, ladrones, consumidores de drogas o cualquier población "marginal".
“¿En razón de qué una práctica tan horripilante como la “limpieza social” goza de tanta aprobación? ¿Cómo explicar que ese ejercicio de exterminio y muerte se disemine en ciudades y veredas mientras el Estado enmudece y una parte de la sociedad aplaude?”. Con esas preguntas arranca el último informe del Centro Nacional de Memoria Histórica, “Limpieza social: una violencia mal llamada”.
El tema empieza, como anuncia título, por dejar de decir “limpieza social”. Quienes la cometen, desde paramilitares hasta vecinos de barrio, creen que están haciendo un bien: deshaciéndose del mugre, de las sobras, de lo indeseable. Pero el informe es tajante en llamar las cosas por su nombre. No hay ninguna limpieza: es exterminio, matanza y aniquilación.
La base de datos del CINEP muestra que, entre 1988 y 2013, mataron a más de 5 mil personas en 356 municipios. La cifra va acompañada de un descargo: el subregistro es inmenso. Aún así, en Bogotá fueron al menos 346. Casi uno de cada tres, dice el informe, cayó en Ciudad Bolívar, la localidad número 19 de las 20 que tiene la capital. Ahí, en ese foco de ausencia del Estado y violencia por mano propia, se centra el trabajo del CNMH.
Hay varios criterios para entender qué es el exterminio social. Ocurre en la calle, normalmente de noche, y sus actores, la víctima y el victimario, no suelen estar asociados al conflicto armado. Este crimen es más urbano: sus motivaciones tienen que ver con temas locales, si se quiere “de barrio”. Los asesinatos responden a un intento de recobrar un supuesto equilibrio social que está en la mente del que perpetra el crimen.
Rogelio, uno de los personajes que aparece en el informe, ha sido victimario de esta clase de exterminios y su relato explica bien las motivaciones más comunes: “En Ciudad Bolívar hay un pequeño problema, los ladrones y el vicio. El vicio tiene vuelta mierda a la gente porque solo viven pa’l jíbaro, ese se llena los bolsillos a costillas de uno. Tenemos mucha inseguridad, aquí no puede salir ni un niño con un billete en la mano porque se lo rapan. Yo soy partícipe de bajarlos porque la Biblia lo dice, árbol que no da fruto hay que cortarlo”.
“Árbol que no da fruto hay que cortarlo”, repite cuatro o cinco veces dentro de una historia que no ocupa más de dos páginas. Dice que los comerciantes los mandan a matar porque es más fácil pagar 300 mil pesos a un sicario que dejar que les roben todas las semanas. Y si no hay justicia, si el Estado hasta allá no llega, Rogelio repite, con otras palabras: “el que no da frutos no merece vivir”.
Esa violencia se dirige, según el CNMH, contra personas de “identidad conflictiva”. Pueden ser prostitutas, consumidores de drogas, jíbaros, ladrones, personas transgénero, habitantes de la calle, pandilleros, jóvenes que no estudian, violadores o enfermos mentales. Lo que se le ocurra a quien juzga. Esas poblaciones, apunta el informe, reúnen las características de “lo indeseable”. Un concepto que no está de más aclarar que es subjetivo.
Otro rasgo que afina la categoría “limpieza social” es la calle. Aunque a veces los asesinos irrumpen a mansalva en las casas, la tendencia es que las muertes ocurran en el espacio público. La razón, explica el informe, es que “su interés es el restablecimiento del orden quebrado en el espacio público donde se desarrolla la vida de quienes allí habitan”. Casi todas las matanzas ocurren en barrios marginales y 3 de cada 4 tienen lugar en ciudades de más de 100 mil habitantes.
Ciudad Bolívar: la triste insignia del exterminio social
A la una de la mañana del 25 de julio de hace 24 años, mientras buscaban dónde rematar alguna fiesta, un grupo de jóvenes fue abordado por no se sabe cuántos asesinos. A sangre fría, sin razón aparente, los llenaron de tiros en la calle. Los mataron a casi todos en el instante, pero la masacre no paró ahí: también asesinaron a la abuela de una de las víctimas, que salió a pedir auxilio, y a una familia que iba a la tienda a comprar cigarrillos. En el camino hirieron a otros cuantos.
Ocurrió en el barrio Juan Pablo II, en Ciudad Bolívar. La masacre, cuenta el informe, ingresó a la memoria colectiva. Un año después formó parte de las consignas que movilizaron el paro cívico de 1993, quizás el más grande de la localidad. Construyeron también una escultura en un parque del barrio. Incluso se han producido piezas audiovisuales que los relatan.
El Centro de Memoria reconstruyó ese caso porque es emblemático y encaja en el perfil de muchos de los exterminios que siguieron ocurriendo. “La masacre de julio de 1992 pone en escena los engranajes que mueven la máquina del aniquilamiento: víctimas jóvenes, participación de la comunidad en la victimización, personas armadas y encubiertas, asesinato sin piedad, el conflicto latente de la convivencia. Es, en suma, la radiografía de una práctica que ha recorrido y sigue recorriendo las calles de la localidad”.
La matanza social en Ciudad Bolívar arrancó desde la creación de la localidad, en 1983. El CNMH, desde entonces, ha registrado un cambio en los victimarios. A finales de los ochenta y principios de los noventa, empezaron a formarse bandas entre los mismos vecinos del barrio. Luego, después de la masacre de Juan Pablo II, las relevaron bandas organizadas que contrataban, como La Banda de Gary o Los Conejos. Más adelante, entre el 2000 y el 2006, entraron grupos paramilitares de los bloques Capital y Casanare.
De 2006 para acá, dice el informe, han resurgido las bandas pequeñas que precedieron a los paramilitares. Explican que el vacío que quedó tras la desmovilización de ese actor armado lo empezaron a suplir las antiguas bandas, que disputaron a sangre y fuego el control de las rentas criminales. Entre las nuevas bandas destacan a Los Calvos, que aparecieron en 2006. A partir de ese año las cifras de limpieza social se dispararon.
Cuenta el informe que “al principio Los Calvos solo atacaron a los violadores, pero con el paso del tiempo ampliaron sus blancos para incluir delincuentes, consumidores y expendedores de droga”. Esos blancos eran difusos. Uno de los casos emblemáticos de la época fue el de un profesor que, tras denunciar un panfleto que llegó a su institución amenazando a varios estudiantes, fue asesinado por el hijo de uno de los jefes de las bandas identificadas en la zona. La muerte motivó una marcha de más de 10 mil personas y un concierto de “100 horas por la vida y el desarme”.
En los años que siguieron, y hasta ahora, no han parado los asesinatos. Las causas con las que se excusan los victimarios siguen siendo las mismas. Las víctimas siguen siendo las personas con alguna condición marginal, así esa condición sea delictiva o no. A los más de cien casos registrados con nombre y apellido en el informe, se le suman todos los que no se denunciaron por miedo, los que no lograron ser encasillados dentro de los criterios de exterminio social y los que se perdieron en la memoria de la comunidad.
Aunque posiblemente Ciudad Bolívar ha sido el caso insignia para hablar de matanza social en Colombia, el informe deja claro que la tendencia al alza no es exclusiva de allá. En Bogotá, por ejemplo, a pesar de haber reducido significativamente la tasa de homicidios, “las ejecutorias de aniquilamientos no desaparecen de la barriada popular”. Tampoco lo hacen en el país, donde, como afirma entre líneas el CNMH, hay una suerte de legitimación por parte de la sociedad y el Estado. La primera por aprobar en silencio y el segundo por no tomar medidas.