“Sus padres a veces han querido ocultar esas disputas y sus raíces, como ocurre con la guerra en nuestro país", dijo un profesor.
Visité el colegio La Giralda IED, en el Barrio Las Cruces, en el suroriente de Bogotá, para escuchar un conversatorio sobre “Memoria, Mujer y Conflicto”. Un gran cantidad de casas pequeñas y coloridas delineaban las calles solitarias en la madrugada. El recorrido fue bastante zigzagueante, hasta que al final fue solo cuestión de seguir subiendo. El colegio fue muy fácil de identificar: está protegido por unas rejillas que bordean todos sus costados, con amplias zonas verdes que resaltan el tono gris de los muros y, gracias a que queda en medio de una calle inclinada, es posible ver la inmensa extensión de ladrillo que cubre Bogotá. Al entrar se ven dos grandes edificaciones: en uno están la biblioteca y la administración, y el otro es el teatro, donde usualmente hacen diferentes actividades, como clases y presentaciones de baile.
La bienvenida fue bastante acogedora, unas 10 niñas vestidas de negro con una distintiva pañoleta amarilla nos guiaban al teatro orgullosas del evento que ellas mismas habían organizado. El conversatorio es una iniciativa que nace de su trabajo como integrantes miembros del grupo giraldista “Jaguares”.
Cuatro invitados fueron quienes protagonizaron el evento, se trataba de Luis Martello, representante y pedagogo de las comunidades afro; Gloria Gaitán, socióloga y filósofa; Jesús Harvey Hernández, un evangelista que creció en el barrio Belén, cerca de Las Cruces y Siú, una mujer indígena de la comunidad muisca de Bogotá. Éramos en total 250 personas, de las cuales la mayoría eran menores de edad, entre 8 y 16 años. Luego de una muy breve presentación nos dividimos en cuatro grupos diferentes y por cuestiones de tiempo tuvimos treinta minutos para hablar con cada uno de los invitados. Los dos hombres dirigieron las charlas en el teatro y las mujeres en la biblioteca.
En mi grupo empezamos con Luis Martello, descendiente afro y gran conocedor de la historia de esas comunidades. Con él se abrieron las puertas para escuchar sobre un pasado colonial, donde las raíces de la esclavitud afloran encadenadas a una guerra de jerarquías y privilegios. He aquí nuestra memoria con todo su poder simbólico y social: un objeto de conflicto que no acepta la diferencia y que va, más bien, en defensa de verdades institucionalizadas. Sobre esta idea aclaró que tanto al gobierno como a la academia viven en una posición muy cómoda a la hora de trabajar con víctimas y comunidades; pues las organizaciones “llegan a alterar la historia, creyendo ser traductores de las palabras y la memoria colectiva, utilizando a la gente no como sujetos, sino como objetos de estudios. “¿Cuántas tesis hay en las universidades sobre víctimas, sobre afro o memoria histórica? No sirven para nada”, continuó diciendo.
Su propuesta consiste en realizar ejercicios donde la gente se haga protagonista de su propia historia, donde las “autoridades” gubernamentales y profesionales pasen a un segundo plano. Es decir, llegar a esos territorios para hacer algo que realmente le sirva a la gente, pensar a partir de la necesidad de los otros, algo que pueda ser útil, como por ejemplo gestionar emprendimientos sociales desde cualquier ámbito. Llegar a decir “vamos a construir un proyecto social, a trabajar en el desarrollo de herramientas para la comunicación o utilizar una investigación que se esté haciendo que les pueda ser útil” y a partir de ahí ofrecerse y decir: “esto es lo que tengo para ofrecer, ¿cómo les puede servir? ¿cómo podemos beneficiarnos conjuntamente de esto?”. En pocas palabras, un diálogo horizontal.
¿Qué se debe hacer? Martello fue muy claro: hacer cosas con la gente, no a partir de ella. Y en ese sentido, la mujer afro se convierte en una figura clave, una figura merecedora de enaltecer. Martello nos explicó cómo las trenzas que cubrían el pelo de las mujeres fueron herramientas de escape, mapas con los cuales dibujaban vías para saber llegar a un lugar seguro. Los niños miraban asombrados. Y continúo explicando que para las comunidades afro lo femenino hace parte de la memoria y el conflicto, pues contribuyó con la posibilidad de guiar los caminos hacia la libertad cultural, social y económica de sus comunidades esclavizadas.
Violencia íntima, violencia social
Enseguida, mi grupo se reunió con Jesús Harvey Hernández, miembro de la organización “Teusaquillo Territorio de Paz”, una comunidad de fe que vincula distintos colectivos religiosos interesados en la construcción de paz. Parte de su trabajo se enfoca en hacer un minucioso seguimiento a la implementación de los Acuerdos de Paz. Con voz baja y pausada, contaba que eso les ha permitido ir a las zonas donde el proyecto ha sido más fuerte, donde han podido compartir experiencias tanto con exguerrilleros como con las familias que han vivido la violencia en esos territorios. Se trata de una interesante intervención que reconoce la delgada línea que junta la esfera pública de la privada, dos espacios y patrones, dos violencias que se asumen diferentes. Pensemos en lo que está pasando actualmente en el país: mientras unos antiguos comandantes de las Farc se rearman, aquí hay otros, en los colegios, como Jesús, que están hablando sobre cómo construir paz.
Para empezar a responder la pregunta que le correspondió “¿La guerra afecta a los niños?”, hizo un breve consenso entre nosotros para saber cuántos niños vivían con sus padres y cuántos de ellos habían presenciado conflictos en sus casas. No hubo quien dejara de alzar la mano y tampoco faltó una que otra expresión de desilusión; en efecto todos lo habían experimentado. La violencia intrafamiliar es una realidad, hace parte de lo cotidiano. De una manera u otra, en el entorno estaba el conflicto y eso mismo resaltaba Hernández con sus palabras: “Sus padres a veces han querido ocultar esas disputas y sus raíces, como ocurre con la guerra en nuestro país”.
Los que hemos vivido siempre en las ciudades nunca nos hemos enterado de la crudeza de lo que es vivir en una guerra con armas, dijo, “y mucho menos hemos sido conscientes de las situaciones que viven los niños hoy en día: niños huérfanos de 10 a 12 años, reclutados por la guerrilla y que ya han matado a personas indefensas”.
Dicho esto, la primera parte del conversatorio se acabó, dando tiempo para refrescar la mente con las onces del recreo. Después de unos 20 minutos, las pequeñas a cargo nos indicaron el camino hacia la biblioteca. Siú y Gloria Gaitán estaban listas para comenzar.
Memorias de la chicha y el tejido
Del silencio empezó a sonar la voz de Siú, quien con una vestimenta típica de su pueblo y una sonrisa en la cara nos dio la bienvenida. Empezó hablando de las mujeres sacerdotisas que en la comunidad muisca representan a las “mujeres conscientes del papel espiritual que tenían en el mundo, conscientes de toda la cantidad de cosas energéticas que tenían en sus cuerpos y que las hacía líderes, madres e hijas”. Este relato aún le recuerdan los matices de las culturas indígenas: pensamientos que armonizan el cuerpo y el espíritu, entendiéndose como dos instrumentos donde guardan su historia, su lengua y su memoria. En otras palabras, la figura de la mujer es un medio que permite que conserven su identidad cultural.
La pregunta sobre cuál es el papel de la mujer indígena llevó a cuestionar en primer lugar lo indígena, pues desde ahí, afirmaba, es que se empieza a causar conflicto: determinar quién es y no es indígena tiene que ver con marcas culturales. Siú viene de un grupo de profesores que se identifican desde sus costumbres en un espacio que llaman “pedagogías ancestrales”, un lugar donde parten del saber de sus ancestros para explicar la tradición, para tejer la historia y hacer chicha —representación simbólica de la memoria, pues es el alimento que vincula el sentido espiritual y colectivo de la comunidad— junto a las abuelas y las madres. “Eso que nos hace lo que somos, precisamente es lo que nos da esa sabiduría ancestral: sabiduría femenina. Entender por qué la mujer es tan importante en la construcción de sociedad y familia”.
El tiempo pasó y lamentablemente no pudimos escuchar a Gloria Gaitán. Pasamos todos de nuevo al teatro para escuchar e interactuar por última vez con los cuatro invitados. ¡Y vaya momento en el que ejercieron su responsabilidad como portavoces! Siú se paró primero, cogió el micrófono, dio las gracias y retomó su asiento; Jesús Hernández se levantó y nos recordó que goza de una pequeña estatura, tomó el micrófono y dijo: “hoy un grupo me enseñó que hay que perdonar, hay que aprender a perdonar para que seamos cada vez mejores, quiero dejarlos con esta reflexión”; luego pasó Gloria Gaitán y afirmó exaltada: “no hay que perdonar, hay que hacer justicia, los invito a hacer una carta dirigida a la alcaldía, a todas las instituciones del gobierno para que se haga justicia”; el profesor Elkin Rubiano, con paso lento y una expresión muy tranquila, recibió el micrófono y aseguró: “hay que hacer justicia, pero para hacer justicia debemos perdonar”. Volteé a mirar a mi alrededor para encontrar en alguien la misma perplejidad que sentí. En Colombia, como quedó escrito en el Acuerdo de Paz, necesitamos una justicia que tenga como base el perdón, la reconciliación.