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Colaborador ¡Pacifista! - marzo 24, 2017

OPINIÓN | El columnista, en esta y en otras tres entregas, hará una mirada al consumo de coca y cocaína

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Por Daniel Pacheco*

Este artículo forma parte de nuestro Proyecto Coca.

Le di muchas vueltas a esta invitación de ¡Pacifista! para hacer una mirada al tema del consumo de coca y cocaína, y lo que significa para Colombia. Lo haré en cuatro entregas.

Parte del problema es que no hace mucho había hecho algo similar en este mismo espacio. Ese artículo fue un acto de exhibicionismo político, una salida del closet del perico con un título escandaloso para alimentar un debate sobre cómo pensar en el futuro de la regulación de la cocaína. Se los recomiendo porque cuando lo vuelvo a leer me da cosa, lo que me hace pensar que tiene algo de carne. Además desde entonces tengo nuevo trabajo, y con él un ligero decaimiento de ese arrojo.

Pero bueno, tampoco me volví un ejecutivo de corbata ni me hacen pruebas de drogas. Lo que no quiero es ser repetitivo. Del exhibicionismo a la payasada hay un línea delgada, fácil de cruzar y difícil de descruzar. Entonces viene la segunda parte del problema, y al mismo tiempo el lado más interesante de esta invitación. Es amplia, en un buen sentido, y para empezar siento la necesidad de trazar un plan ambicioso para hacerle honor a esta serie sobre consumo de coca en Colombia.


PARTE 1: The Colombian Connection

El plan es exponer y escudriñar la hipótesis de que en Colombia hay una relación especial y extraña entre el territorio colombiano y quienes lo ocupamos, y el consumo de la coca y sus derivados. Esta hipótesis es el resultado de un pálpito más que de una certeza. El pálpito de que la coca no es esa plaga fácil de caricaturizar, ni la hoja sagrada fácil de endiosar. La cocaína no es ese veneno que se le impone a la juventud desde otras culturas y latitudes. De que el basuco es el papá del crack, y no al contrario.

Y sobre todo, que no nos podemos reducir a ser ese país víctima de una política foránea de guerra contra las drogas, y no nos podemos reducir a ser los mártires de la malvada mata que mata. En 1979, en un editorial del expresidente Alberto Lleras Camargo en respuesta a la portada de la revista Time, de ese entonces, que puso a Colombia en el mapa del mundo por primera vez como un país exportador de drogas, reclamaba ya el viejo Lleras que “La coca, que solía masticar una minoría indígena en nuestras montañas aisladas, se convirtió en un artículo de lujo gracias a la política del Gobierno norteamericano. Poco tuvimos que ver con ella, ni en sus orígenes, ni en sus fatales resultados. Pero ahora somos “The Colombian Connection”.”


Tal vez el viejo tenía razón. Sobre todo porque desde ese entonces, desde el 79, Lleras Camargo se olió que Colombia, luego de ser notoria internacionalmente por la violencia que dejó algo así como 300 mil muertos, sería notoria después por “la guerra y la droga [que] teñirán la reputación de nuestros compatriotas en ese tiempo futuro.”

Pero tal vez no tenía razón. Por eso vuelvo a mi hipótesis de que hay una relación más fuerte que la guerra traída de afuera y la narcotización del norte. La hipótesis no es una hipótesis académica. Yo no soy académico. Por eso al plantearla no busco realmente probarla, sino más bien acariciarla Esta hipótesis es más bien una vía para provocar nuevas ideas, algunas críticas de preconceptos muy extendidos acerca del consumo de la coca y el país.

La coincidencia del poporo

Por ejemplo este dato que puede ser solo una coincidencia, pero una coincidencia perturbadora, bonita, y sugestiva. Me imagino que saben cuál es el poporo quimbaya. Tal vez no por la moneda enorme de 20 pesos que nosotros los milenios viejos todavía recordamos. Pero lo habrán visto en fotos o en el Museo del Oro: Esa pieza de 777,7 gramos de oro y cobre encontrada en Antioquia es el artefacto prehistórico para meter coca más bonito y valioso del mundo. Más que la cucharita de perico de David Bowie que se exhibe con sus disfraces de Ziggy Stardust.

Ese poporo es además uno de muchos que se han encontrado casi exclusivamente en Colombia, y que aún se usan en culturas de la Sierra Nevada. Se han encontrado unas pocas piezas similares fuera de Colombia, en la parte norte de Ecuador, pero su ocurrencia es casi exclusivamente nuestra. Los Incas, por ejemplo, solo mascaban la hoja. Nuestros indígenas, en especial los Quimbayas, Tayronas y Muiscas, que no tuvieron ningún ímpetu imperial ni monumental, sí idearon y usaron sistemáticamente estos artefactos para moler conchas marinas y formar un polvo de cal para untar las hojas de coca y sacarles más alcaloide. Es lo que hoy, también en Antioquia, hacen campesinos cocaleros al esparcir cemento sobre las hojas para procesar la pasta base.

Y es lo que hoy, con especial ímpetu, consumen los Antioqueños en forma de cocaína. Según el último Estudio Nacional de Consumo de Sustancias Psicoactivas, la tasa promedio de uso de esta droga en 2016 en Colombia fue del 0,7 por ciento en la población mayor de 12 años, es decir, sólo 7 de cada mil colombianos usaron cocaína en el último año. En Antioquia, en cambio, el consumo fue de 1.6 por ciento, lo que significa que 16 de cada 1000 paisas metieron perico, más de 100 por ciento por encima del promedio nacional, y casi a la par que los voraces estadounidenses (1.7 por ciento en 2014).

Esta última conexión, entre el poporo Quimbaya y la tasa mucho más alta de consumo de perico en Antioquia y Medellín es un poco forzada. No quiero decir que los paisas devoren perico en comparación con los Caucanos (0.0 por ciento) porque son descendientes del cacique Quimbaya que molía conchas de mar para darle un kick a la bola de hoja de coca que mascaba antes de la llegada de Cristobal Colón. Pero tal vez sí quiero sugerirlo. Al menos como una vía para preguntarnos por qué los consumos son tan dispares entre departamentos en el país, y maravillarnos por nuestra particularidad precolombina para sacarle más jugo a la hoja de coca.

La trinidad del poder: coca, cocaína y basuco

Esa relación entre los Quimbayas de antes y los periqueros de hoy es importante en otro sentido porque ayuda a derribar una frontera, creo yo artificial, que se alza entre la hoja, la cocaína y el basuco, entre el mambeo, el perico y el susto.

Una separación injusta que rompe la unidad terrible y deliciosa que las amarra, y existe originalmente solo en esa mata nativa de América del sur, propia de nuestra tierra, que Jean Baptiste Lamark, el gran biólogo francés, nombró en el Siglo XVIII como Erythroxylum coca.

La coca es la droga que lo droga a uno con uno mismo. Esa es su magia peligrosa, su promesa de poder. La que genera esa célebre activación mental que causa la hoja de coca mascada, el basuco fumado y el perico inhalado o inyectado. Es una misma reacción química con magnitudes distintas, culturas diferentes, pero con el mismo origen de búsqueda de poder.

El yo con yo funciona así: entra la coca al cerebro, tapa los receptores que le dicen al mango que deje de producir neurotransmisores, y se incrementa la producción de esas tres sustancias que aceitan las ideas, enaltecen el ego, y codifican químicamente la sensación de ser un reputas: serotonina, dopamina, y norepinefrina. La coca entonces confunde al cerebro para que siga produciendo más de ese delicioso coctel de lucidez esquiva que nuestro sistema nervioso regula tacañamente y con moderación.

No se engañen entonces. La coca no abre las puertas de la percepción al estilo de William Blake y Aldous Huxley. No aspira a lo sublime. No nos da atisbos del infinito. Para eso están los ácidos, la religión, la literatura, el arte. Al contrario, nos confina y encanta dentro de nosotros mismos. Aleister Crowley, el padre de la contracultura, comedor de excrementos y tejidos humanos, nacido a finales del siglo XIX, fundador de sectas, escalador de montañas, viajero, y devoto a todos los excesos psicoactivos imaginables, define el efecto de la cocaína con precisión envidiable: “La felicidad yace dentro de uno mismo, y la forma de sacarla es con cocaína”

Sin embargo, la coca en sus varios consumos, como la vemos en Colombia, se ha fragmentado de manera tal que ha dejado de ser una, de ser esa misma búsqueda de poder en montañas, clubes y callejones. Entonces unirla en las entregas que vienen, escudriñando narices, porporos y pipas, será un experimento para reconciliar un pasado lejano que añoramos con nostalgia, y con el presente que se nos mete por las narices y nos avergüenza.

* Daniel Pacheco es periodista, columista de El Espectador y director del programa Zona Franca.

** Este es un espacio de opinión. No compromete la posición de ¡Pacifista!