Cinco ejemplos de que la paz empieza por pequeñas acciones | ¡PACIFISTA!
Cinco ejemplos de que la paz empieza por pequeñas acciones
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Cinco ejemplos de que la paz empieza por pequeñas acciones

Staff ¡Pacifista! - junio 15, 2016

Las iniciativas de paz que le apuestan a cambiar el panorama de sus comunidades.

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Cinco proyectos que quieren dar un empujón a la paz se juntaron en un salón del Gimnasio Moderno, en el norte de Bogotá. El evento que los reunió fue un foro convocado por la Federación Nacional de Personerías (Fenalper) y la Fundación Buen Gobierno, con el propósito de dar visibilidad a las personas que desde la sociedad civil se las ingenian para mejorar los contextos en los que viven.

Todos habían sido premiados por RecOn, una iniciativa de Fenalper que en los últimos dos años identificó más de 800 propuestas de paz y recompensó a las mejores con un capital semilla para empezar a desarrollarlas. Los protagonistas del foro fueron Natalia, Karen, Fernando, Ginna y Los Herederos, que llegaron hasta ese lugar a punta de luchar para cambiar sus comunidades. Poco a poco lo van logrando y se convierten en ejemplo para quienes, junto a ellos, serán fichas clave del éxito del posconflicto.

Detrás de las cinco iniciativas hay experiencias personales que los motivaron a cambiar para que los que vienen atrás no tengan que pasar por lo mismo que ellos. Estos son sus perfiles.

Fotos: Santiago Mesa

Karen Grisales

Hace nueve años, Karen empezó a hacer trabajo comunitario a través de un programa de la Diócesis de Cali llamado “Niños y niñas sembradores de paz”. Ahí se dio cuenta de que el enfoque rural del programa rayaba con el entorno urbano caleño, así que decidió promover, en la misma línea, una iniciativa llamada “Sembradores a la calle”. Sobre esa base, en 2012 nació “La calle es nuestra”, una propuesta absolutamente urbana que quiere recuperar el espacio de la calle para las comunidades.

Karen vive en el distrito de Aguablanca, un importante sector de Cali que está conformado por tres comunas y que ha ganado renombre por sus problemas de violencia. “El distrito de Aguablanca no fue pensado —explica— sino que es producto de invasiones. Allá no planearon hacer un parque y carece de ese tipo de espacios”.

Cada sábado, desde hace tres años, el grupo de nueve jóvenes que lidera visitan los barrios y cierran calles para improvisar una biblioteca o proponer juegos. Descubrieron que nada le imprimía más seguridad y propiedad a una calle que niños jugando en ella. Ahora convocan 200 niños por semana. “Cada calle que intervenimos —concluye Karen— se la estamos quitando a los violentos”.

Fernando Avendaño

Fernando sabe de primera mano lo difícil que fue vivir en Medellín durante los ochenta. La violencia producto del narcotráfico tenía del cuello a la gente. “Todo ese horror se robaba la vida de los jóvenes de las comunas —recuerda— y muchos de los que sobrevivimos nos pusimos a pensar cómo los niños que hoy crecen pueden evitar pasar por eso”.

En 2006, Fernando se reunió con otras personas que habían trabajado en medios comunitarios y decidieron emprender un proyecto llamado “Escuela Audiovisual Full Producciones”. Se trata, en palabras de su creador, de un modelo pedagógico que genera reflexiones en niños y jóvenes para que, a partir de la construcción de relatos audiovisuales sobre su cotidianidad, interpreten, prevengan y transformen las violencias de su territorio.

La idea de lo audiovisual, explica Fernando, surgió además porque tenían que buscar algo tan potente y atractivo “que compitiera con las trampas que les salen a los jóvenes: el vicio, las motos, las armas”. A través de la Escuela, lleva casi una década transmitiendo una premisa clara: “es necesario cambiar el chip de las nuevas generaciones para demostrarles que sí se puede vivir en paz”.

Ginna Jiménez

Ginna tiene apenas 18 años. Vive con su mamá y su hermano en Tota, Boyacá, en una finca donde trabajan la tierra. Cultivan papa, cebolla y maíz. Dice que ha tenido que sufrir todos los problemas del campo, “hemos visto a mi mami tener problemas por sus deudas y convivido con una comunidad que también ha sido afectada por temas económicos”.

A raíz de los problemas de plata, su familia convocó a otros productores agrícolas para que vendieran sus productos directamente al consumidor final y así no perder tiempo y dinero en intermediarios. Con apoyo estatal, nació la idea de una plataforma para los campesinos, “como un Mercado Libre, pero del campo”, explica Ginna.

De su comunidad ya se han integrado 20 productores, pero la idea ha empezado a llegar a otras esquinas del país y ya cuenta con alrededor de 200 registros. Ginna representa a su familia en los eventos que la convocan y trata de propagar el mensaje de que una de las formas de apoyar al campesinado es comprándole directamente lo que cultiva.

Los Herederos

Gilberto, Alexander y Jaír son de Suárez, en el norte del Cauca. Llevan doce años reunidos pensando cómo volver realidad iniciativas comunitarias en un pueblo declarado como “zona roja”, debido a la alta presencia de grupos armados ilegales, y con precario apoyo estatal.

Su nombre, Los Herederos, lo escogieron porque desde que se juntaron empezaron a trabajar para recuperar las tradiciones culturales y artísticas de los afrodescendientes de su región. Y, por medio de la música, de la danza y del teatro, han atacado con fuerza problemas como el de la explotación laboral infantil. En Suárez se mueve con fuerza la industria del oro, legal e ilegal, y muchos jóvenes, incluso niños de diez u once años, terminan seducidos por esa opción, ante la falta de otras. Gilberto, Alexander y Jaír no fueron la excepción: de pequeños también pasaron por ahí y están convencidos de que hay que evitar a toda costa que eso siga pasando.

Viendo todo el trabajo que había por hacer, los tres crearon la Fundación Arte y Cultura, desde donde también le apuntan al deporte como forma de involucrar a los niños en procesos comunitarios más complejos. Su idea, en suma, es hacer todo lo posible para que los jóvenes no tengan necesidad de pensar en todos los peligros que puede haber en su zona: desde el reclutamiento por parte de grupos armados hasta la deserción escolar.

Natalia Espitia

Natalia es publicista. Ha hecho trabajo comunitario en Colombia y en otros países. Siempre quiso hacer un proyecto para ayudar a personas como aquellas con las que camellaba en esos espacios. “Pero uno nunca sabe muy bien por dónde arrancar un proyecto que sirva”, cuenta, “hasta que me puse a revisar las cosas que me habían pasado a mí a ver si por ahí encontraba algo”. Rebuscando entre su pasado, Natalia entendió, descubrió y reconoció que años atrás había sido víctima de violencia sexual y nunca había podido hablarlo.

Sumado a la conciencia sobre ese episodio de su vida, aprendió a montar bicicleta hace apenas unos meses. Siente que le cambió la vida. “Empecé a creer en mí, a ver que podía hacer cosas. Entendí que la bici había sido un arma para sanar mi alma. Recordé que mi papá siempre me advertía que algo malo me iba a pasar, que no saliera en bici a la calle, que había muchos peligros. La bici me empezó a empoderar para enfrentar esos peligros”. Natalia se dio cuenta de que la calle es un espacio de miedo pero vio en la bicicleta una herramienta para hacer contrapeso.

Esa reflexión la llevó a pensar en Soacha, donde había hecho trabajo comunitario, y se le ocurrió llevarles bicicletas a las niñas. Natalia cree que eso las empodera y las hace sentir más seguras de sí mismas, ayudando a prevenir episodios de violencia de género. Las actividades en bicicleta se complementan con talleres donde les enseñan sobre educación sexual, sobre sus cuerpos, sobre sus relaciones con hombres y mujeres. “Tratamos de darles a las niñas las herramientas para que puedan convertirse en agentes de cambio”, explica.