El único geólogo forense colombiano está dispuesto a buscar a las más de 20.000 víctimas de desaparición forzada que se registran en el país.
Por: Juan Pablo Gallón Salazar
“Desde 1996 tengo cinco familiares desaparecidos”, me dice Jacqueline Orrego, una mujer de 46 años, de Frontino, Antioquia, hija, hermana, prima y amiga de cinco personas asesinadas por órdenes de Carlos Castaño y ejecutadas por alias Memín, del Bloque Noroccidental de las AUC. Familiares enterrados sin nombre y sin oraciones bajo una tierra que Orrego solo quisiera olvidar.
“Hemos encontrado tres cuerpos: el de mi mamá (Mercedes Toro), el de mi padrastro (Juan Carlos Ortiz) y el de mi hermana (Claudia Orrego)”, afirma Jacqueline, quien halló en agosto de 2007, en la finca del padre del actual alcalde de Medellín, Aníbal Gaviria, los restos sin vida de tres de sus familiares. Faltan, sin embargo, por localizar los de Franklin Aurelio, su primo, y Guillermo Cuartas, un amigo suyo.
“Vos siempre tenés zozobra, siempre tenés la esperanza de que van a aparecer, aunque te digan que están muertos. Cada vez que suena el timbre tenés la ilusión de que sean ellos. Siempre estás en agonía pensando dónde estarán o si se van a quedar perdidos. Cuando uno los encuentra descansa. Incluso si encontrás el cuerpo y lo enterrás, ahí no termina el dolor, no termina la historia. Porque en un país como este, no solo te matan a los tuyos, sino que tienes a la justicia en tu contra”, asegura Jacqueline, cuyos familiares habían sido acusados por los mismos paramilitares de ser guerrilleros, siendo inocentes.
La historia de Jacqueline y sus familiares hace parte de una estadística dramática en el país. Según el Registro Nacional de Desaparecidos (RNP), un sistema que recopila desde comienzos de siglo XX información de varias instituciones como la Fiscalía, Medicina Legal y la Defensoría del Pueblo, el número de desaparecidos en el país a 2013 era de 85.000 personas. Gustavo Duque, fiscal especializado de la Dirección Nacional de Justicia Transicional, estima que esta cifra puede estar hoy cercana a las 96.000 personas.
Hacen parte de dicho número las llamadas desapariciones voluntarias, entre las que se pueden encontrar casos como los de niños que abandonan la casa de padres maltratadores, la de jóvenes que se escapan a vivir con sus parejas, personas en estado de indigencia o la de individuos bajo los efectos de la escopolamina. También hacen parte de este número las desapariciones forzadas, definidas como las privaciones de la libertad mediante cualquier forma, seguida de un ocultamiento de dicha privación. Segúnla base de datos del Sirdec, a marzo de 2014 había más de 20.000 víctimas de desaparición forzada registradas en el país.
Buscarlos. Buscarlos a todos.
Esa ha sido la misión que se ha impuesto Carlos Martín Molina Gallego, un bogotano de 48 años, quien es el único geólogo forense del país.
La geología forense es el estudio, la investigación y la ubicación de cuerpos u objetos enterrados en el subsuelo usando métodos geofísicos —susceptibilidad magnética, conductividad, resistividad— para ayudar a resolver casos legales y forenses. Haciendo uso de los conocimientos de esta ciencia, y como una suerte de Sherlock Holmes criollo que ha cambiado la pipa por un sombrero vueltiao, el opio por las galletas de ajonjolí y al señor Watson por su mamá y su esposa, que son las dos personas que lo han acompañado incondicionalmente en su investigación, Molina se ha dedicado a buscar a aquellos a los que la violencia y la tierra y el tiempo se han encargado de poner en silencio. Lo hace porque esta investigación se ha vuelto su vida y porque, simplemente, en Colombia, alguien tenía que hacerlo.
La investigación que propuso en 2006 y que se convirtió en realidad en 2012 en el marco de un doctorado en geociencias en la Universidad Nacional tiene como objetivo “generar una metodología para la búsqueda de fosas a partir de la interpretación de datos tomados con métodos geofísicos de alta resolución, a poca profundidad”.
Una metodología y unas herramientas tecnológicas de búsqueda con las cuales Molina podría haberse dedicado a buscar oro o petróleo y hacer un buen dinero. En cambio, se dedicó a buscar cuerpos. Algunos dirán que, al fin y al cabo, esta actividad puede llegar a salir igual de rentable en el país de la Ley de Justicia y Paz y las negociaciones con las FARC. Sin embargo, como dice Molina, “infortunadamente en el país no hay visión para invertir en esto”.
Por eso sus procedimientos se mantienen aún en el terreno de lo académico y no han dado el salto hacia lo práctico. Una falta de visión que ha hecho que buscar cuerpos, en un país donde solamente el año pasado 4.539 personas desaparecieron, 99% de ellas objeto de desaparición forzada, sea una labor altruista e implique un cierto voto de pobreza.
Entonces ¿Por qué hacerlo?
“El eje de esta investigación son las víctimas y está enfocada en las personas que tienen familiares desaparecidos cuya búsqueda ha sido un calvario. Poder ayudar a esclarecer estos casos tiene además una gran trascendencia en términos judiciales, ya que podría ayudar a descongestionar los juzgados y a reducir la impunidad”, advierte este investigador que además lleva trabajando como perito en Medicina Legal durante varios años y como forense durante diecinueve años.
Inferir de los silencios, hilar historias que se rompieron, indagar para conocer la verdad, para olvidar o, mejor, para perdonar, ese es el negocio de este cazador de fosas, de este defensor del derecho a saber. “Declarar un lugar como ‘campo santo’, como alguna vez lo enunció Pacho Santos, a un lugar al que entraron muchas personas y del cual nunca salieron, es solo una forma más de impunidad. Porque impunidad es también no buscar las evidencias, ni tratarlas como debe ser. Si se sabe que están ahí, que nunca salieron, pues hay que ir a buscarlos”, advierte Molina.
Su inquietud por generar una metodología y explorar las técnicas y tecnologías del oficio de la geología forense surgió en 2000, cuando visitó varias regiones de Colombia buscando desaparecidos con unidades de distintos organismos judiciales y de derechos humanos.
Expediciones a departamentos como el Cesar y a municipios como Mapiripán, en los que, tras la recolección de testimonios de informantes, se hacían misiones para encontrar cuerpos. Despliegues logísticos en los que la única herramienta de Molina era una sonda metálica que se insertaba en la tierra para explorar qué tan blando estaba el terreno, lo cual podría ser tratado como un indicio. “La sonda puede ser efectiva cuando el muerto es una persona recientemente desaparecida, pero es ineficaz con un cuerpo que lleve enterrado cinco, diez o veinte años”, asegura Molina. El geólogo regresaba siempre de estas misiones sin ningún resultado positivo.
En un área controlada de 200 metros cuadrados, en Mosquera, Cundinamarca, Molina creó desde junio de 2013 un laboratorio forense que le permitiera tener resultados a escala que puedan ser, posteriormente, aplicados en casos reales. En dicho encerramiento simuló las condiciones de ocho posibles fosas comunes. En dos de ellas enterró dos marranos, animales cuyos cuerpos pueden descomponerse de manera similar al de un humano; las siguientes dos las dejó vacías, en la tercera dupla enterró dos esqueletos completos de humanos y en las últimas dos solo huesos largos e incinerados, simulando decapitaciones y la quema de los cadáveres, circunstancias similares en las que se han encontrado fosas comunes en el país.
Las excavaciones fueron realizadas a profundidades entre los 120 y los 80 centímetros. Esto tiene una razón de ser: “Cerca del 60% de las fosas en Colombia han sido encontradas a profundidades entre los 40 y 60 centímetros”. El resto aparece entre los 80 y los 120 centímetros.
Al crear este espacio Molina tuvo en cuenta, además, factores que garantizaran que la simulación emulara las condiciones reales del terreno. Se aseguró, por ejemplo, de que el tipo de suelo fuera franco-arcilloso o arcilloso, como suele ser el colombiano; también tuvo en cuenta variables como la textura, humedad y pluviosidad a la que estaba sometida dicha superficie, y tuvo en cuenta la memoria de uso del suelo, pues la tierra, a diferencia de mucha gente y gobiernos, sí recuerda todo aquello que estuvo en contacto con ella.
Cuando el suelo se altera, como ocurre con una excavación para enterrar cuerpos, sus propiedades físicas cambian. “Con una excavación todo se altera: la susceptibilidad magnética y la conductividad, entre otros aspectos, se modifican. Encontrar y medir con diferentes equipos dichas alteraciones es parte del propósito de mi investigación”, asegura Molina.
Los procedimientos y aparatos con los que trabaja Molina parten de un principio básico que se podría enunciar así: se emite una señal, después se recibe una respuesta que al ser descodificada trae consigo la presencia o ausencia de una anomalía en el terreno que podría insinuar la presencia de una posible fosa. Lo que varía es el tipo de señal que se emite y la manera de recibirla.
Los métodos que Molina ha aplicado en sus laboratorios forenses han sido el GPR, un radar de penetración del terreno, que usa ondas electromagnéticas para encontrar cuerpos en el subsuelo; la geoeléctrica, la cual introduce corriente al suelo para calcular las variaciones de la resistividad (lo contrario a la conductividad, es decir la resistencia al paso de corriente), y un perfilador que hace inducción electromagnética, emitiendo frecuencias entre los 1.000 y 15.000 hercios, el cual permite medir la conductividad y la susceptibilidad magnética del suelo.
Carlos Martín Molina busca la verdad dentro de la tierra: “Esta investigación está pensada para todo el país y para todos los desaparecidos, ninguno en especial. Estoy a disposición de las personas que toman las decisiones para que pueda proceder a hacer mi aporte en la medida de mis capacidades y de los conocimientos que estoy adquiriendo. Estoy dispuesto a ir a buscar al que sea y en donde sea”.