Balboa, el laboratorio socialista de un cura aviador | ¡PACIFISTA!
Balboa, el laboratorio socialista de un cura aviador
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Balboa, el laboratorio socialista de un cura aviador

Juan David Ortíz Franco - mayo 2, 2015

Un pequeño corregimiento de Unguía, en el norte del Chocó, nació por la obsesión de un misionero que levantó un pueblo con la idea de que sería capaz de sobrevivir lejos de la violencia y de las disputas por la tierra.

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En el centro de Balboa hay un monumento a un hombre con sombrero y gafas. En lugar de brazos tiene alas. Una de alcatraz y la otra de avión. Bajo su figura hay varios rostros humanos, son las caras de los colonos cordobeses, dicen en el pueblo. El hombre es el padre Alcides Fernández, un misionero claretiano que en 1963, en medio de la selva entre Unguía y Acandí, creó un pequeño enclave socialista, un laboratorio comunitario perdido en el Darién.

La escultura de Alcides Fernández en el centro de Balboa es un homenaje al cura fundador y a los primeros colonos.

El cura Alcides llegó a Urabá a mediados de los 50 a bordo de una avioneta que compró reuniendo limosnas y donaciones. Había aprendido a pilotar en España y a su regreso decidió que esa sería la forma de conectar el lugar de sus misiones evangelizadoras con el centro del país. Se obsesionó con la idea de colonizar la selva, de darles tierra a las comunidades sometidas por terratenientes. Balboa fue el resultado de sus misiones. Llegó con las primeras familias y levantaron una choza, ese fue el origen del caserío que años más tarde acogió a cientos de colonos que llegaron para escapar de la violencia partidista.

El pueblo de entonces fue un experimento sociológico, diría el cura en un libro que escribió en los años 70. “Había que crear unidades campesinas que le vieran sentido al campo. Organizaciones comunitarias donde el campesino se sienta protegido y no quede a merced de avivatos, explotadores e intermediarios. Donde trabajaran con ilusión, con cariño, y con una mística que les diera razones para vivir, para luchar, para crearle al país riqueza, y a sus hijos dejarles pan, educación y bienestar. Al calor de estos pensamientos nació Balboa, la primera unidad de las comunidades campesinas de Urabá”.

Eran años de revoluciones y las ideas de la Teología de la Liberación empezaban a calar entre algunos sacerdotes colombianos, en especial entre aquellos que, como él, tenían contacto con las comunidades más apartadas del país. Con el rumor de un cura que repartía tierra llegó la migración. A los primeros pobladores de Balboa que se asentaron junto al padre, se sumaron decenas de familias blancas motivadas por la idea de que allá, en un pueblo recién fundado en la mitad de la selva, había tierras fértiles y sin dueño.

En su libro, el padre recuerda que a mediados de la década de 1960 tenía que hacer hasta 12 viajes diarios entre Turbo y Balboa. Recogía a las familias que llegaban con la idea de encontrar al cura aviador y ganarse un pedazo de tierra en su pueblo. “Subían a bordo de la avioneta o saltaban a las frágiles chalupas en el mar, con la esperanza cosida al corazón, como si tuvieran la certeza de encontrar al otro lado un mundo menos injusto y más acogedor, donde la ambición de bienestar solo estaría limitada por el derecho ajeno”.

Aterrizaba en la pista que hizo a mano junto a la comunidad. Años atrás, había levantado aeropuertos en casi todos los pueblos cercanos con la idea de llevar las misiones por aire a lugares donde no sabían de la existencia de un avión. Por eso en su relato cuenta cómo, en uno de esos primeros aterrizajes en el Darién, la comunidad se acercó al aparato para cerciorarse de que quienes viajaban en él eran humanos comunes y corrientes. “Nos vimos rodeados de una multitud de curiosos que nos tocaban para convencerse de que no éramos habitantes de otros astros, sino seres de carne y hueso, caídos del cielo, pero tan terrícolas y mortales como ellos”.

Ese primer aterrizaje fue en Unguía y ahí, cerca, estaba la tierra donde tiempo después y de a poco se fueron abriendo claros en la selva para construir casas y extender potreros. El cura guió el poblamiento de Balboa, pero las decisiones se tomaban en una asamblea comunitaria. En ella, por ejemplo, se acordó que durante siete años se prohibiría el consumo de licor, quien no estuviera de acuerdo con ese tipo restricciones debía irse del pueblo. “La inmensa mayoría de los colonos, casi la totalidad -escribió el cura-, tienen la madurez suficiente para captar el momento histórico que están viviendo. Saben que Fidel Castro inició una revolución en la sierra y que nosotros hemos comenzado otra revolución a base de evangelio y de amor en la selva”.

Esas posturas empezaron a caer mal en las oficinas de Quibdó y Bogotá. El padre recuerda en su libro cómo en algún momento, por cuenta de la denuncia de una persona que fue expulsada por oponerse a las decisiones de la asamblea, varios agentes del DAS llegaron armados a reseñar a todos los habitantes de Balboa. Los pobladores, y el cura entre ellos, fueron señalados como “elementos subversivos, que estábamos construyendo una república aparte y teníamos depósitos de armas en el monte (…) En el fondo –continúa el padre en su libro- el verdadero propósito era empezar el primer ensayo de sociología cristina en tierras vírgenes de la selva”.

Balboa creció en medio de la selva entre Unguía y Acandí. Sus habitantes son en la mayoría colonos que llegaron desde el centro del país.

Pero ya había muchos ojos sobre esa comunidad y una de las mayores preocupaciones nacía en el clero. “Fuimos denunciados al DAS y al F2 que desde entonces seguían nuestros pasos y nos asediaban en tal forma que nos sentíamos virtualmente presos, con una libertad vigilada”, relata el padre. Las acusaciones se radicalizaron, se dijo que en Balboa se formaba un reducto comunista, que era una amenaza para la religión y para el Estado.

Mientras tanto, Fernández seguía evangelizando con la idea de que no podía hacerse de la fe una fórmula memorística, que debía llevarse a la vivencia porque “de otra suerte se convertiría en una teoría más para alienar al pueblo (…) se hacía un estudio de la realidad colombiana. Quizá fue este el pretexto para acusarnos de comunistas”.

Pero el padre, y la comunidad que caminaba junto a él, no se matriculaba allá ni acá. No aceptaba que existieran solo dos formas de entender el mundo. “Al capitalismo lo rechazábamos por haber originado nuestra condición de países subdesarrollados como prerrequisito para su propio desarrollo expansivo. Del comunismo estadista disentíamos, por crear una nueva forma de alienación, a través de un tipo de dominación burocrática sobre el aparato productivo, y desconocer en la práctica valores fundamentales del hombre”.

Respetar el territorio o escapar de la guerra

“A nosotros nos prepararon para trabajar en comunidad, para hacer respetar el territorio, para entender que a la paz se le mira de frente”, dice Jaime Trejos, un chocoano blanco, 40 años, acento mezclado. Nació en Unguía y se crio en Balboa entre convites y trabajo comunitario. Creció en una burbuja que empezó a reventarse en la década del 90. Por eso habla de la paz, porque luego de la muerte del padre, en 1995, Balboa como todos los pueblos cercanos, conoció de cerca el horror de guerrillas, militares y paramilitares.

“Mi padre llegó huyendo de la violencia en el Eje Cafetero. En ese momento la situación en el centro del país estaba muy dura. Lo que pasó fue que unos guerrilleros se escondieron en su finca y los mató el Ejército. Eso le genero muchos problemas tanto con el Ejército como con la guerrilla y en 1968 se fue a esconder al Chocó, con mujer y nueve hijos. Llevaba varios años en Unguía como farmaceuta y conoció al padre que se movía como avión en el aire en todo el territorio. El padre era una institución y le llevaba diciendo desde hacía un tiempo que se fuera a Balboa, que allí necesitaban un farmaceuta. Mi papá hizo caso y se fue. Allá estuvimos hasta 1995 que tuvimos que salir por amenazas de la guerrilla”.

Jaime Trejos regresó a Balboa después de varios años de exilio en España. Su familia hizo parte de la colonización que promovió el padre Alcides Fernández.

Jaime viajó a Medellín y se matriculó en la universidad. Era la primera vez que pisaba una ciudad. “Estábamos metidos en una burbuja. Así me di cuenta que hay diferentes colombias. No me cupo la idea en la cabeza de que uno se tuviera que levantar a trabajar todos los días de la vida”. Pero a su familia todavía le faltaba sufrir más por cuenta de la violencia. Primero mataron a uno de sus hermanos y luego, en 1999, a una de sus hermanas, la única que se negó a salir de Balboa.

Decidió alejarse aún más y pidió asilo político en España. Con él salieron varios familiares que tuvieron que escapar otra vez de la violencia como lo hicieron 40 años atrás sus padres y sus hermanos mayores. En Europa conoció un mundo aún más distante, pero no tuvo que enfrentar la angustia que sí vivió cuando llegó a Medellín. Allá estudió dirección de fotografía y reconoció aspectos de su vida que en Colombia permanecían ocultos. Sin embargo, sintió que debía regresar. “Fue un jalón, una necesidad de volver al pueblo, no sé por qué, pero tomé un avión y llegué a Bogotá”.

Y desde Bogotá, donde podía quedarse y trabajar en lo que estudió y le apasionaba, deshizo los pasos y regresó a Balboa. “Me encontré con lágrimas –dice Jaime-, no había comunidad y para mí eso es imperdonable. Murió el padre y el miedo se fue apoderando de todo, ya no hubo papá que nos organizara y no supimos resolver ese momento. Llegó el miedo y nos acomodamos en él. Ahora todo es violento, haber acabado con la memoria de la comunidad es violento, que la tierra esté en manos de unos pocos es violento, que hayamos invadido nuestro aeropuerto es violento”.

En sus recuerdos de infancia está el padre volando en su avión, transportando gente y comida. “Extraño levantarme temprano los sábados para ir a trabajar por la comunidad, extraño los diciembres todos juntos recibiendo regalos de un mismo árbol, extraño a los campesinos que traían todos los fines de semana cantidades de comida, extraño ver los aviones aterrizar y salir corriendo a ventearse detrás de una avión esperando que el padre nos dijera ‘súbanse que les voy a dar una vuelta’, extraño estar arriba en ese avión y escuchar al padre decirnos ‘este territorio es de ustedes, no se lo pueden dejar quitar’”.

También está en su memoria el sueño de una universidad campesina que pretendía formar a la gente de Balboa para el desarrollo, que decía el padre, tarde o temprano iba a llegar a su territorio. También está el cura hablando desde su iglesia, tirando línea. “Yo lo que vi fue a un man enamorado de un territorio, y ese amor nos lo inoculó. Yo recuerdo a ese man decirnos por los parlantes que la tierra que pisábamos era de las más maravillosas del país. Recuerdo que nos decía que iba a venir gente a querer apropiarse del territorio y que debíamos estar preparados. En el fondo, el padre creía que en ese momento histórico de la violenta Colombia se podía practicar comunidad desde una perspectiva socialista. Él creía que por estar alejado del centralismo tenia libertad y autonomía para construir ese sueño”.

Pero no hubo fuerzas para resistir. El padre imprimió su libro en 1976, algunos todavía abrigaban la idea de seguir construyendo comunidad, pero el cura, en cambio, daba por hecho que su sueño había terminado. “Balboa, como un bello ensayo de socialismo cristiano dejó de existir para convertirse en un pueblo más”.

***

El ala de avión en la escultura del padre en el centro de Balboa representa las misiones, el ir y venir de una avioneta, el vehículo para la colonización del norte del Chocó. La del alcatraz tiene un sentido más discreto, un tanto mítico. “Se dice que cuando el alcatraz no encuentra comida para sus polluelos se rasga la piel de su pecho para darles de comer –cuenta Jaime- Y te digo que el alcatraz le quedo chiquito a ese man”.