Las 1.224 familias caucheras de Asoheca son la prueba de que la ciencia y la tecnología son vitales para generar opciones que le ganen a la coca.
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Por Andrés Bermúdez Liévano
El Paujil, Caquetá
Desde hace una década, el mal suramericano de las hojas viene afectando miles de árboles de caucho en todo el Caquetá. Esta enfermedad de nombre irónicamente poético y el hongo que la genera se han convertido desde entonces en la mayor pesadilla de miles de campesinos cauchicultores, muchos de los cuales se habían despedido de la coca y le han venido apostando a este cultivo.
Aún no se ha logrado controlar esta enfermedad, que se propaga con facilidad debido a las condiciones ambientales del Caquetá. Pero el departamento es el epicentro de un experimento científico muy novedoso y sin equivalente en Colombia: cientos de campesinos agremiados están trabajando mano a mano con investigadores de un instituto científico estatal y una universidad pública. Su meta es encontrar una variedad de caucho, propia de Colombia, que sea resistente a un patógeno que comienza con diminutas manchas y termina debilitando todo el árbol que les da sustento.
El caso de las 1.224 familias caucheras que se encuentran organizadas en el gremio campesino de Asoheca prueba no solo que la inversión en ciencia, tecnología e innovación es vital para el desarrollo del campo y para el bienestar de sus habitantes, sino que es un aliado esencial para que miles de cocaleros en todo el país puedan decirle adiós al cultivo usado para producir cocaína y apostarle a otras opciones productivas en la legalidad. Y que ellos no necesitan esperar que baje desde la academia, sino que quieren ser protagonistas.
El caucho del Caquetá
Protegido del inclemente sol por su gorra y un saco mangas largas, José García se la pasa el día recorriendo potreros en zigzag y revisando unos árboles que solo recientemente lo sobrepasaron en altura.
La misión de este indígena nasa de 26 años, criado en un resguardo de la cercana Puerto Rico, es monitorear cómo van creciendo estos arbolitos de tallo esbelto y ramas incipientes que se extienden hasta el horizonte.
Aunque al ojo desnudo se ven idénticos, en realidad son palos de papás distintos. Más o menos cada fila y media, un número escrito en una estaca va señalando que se trata de un clon distinto del caucho natural, que responde de manera diferente a factores tan diversos como el clima o el suelo. Aún son pequeños, pero en un año estarán listos para hacerles el corte transversal que los caucheros llaman la sangría, recogiendo en canastillas metálicas el coágulo de donde sale el preciado material.
Este es uno de los ‘campos clonales a gran escala’ donde tres aliados improbables están intentando cambiar el destino de un promisorio cultivo que ha visto años de vacas flacas por culpa del hongo llamado Microcyclus ulei.
En esta finca experimental en El Paujil, al igual que en otras del departamento, los caucheros de Asoheca, los científicos del Instituto Amazónico de Investigaciones Científicas Sinchi (el centro gubernamental de investigaciones para la Amazonia) y los investigadores de la Universidad de la Amazonia, con recursos del sistema general de regalías administrados por la Gobernación del Caquetá, vienen intentando resolver el misterio de cómo ganarle al temible mal suramericano, que comienza con unas diminutas manchas circulares y termina con la caída total de las hojas.
“Esperamos en unos años tener clones caqueteños que pueden funcionar en todo el país. Si uno logra liberar un clon de alta productividad, resistente a plagas y enfermedades, con buenas prácticas, uno se pone al nivel de cualquier parte del mundo”, cuenta Ismael Dussan, un ingeniero agrónomo y campesino que lidera el área de extensión técnica de Asoheca y que también es investigador en el proyecto: “Nosotros podremos decir que fuimos los pioneros”.
Él es una de las caras visibles de Asoheca, un ejemplo de lo que los expertos en el campo llaman una ‘asociación de segundo piso’. Eso significa que sus socios no son directamente los campesinos, sino las organizaciones locales que los agrupan. En el caso de este pequeño gremio cauchero esos socios son 17 comités municipales, provenientes de todos los municipios que tiene Caquetá con la única excepción de Solano (compensado por Puerto Rico, que tiene tres).
Pero, a diferencia de otras organizaciones de este tipo como Fedegán, aquí un 97% de sus beneficiarios son pequeños productores rurales, que suman 6.284 hectáreas sembradas en caucho. Es decir, el promedio son 5 hectáreas por familia.
Esas 1.224 familias son justamente las que se beneficiarán con los resultados de un trabajo de investigación que en total podría durar entre 15 y 20 años.
De la coca al caucho
El caucho no es nuevo en Caquetá. De hecho, ha ido y venido a lo largo del último medio siglo, comenzando con una generación de colonos que sembró en los años setenta con semillas entregadas por el Incora.
CategoríasLuego tuvo un segundo boom hace dos décadas, cuando era el departamento con más coca de Colombia y se necesitaban soluciones para que los campesinos pudieran encontrar actividades económicas legales y sostenibles. Muchos cocaleros migraron al caucho, un cultivo que parecía promisorio pero que –en medio de un bajo acompañamiento técnico del programa Plante de Ernesto Samper a los campesinos y una falta de clientes – se topó con muchas dificultades. Una vez más fue evidente que el Estado colombiano está dispuesto a invertir, pero que –en medio de una visión de corto plazo– termina olvidándose de los campesinos.
Sin embargo, los caucheros –que acababan de fundar la Asociación de Reforestadores y Cultivadores de Caucho del Caquetá (Asoheca)– persistieron y sus cultivos fueron lo único que quedó de esa vieja guardia de sustitución de coca en el Caquetá. Otros caucheros se les sumaron cuando, tras una mezcla de operativos militares financiados por el Plan Colombia, algunos proyectos productivos y mucha fatiga de los campesinos, la coca se fue desplazando hacia el suroccidente del país (donde aún se mantiene hoy).
Nadie tiene una cuenta de cuántos socios de Asoheca hicieron el tránsito de la coca al caucho, aunque saben que son un número significativo. Y, sobre todo, que es un cultivo que podría ayudar a salir de las 11.793 hectáreas de coca que aún hay sembradas en Caquetá, según el censo anual de Naciones Unidas con corte a diciembre de 2017.
¿Qué tiene el caucho? “Donde hubo coca, el caucho crece. Sí es una opción cuando la gente ve que crece”, dice Ismael Dussan.
Para ellos, ha probado que puede ser una buena alternativa a la coca, aunque es un cultivo exigente. Para comenzar, se demora entre uno y dos años en entrar en producción, por lo que requiere ser complementado con alguna opción productiva de corto plazo. Segundo, porque mantenerlo en buen estado no es barato: sembrar una hectárea cuesta 3,5 millones de pesos y hacerle la limpieza y fertilizarla sale por un millón de pesos cada año. Si son más de una hectárea, esos montos van sumando.
“Permite pensar a largo plazo, algo que es muy raro en el campo. Usted, cuando entra al caucho, sabe que va a tener 40 años de ingresos, que es lo que da una plantación técnicamente bien manejada. Es una pensión”, añade Dussan, que tiene 20 hectáreas de caucho sembradas desde 2010.
“Si yo soy campesino y quiero mantenerme en mi predio, el caucho es la mejor opción. Los cultivos perennes son la solución porque siembras una vez y el resto es de hacer la rutina de limpieza, manteniéndolos limpios de maleza y fertilizando”, dice Carlos Hernando Rodríguez, el director del Instituto Sinchi –el brazo científico de la Amazonia- en Caquetá. “Sí puede indicar cosas en una estrategia contra los cultivos ilícitos”.
Ciencia campesina
En esos campos clonales, que son potreros sembrados con hileras de árboles de caucho en estudio permanente, así como en ese matrimonio entre científicos y campesinos, podría estar la clave para devolver el caucho natural a su vieja gloria.
Al final de cuentas, se trata de un cultivo originalmente amazónico que –como cuenta magistralmente el libro El río del etnobotánico canadiense Wade Davis– pasó de ser una materia prima usada en decenas de productos como llantas, guantes y condones a ser central en los esfuerzos de los países aliados por ganar la Segunda Guerra Mundial. En ese contexto, los británicos lograron exitosamente transplantar semillas que sacaron de Brasil en los países del sudeste asiático como Malasia, Tailandia e Indonesia que hoy, más de medio siglo después, concentran el 90% del mercado.
“Tradicionalmente hubo en la Amazonia una visión extractivista del caucho, que causó la tristemente célebre masacre de la Casa Arana y la esclavización de miles de indígenas para explotar el caucho natural del bosque. Pero hoy, visto desde una perspectiva agroambiental y socio-ambiental, tiene un potencial muy alto de elevar los indicadores socio-económicos del departamento”, cuenta el biólogo Armando Sterling, quien lidera la investigación de los “nuevos clones colombianos de caucho” desde el Sinchi y que hizo su tesis de doctorado sobre el mal suramericano de las hojas.
Lo que él y los caucheros han venido constatando es que Caquetá tiene altas temperaturas y una humedad relativamente alta, lo que crea un ambiente propicio para los principales patógenos que afectan al caucho, incluyendo la mancha areolada, la antracnosis, el perdigón, la costra negra y -el más letal de todos- el mal suramericano (que también arrasó con el legendario cultivo de Fordlandia en Brasil a mediados del siglo XX).
Esa realidad se ve agravada por la pluviosidad, que en San Vicente del Caguán puede significar 2500 milímetros de agua al año y en la zona sur del departamento hasta 4.000 milímetros.
“Esta es una investigación que sale de la gente, de lo que necesitan”, dice Carlos Hernando Rodríguez.
En 2008, los tres actores concluyeron que el país tiene un problema de base genética del caucho y se sentaron a pensar qué podrían hacer para mejorar ese material. Un año después, arrancaron su primer experimento: buscaron los nueve materiales más sobresalientes del banco de germoplasma que tiene el Sinchi y, con recursos del Ministerio de Agricultura, sembraron 240 ejemplares de cada uno de estos en campos clonales ubicados en tres municipios distintos (San Vicente, Florencia y Belén de los Andaquíes), para monitorear cómo se desarrollaban.
Casi al mismo tiempo empezaron un segundo experimento: localizaron los 500 mejores árboles de caucho de origen sexual en todo el departamento –unos troncos grandes y frondosos que no forman “pie de elefante” como ocurre comúnmente con los clones, a los que bautizaron ‘árboles élite francos”- que posteriormente se propagaron o clonaron en condiciones de vivero. Luego, se seleccionaron los mejores 99 materiales clonados producidos en vivero y se trasplantaron en campo definitivo, a un experimento denominado campo clonal a pequeña escala en el municipio de Belén de los Andaquíes.
Tres años después, en 2012, golpearon las puertas de la Gobernación del Caquetá y los convencieron de la necesidad de buscarle plata al proyecto para poder continuarlo, dado que el proceso de liberar un clon nuevo puede tardar unos 15 años y el de sacar clones colombianos al mercado unos cuatro a seis años más.
Formularon un proyecto de regalías y obtuvieron la plata necesaria para continuar sus dos líneas de investigación (con esos mismos recursos que, tras una mala destinación generalizada, terminaron trasladándose al fondo de carreteras rurales). Tras algunas demoras administrativas, lograron poner en marcha en noviembre de 2015 el proyecto de investigación de cinco años, con cobertura en todo el departamento, un área experimental de 35 hectáreas en cuatro municipios y más de 200 materiales genéticos distintos en estudio. En suma, un par de miles de árboles.
Todo este proceso de clonación significa que, vía propagación y mejoramiento, pueden ir desarrollando variedades que toleran las enfermedades, que soportan mejor las condiciones climáticas del departamento y que producen más látex de caucho. En promedio, siete años después de sembrados los materiales y una vez estén aptos para entrar en la fase de producción, los investigadores podrán hacer pruebas de sangría en campo y de calidad del caucho en laboratorio.
Esto les permitirá entender la productividad de cada variedad a lo largo de un período de monitoreo de mínimo cinco años, fase a partir de la cual ya tendrán las primeras luces para iniciar el proceso de registro, liberación y adopción por parte de los productores de los nuevos clones.
Como la investigación actual en esa primera línea de investigación sólo evaluará dos años de producción y en la segunda línea alcanzará para evaluar la fase de crecimiento de los árboles, este equipo de científicos necesitará nuevos recursos para continuar con este programa de investigación y poder concretarlo en soluciones concretas para los cauchicultores.
Que este tipo de proyectos de investigación no sean una excepción, sino la regla, es una de las metas del capítulo agrario del Acuerdo de paz, que propone un programa masivo de fomento a la ciencia, la innovación y la tecnología en el campo.
Es decir, que esos recursos estén al servicio de los pequeños productores y no sólo de las grandes fincas empresariales, con la meta de transformar las condiciones de vida en el campo y de lograr que sus habitantes no sean más ciudadanos de segunda.
Una cadena completa para el caucho
A 20 minutos de Florencia, en la carretera hacia Paujil, se alza una mole de ladrillo y techo triangular que de lejos parece abandonada. Al acercarse se observa que esta bodega, que alberga la planta procesadora de caucho de Asoheca, está simplemente parada varios días a la semana.
Cuando abrió en 2005, la planta –con sus máquinas importadas de Malasia y plata del Plan Colombia- era apenas la tercera de su tipo en América Latina y la primera en Colombia. Hoy trabaja a media máquina: la razón es que el bajonazo en los precios del caucho entre 2007 y 2009, cuando el kilo de TSR (caucho técnicamente especificado) cayó hasta los 5.000 pesos, dejó desmotivados y endeudados a los campesinos.
Esa realidad, a su vez, llevó a que se cansaran de invertir tiempo y plata en mantenimiento de los árboles. De ahí que, de los 500 árboles por hectárea que se siembran usualmente, en vez de que 450 entren en producción –que es lo normal– terminaban haciéndolo entre 300 y 350. De 2550 hectáreas que hay en edad de aprovechamiento, solo unas 500 se están trabajando. Esa baja productividad generaba un menor flujo de cuencos de coágulo desde las fincas y de pelotas de goma para vender desde la planta de procesamiento.
Hoy solo están saliendo una quinta parte de los 1000 kilos de caucho seco que su maquinaria altamente especializada puede procesar por hora. O, en términos más prácticos, prendiendo sus motores un solo día a la semana.
Eso, sin embargo, no tendría que ser así. A pesar de que hoy solo tienen tres compradores regulares, incluyendo la Importadora Serna Macía y Casanova Cauchos, hay potencial para el caucho caqueteño. Si bien Colombia tiene una demanda baja de caucho, otros países latinoamericanos como Argentina, Chile, Brasil, Perú y Paraguay necesitan grandes cantidades, con lo que Asoheca está apuntándole a exportar.
Su sueño es tener una cadena productiva completa para el caucho, que comience con aumentar la productividad y termine en poder comercializarlo.
Para la primera tarea, más que sembrar, están reactivando las plantaciones abandonados, incluso llevando mano de obra porque en algunas zonas del departamento la mano de obra se envejeció o la gente local no sabe trabajarlo.
Para la segunda, acaban de crear una empresa propia llamada Emprocaucho que le compraría toda la producción a los agremiados. Aparte, en alianza con los caucheros de Santander, conformaron Colombia Trading Rubber para exportar ya que los cultivos del Meta que pronto entrarán en producción son suficientes para satisfacer toda la demanda nacional.
Por todo esto, Asoheca –con sus 13 empleados y sus nueve asistentes técnicos– es tan indispensable para los caucheros: es su representante político, su agente comercial y su agrónomo, todo al tiempo. Además, es un gremio productivo, algo desafortunadamente aún poco común en la Amazonía colombiana.
Como dice Ismael Dussan, “lo importante no son los árboles de caucho, sino las familias que están detrás de esos árboles”.
Caucho contra el cambio climático
Que campesinos caucheros y profesores de la universidad local estén trabajando juntos en un proyecto productivo tiene sentido. Pero, ¿por qué un instituto ambiental como el Sinchi está metido de lleno en estos esfuerzos, que parecen más propios del sector agrícola?
Hay una respuesta adicional: el caucho también es una solución central en el esfuerzo por frenar la pérdida de bosques en el Caquetá, una de las regiones más vulnerables del país y –como puerta de las selvas de la Amazonía– un muro de contención para preservar el mayor ‘pulmón del mundo’.
Su ventaja es que es un bosque. Por un lado, permite promover sistemas agroforestales que significa que no se siembra únicamente caucho –como un monocultivo tradicional– sino que se mezclas con otras plantas productivas como el copoazú, el cacao maraco o árboles maderables nativos.
“Acá es donde hay deforestación y el tema es justamente la reforestación. Se trata de una restauración productiva, que parte de la innovación y de transferir esa tecnología a los productores”, explica Luz Marina Mantilla, la directora nacional del Sinchi y caqueteña de origen. “Las comunidades están dispuestas a hacer acuerdos y eso es una ventana de oportunidad. Son alianzas de restauración con todos los actores del sector”.
Que haya esos fragmentos tupidos en las fincas permite que haya conectividad, que es como los biólogos llaman al hecho de que los animales puedan moverse libremente, que las semillas circulen y que haya flujo genético entre las especies. De paso, la vegetación garantiza que se secuestra carbono, por lo que se contribuye a reducir las emisiones de gases de efecto invernadero que causan el cambio climático.
A su vez, esas otras especies devuelven nutrientes muy necesitados a los degradados suelos caqueteños, porque –como dice Carlos Hernando Rodríguez– “haga de cuenta que esto es Israel: acá no hay suelo. Para producir hay que adecuarlo”.
Todo esto es evidencia de que el sector ambiental y, de manera particular, sus institutos de investigación –como el Sinchi, el Humboldt y el IIAP del Pacífico– están aportando soluciones concretas a problemas serios.
Pero para hacerlo necesitan continuidad en su financiación, algo que es difícil en cada vaivén político: de hecho, el primer presupuesto para 2019 les cortaba casi por completo sus recursos para investigación antes de que se reversara la decisión y se les mantuviera un rubro similar. También implica que muchos actores, comenzando por el propio Estado, entiendan que lograr estas soluciones implica apostarle a procesos de larga duración.
A pesar de las dificultades propias de hacer ciencia en un país en desarrollo, todos son optimistas de que lograrán un buen resultado con los clones de caucho. “Tenemos buenas perspectivas de desarrollar una variedad resistente a las condiciones del Caquetá”, dice Carlos Hernando Rodríguez.
Como dice Ricardo Gutiérrez, el presidente de Asoheca y veterano cauchero, “un país que no investiga no está en nada. Hay que convencer a los políticos, como los que aprueban los proyectos de regalías, de que es muy útil”.