Si sucede hace décadas y en todas las regiones de Colombia, con videos o sin ellos, ¿no es legítimo pensar que hay demasiadas manzanas podridas y que es hora de cambiar la canasta, o mejor, la semilla del manzano?
Hoy en Colombia, salir a protestar por la brutalidad policial la multiplica por siete. En la madrugada del pasado 9 de septiembre, siete policías mataron a golpes (ahora se sabe) a Javier Ordóñez en un CAI de Bogotá. Antes, había sido electrocutado con pistolas taser durante varios minutos. Esa noche, durante protestas por ese hecho y contra la sistemática violencia de la institución, la Policía volvió a asesinar, esta vez incluso haciendo uso de armas de fuego, a siete personas indefensas.
Antes de esas nuevas muertes, casi como parte de un libreto hecho en una plantilla, el subdirector de la Policía, el general Gustavo Moreno, salió a decir que el homicidio de Ordóñez no podía verse como algo institucional, sino individual, y que no había lugar a generalizaciones. De hecho, la misma campaña entre los policías fue promover el eslogan de que “Los buenos somos más”. Lo mismo dijo el Presidente Duque: “hay que individualizar la responsabilidad”.
Pues no. Se equivocan el Presidente, el general Moreno y todos aquellos que continúan insistiendo en la teoría de las manzanas podridas. La Policía Nacional requiere una reforma urgente que ponga en el centro el cuidado de la vida de los ciudadanos. No es posible que la institución llamada a responder por su seguridad sea la que intimide, amenace y asesine impunemente a esos mismos ciudadanos.
El asesinato de Javier Ordóñez no es un caso aislado y no debe asumirse como tal, mucho menos cuando cientos de miembros de la Policía actúan colectivamente y bajo una misma doctrina, cuando la única muestra de rechazo entre uniformados del mismo rango ha sido la imagen de un agente del Esmad reprendiendo a otro agente por seguirle pegando a su capturado. Si es cierto que los buenos policías son más ¿Dónde están sus muestras simbólicas de rechazo? ¿Dónde está su homenaje a Javier y las otras 10 víctimas? ¿No deberían sentir la misma indignación por quienes pudren su canasta de manzanas sanas y frescas? Si sucede hace décadas y en todas las regiones de Colombia, con videos o sin ellos, ¿no es legítimo pensar que hay demasiadas manzanas podridas y que es hora de cambiar la canasta, o mejor, la semilla del manzano?
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El país tiene que recordar que a Dilan Cruz, Nicolás Neira y a Anderson Arboleda, y a decenas más, los asesinó la Policía Nacional. Lo mismo que a Andrés Felipe Rodríguez, a Julieth Ramírez, a Jaider Alexander Fonseca, a Fredy Alexander Mahecha, a Germán Puentes, a Julián Mauricio González, a Angie Paola Baquero —los últimos siete en una misma noche y con las armas que se les entrega para “proteger y servir”.
Según la ONG Temblores, entre 2017 y 2019 fueron cometidos 639 homicidios por parte de miembros de las Fuerzas Armadas, la Policía y los servicios de inteligencia. No podemos seguir permitiendo que el sentido de la vida en Colombia sea estar bajo amenaza. Mucho menos, bajo amenaza del propio Estado.
Necesitamos con urgencia una reforma a la Policía Nacional. Y no estaría mal empezar por cuestionar el hecho de que en un país laico el emblema de su policía sea “Dios y Patria”. Es un peligro inminente que una institución tan poderosa perviva en una democracia donde el poder institucional debería estar fragmentado. La Policía cumple hoy funciones de vigilancia, investigación judicial, inteligencia, transporte y operaciones antinarcóticos, entre otras. Repetimos para que quede claro: vigilancia, investigación judicial, inteligencia, transporte y operaciones antinarcóticos.
Existe además una bicefalia institucional que complica la línea de mando y hace difícil que un Alcalde tenga poder efectivo sobre la Policía. El ejemplo palpable es que, a pesar de que la alcaldesa Claudia López les dio pública y privadamente la orden de no disparar, los uniformados igual lo siguieron haciendo. Otro ejemplo, en noviembre del año pasado, cuando un manifestante le recordó la línea de mando a un agente del Esmad y este respondió que él “no le hacía caso a esa lesbiana”.
Si bien el artículo 315 de la Constitución establece que los alcaldes son la máxima autoridad de la policía, esa entidad tiene un carácter nacional, lo que significa que también depende del Ministro de Defensa y del Presidente (instituciones que, al final, son las del presupuesto). Finalmente, el código que rige actualmente a la Policía es un documento que permite ampliamente la arbitrariedad de esa institución y ha sido señalado en repetidas ocasiones por juristas y organizaciones defensoras de derechos humanos. Hay suficientes pruebas de ello.
Esta mañana el ministro Carlos Holmes Trujillo pidió excusas por la muerte de Javier Ordóñez. No bastan las excusas: es necesaria también la inmediata renuncia del Ministro de Defensa y de toda la cúpula de la policía en Bogotá. Ya que no pueden devolverles la vida a los muertos y la confianza a los vivos, como mínimo deberían devolver sus cargos.
Tampoco es una señal de salud para el sistema el hecho de que estos casos de homicidio recaigan en la justicia penal militar, donde, se sabe, hay altísimos índices de impunidad. El caso de Dilan Cruz y el de Javier Ordoñez están hoy en manos de esa justicia a pesar de los esfuerzos por llevarlos a la justicia ordinaria.
La pandemia del coronavirus fue un paréntesis del estallido social que Colombia vivió a partir del 21 de noviembre del año pasado. Los reclamos por el cumplimiento a cabalidad de los Acuerdos de paz y las reformas necesarias para un país mas igualitario y justo siguen hoy todavía en firme. Se cerró un paréntesis que no estuvo a salvo de estos hechos. El mismo coronavirus trajo consigo una reinvención de la represión policial, ahora justificada por decretos que dejan en bandeja de plata a ciudadanos del común, a transeúntes, comerciantes informales, mujeres y población LGBTI.
La palabra vandalismo se ha vuelto el comodín de aquellos que defienden el estado de cosas y que pretenden que todo siga igual a pesar de la violencia cotidiana sobre ciertos cuerpos. La violencia cotidiana sobre los cuerpos racializados de la gente negra e indígena; de la gente empobrecida en las ciudades; de los campesinos y cultivadores de coca que no tienen todavía otra manera de subsistir. El vandalismo, cuya acepción hoy ingenuamente se considera desde un grafiti hasta la quema de un CAI, es en realidad un reflejo de la rabia; rabia represada durante muchos años que se está saliendo a presión por todas partes, que no tiene otro tribunal ni segundas instancias. Hay que entender la legitimidad de esa rabia en un país que se ha caracterizado por la violencia y la desigualdad. Tenemos derecho a sentirla y es nuestro deber manifestarla. El desahogo siempre precede al cambio.
No se puede comparar la violencia policial hacia los ciudadanos con los ataques a bienes y propiedades. El pedido de no generalizar sobre los policías corruptos, que son servidores públicos y detentan el uso de las armas, también debe hacerse para no equiparar a los manifestantes con los delincuentes y saqueadores infiltrados. La vida de una persona no vale lo mismo que 19 CAIs en llamas. Colombia tiene que trabajar en sus sistemas de valoración. La principal tarea del Estado colombiano tiene que ser el respeto y la promoción de la vida.
Necesitamos una policía legítima que genere confianza. El Observatorio de la Democracia del Departamento de Ciencia Política de la Universidad de los Andes muestra que la confianza de los bogotanos en esa institución pasó del 50% al 24% en 15 años. Y sólo uno de cada cuatro cree que la Policía respeta los derechos humanos.
A todo esto habría que sumarle la displicencia intencional de los grandes medios de comunicación con los asesinatos por parte de agentes del Estado, cultivada por años por la estrecha vinculación de miembros de la Policía a la agenda informativa de los periodistas. La descuidada precisión en el lenguaje—siendo su materia prima— ofrece una realidad alterna a su público que no da cuenta de la gravedad o la magnitud de los hechos. Ya vivimos tiempos de manipulación del lenguaje: el gobierno ha empezado a llamar asesinatos colectivos a las masacres, balas perdidas a disparos contra la gente, y el periodismo tiene que encargarse de señalar esos eufemismos, de no acolitarlos, y de buscar la verdad de los hechos para que nadie tenga el poder de bautizarlos.
En Bogotá fueron asesinados al menos once civiles por cuenta de la represión policial. En Bogotá hubo una masacre. La alcaldesa Claudia López fue elegida por voto popular y es la que, democráticamente, está llamada a mandar sobre esa institución. Que la Policía no obedezca sus directrices sobre el no uso de armas de fuego es un hecho grave. Quienes defendemos la democracia en Colombia estamos llamados a rodearla y defenderla a ella y a todos los alcaldes que son, constitucionalmente, los jefes directos de la Policía. La Policía no puede ser una rueda suelta en el Estado colombiano, no se manda sola. Eso nos lleva directamente a la pregunta. ¿Quién les está dando la orden?
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Una cosa más: Por cuenta de cientos de ciudadanos, algunos de los CAI que sufrieron daños durante las dos jornadas de protestas se convirtieron este viernes en improvisadas bibliotecas populares y hasta casetas de música en vivo. La imagen representa muy bien ese cambio sustancial y propositivo que viene a aparecer tras el desahogo. La mala noticia es que incluso esas manifestaciones artísticas, culturales y pacíficas también fueron reprimidas por la Policía.