Viajamos a la cuna de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, para descubrir las historia de los nasa wes'x, la única comunidad en Colombia que firmó un tratado de paz con este grupo guerrillero.
Por: Juan Camilo Maldonado
Tiene 11 años, se llama Bernabé, y se ha quedado atrás de sus padres por el camino de herradura. Camina solo y distraído cuando escucha los disparos a lo lejos. No ve a su padre, el cacique Justiniano, capitán de la autodefensa indígena, caer malherido por una bala que le ha perforado el hombro. Tampoco ve a su madre, Herminia, tirada en el suelo sin vida. No ve a los guerrilleros de las FARC, que emprenden la huida por las montañas de Gaitania. Solo ve al profesor José acercarse a la carrera: “Vaya mijo pa’ la casa, cuide a sus hermanos”.
“¿Por qué tenemos que tener tanto miedo?”, solía preguntarse por esos días Bernabé, según escribió en sus memorias. También habría podido preguntarse: ¿Por qué mi madre está muerta? ¿Por qué mi padre está inválido? ¿Cuándo comenzó esta matanza? ¿Fue en la Guerra de los Mil Días? ¿En La Violencia? ¿Después del cerco a Marquetalia? ¿Quién sembró la semilla envenenada?
La guerra es una suma de acontecimientos azarosos que terminan anudando la vida hasta el punto de que nadie pueda resolverla. Quizás sea mejor comenzar a responder lo contrario: ¿Cuándo acabó la guerra entre los nasa wes’x y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, FARC?
Hemos emprendido este viaje al corazón de la guerra en Colombia, justo en los días en que avanzan en La Habana las negociaciones de paz con un grupo guerrillero que nació acá, muy cerca de estos bosques de guaduas, helechos y pequeños cafetales sembrados en los filos de las colinas, tan inclinados que parecieran estar a punto de caer por el barranco.
Venimos a documentar con un equipo de VICE Colombia una historia de la que pocos en el país tienen conciencia. La historia de un tratado de paz entre los más de 3.000 miembros del cabildo Nasa Wes’x y las FARC, firmado el 26 de julio de 1996, en la vereda Esmeralda Alta, corregimiento de Gaitania, municipio de Planadas, sur del Tolima. Se trata del único pacto de paz vigente hoy en
Colombia entre una comunidad y la guerrilla comunista que fundó Pedro Antonio Marín, más conocido como Manuel Marulanda Vélez o Tirofijo.
Un tratado que en 2015 cumple 19 años, y que condujo al desarme de la autodefensa indígena del resguardo, luego de 40 años de permanente fuego cruzado y una cifra de muertos que nunca nadie registró a cabalidad (los nasa calculan que fueron 36 sus caídos; nadie nunca llevó el registro de los guerrilleros).
Todos los que viajamos en la camioneta quejumbrosa de carrocería rusa y partes Made in Todo el Mundo sabemos que la guerrilla puede aparecer en cualquier momento. Al fin y al cabo Gaitania, como el resto de esta región, ha sido retaguardia de guerrillas desde finales de los 40, cuando el conservador Álvaro Gómez vociferaba en el Congreso que Marquetalia (a pocas horas de acá) hacía parte del grupo de “repúblicas independientes” en donde, a falta de Estado, mandaban autónomamente los campesinos.
—Hace diez años aquí no había Ejército. Por eso es que es mejor hacerle un favor a la
guerrilla que a los militares —nos dice un hombre en el camino—. Por ejemplo, si uno ayuda a un guerrillero, a transportarlo a algún lado o cargarle un bulto de alguna cosa, por mal que le vaya termina en la cárcel. En cambio, ayúdele usted a un militar para que vea lo que se le viene pierna arriba. La guerrilla no tiene cárceles, ¿me entiende?
Volveré a escuchar más adelante este tipo de comentarios. Un oriundo de Gaitania me dirá que la guerrilla “manda un papelito, y de inmediato hay toque de queda”. Otros habitantes hablarán de que el comandante de la columna Héroes de Marquetalia “los manda llamar”, y otros más mencionan las extorsiones. Hasta el comandante del Batallón de Combate Terrestre 69 nos recibirá en su despacho diciendo: “Tengan cuidado, Gaitania es un león dormido, pero cuando ruge, ruge duro”.
En la tradición oral de los indígenas nasa hay un hilo invisible que teje, a través del tiempo y la memoria, la historia de su pueblo y la de las guerras en Colombia: desde los enfrentamientos entre indígenas liberales y conservadores durante la Guerra de los Mil Días (1899-1902), hasta las pequeñas montañas que rodean el casco urbano de Gaitania y que fueron sembradas hace poco con minas antipersona.
Ese hilo conductor aparece, a su vez, en la forma de un apellido, una sucesión de saberes y rencores, una dinastía de caciques que rigió por casi 100 años el destino de los nasa en el sur del Tolima: los Paya.
Fueron ellos los primeros en llegar a estas montañas. Lo hicieron, según los relatos de los mayores, liderados por los hermanos Lorenzo y Juan Paya, dos indígenas liberales de Tierradentro, departamento del Cauca, que, agotados de los enfrentamientos con los conservadores nasa de Toribío y San Francisco, emprendieron en 1904 la búsqueda de tierras fértiles y tranquilas donde
arrancar el siglo XX.
Los nasa tuvieron pocos años para disfrutar solitariamente estas montañas recorridas por el Atá, un río estrecho y de color caramelo. En 1920, con los conservadores reinando desde Bogotá, el gobernador del departamento del Tolima estableció la Colonia Penal y Agrícola del Sur de Atá. Una pequeña cárcel en medio de la montañas, donde “eran enviados a purgar sus condenas quienes
cometían el ‘delito’ de contrabando de licores y tabaco”, explica un documento oficial del municipio de Planadas.
Otra, sin embargo, es la historia que queda al margen. El periodista Arturo Alape escribió en los 80 que la colonia, más que una zona de destierro para contrabandistas, fue receptora de “presos políticos durante la hegemonía conservadora”. Estos liberales perseguidos (y uno que otro rufián) poblaron y descuajaron en los años 30 estas montañas, luego de que el presidente Enrique Olaya Herrara ordenara el cierre de la colonia penal en 1931.
Luego, tras el asesinato del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán en Bogotá, el 9 de abril de 1948, sus habitantes bautizaron el lugar con el nombre de Gaitania. La década de violencia partidista que siguió al homicidio del caudillo dejó solo en el Tolima 35.294 muertos a punta de bala, machetazos y golpizas, según la Comisión Investigadora de las Causas de la Violencia.
Nos tomó siete horas por trocha llegar a Gaitania desde Neiva, y una hora más ingresar al resguardo Nasa Wes’x por la vereda Las Palmas. Llegamos pasadas las diez de la noche, por una trocha sin nada de luz. Por el camino, antes de entrar a territorio indígena, solo nos cruzamos con una compañía de soldados del Ejército, sudorosos y embarrados, con sus fusiles empuñados y sus morrales en la espalda. Faltan tres días para el 20 de diciembre, fecha en la que las FARC comenzarán la tregua indefinida y unilateral que los negociadores anunciaron días atrás en La Habana. Por eso no me sorprendió (pero sí me quitó la tranquilidad) ver a los soldados en plena campaña contra la columna móvil Héroes de Marquetalia de las FARC.
Ahora son las nueve de la mañana de nuestro primer día en territorio nasa wes’x. Rodeado de montañas y colinas, nuestro rancho se encuentra en un caserío de diez casas de madera, la mayoría con dos pisos y balcones adornados con materas, un campo deportivo techado y una
pequeña escuela primaria. De todo el paisaje, la escuela es de especial significación: en uno de sus muros aparece pintado un círculo con un rifle bajo una diagonal roja de prohibido.
Este es un territorio de paz. Lo ha sido desde 1996, cuando los indígenas dejaron de combatir a la guerrilla a cambio de que esta se comprometiera a no ingresar al resguardo, a no reclutar miembros de la comunidad, a no cobrarles impuestos de guerra.
Virgilio López Velazco, gobernador del Cabildo, con el bastón de mando en la mano derecha, extiende el otro brazo y señala el borde recto, largo y plano de una colina frente a nosotros, a unos 100 metros. El filo se encuentra a la misma altura de nuestra vista, paralelo al caudal del río Atá. Como si estuviera enterrado en la tierra, el río cobrizo y frío no nos deja mirarlo. Ambos, el filo del cerro y el río, marcan el límite entre los indígenas y el mundo, entre la guerra y su paz.
El río Atá, actual límite del resguardo Nasa Wes’x en las montañas del sur del Tolima.
Como gobernador, Virgilio condujo las negociaciones secretas y firmó el tratado de paz con la guerrilla en 1996. Le pregunto cómo era la vida en este caserío durante los años duros de la guerra contra las FARC: “Por acá, guerrillero que aparecía caminando por ese filo, plomo que se le daba”, me dice en un español tartamudeado señalando el borde de la montaña.
Virgilio tiene el rostro apergaminado y tostado, y por su nariz desciende hasta la quijada una profunda cicatriz que le divide el semblante. Durante los años de guerra (que al final también fueron los años de la amapola y de la plata fácil y de la compra de armas y el alcoholismo), un vecino enchichado le clavó un machetazo en venganza por un roce durante un partido de fútbol.
—Aquí éramos muy chicheros, nos tocó bajarle, por los niños —me dice el gobernador—. Nos poníamos a echar chicha y terminaba la gente borracha diciendo: “Yo soy de la guerrilla, yo soy del Ejército”, y todos se encendían a machetazos.
Desde hace 18 años no hay amapola en el resguardo. Las chicherías han disminuido. También los homicidios. Y la guerrilla pasa una que otra vez por las colinas del corregimiento sin ingresar al resguardo. Si uno de sus milicianos caminara hoy por el filo que tenemos enfrente, los indígenas le permitirían caminar y pasar de largo. Lo mismo sucede con el Ejército.
Le pregunto a Virgilio si podemos comenzar las entrevistas en video. Me sorprende con su respuesta. Debemos esperar, pues aún los mayores no han discutido si es conveniente que contemos esta historia. Poco a poco los veo llegar al rancho. Uno de ellos, al ingresar, me dice bromeando:
—Tengan paciencia, lo que pasa es que los indígenas pensamos a los 15 días. —Tiempo
después sabré que su nombre es Bernabé, hijo del gran cacique, guerrero y médico tradicional Justiniano Paya, huérfano de madre por culpa de las FARC.
Nos sentamos durante dos horas y los escuchamos deliberar en un arrullador nasayugue. No entendemos una sola palabra. El tiempo se hace eterno en otra lengua. Tengo la sensación de que alguno de ellos menciona a Cristóbal Colón.
Los indios aprendieron el arte de la guerra con Manuel Marulanda, me cuentan algunos en el resguardo. Tirofijo y Jacobo Prías Alape (Fermín Charry Rincón o Charro Negro), les enseñaron a utilizar las escopetas y a entrenar con disciplina. Otros me cuentan que fue Jesús María Oviedo, Mariachi, guerrillero de filiación liberal, como los Paya, quien los inició en estas artes. Por último, algunos indígenas godos aprendieron a matar con los chulavitas y los pájaros, y junto a ellos ejercieron esas rondas aleatorias y asesinas en contra de los liberales que se conocieron con el vergonzoso verbo de “pajarear”.
Marulanda, un comerciante liberal de Génova, Risaralda, había llegado a la zona de Planadas y Gaitania después del 9 de abril, para unirse a las guerrillas liberales de Gerardo Loaiza y de Mariachi. Por esa época, la finca de los Loaiza, ubicada en el poblado de Río Blanco, era un refugio de encuentro y resistencia de numerosos liberales y comunistas (limpios y comunes, se decían
entre sí), víctimas de la violencia de los policías y matones en la nómina del Partido Conservador.
Los primeros años no tuvieron mayores problemas. Los Paya y los nasa, en su mayoría, eran liberales, y la alianza con estos nuevos ejércitos irregulares fluyó como el caudal del Atá. Pero con el golpe de Estado de 1953, los liberales más acomodados dejaron las armas y, como Mariachi, comenzaron una guerra sistemática contra sus antiguos aliados comunistas, cuyo partido,
además, fue declarado ilegal.
Los indígenas se vieron de nuevo inmersos en una guerra de tres bandos. Y todos tuvieron que tomar partido. Hasta el punto de que en 1964, cuando el gobierno conservador atacó con desmesurada fuerza militar al caserío vecino de Marquetalia, los guerrilleros de Marulanda concluyeron que el ataque no habría podido suceder sin “la colaboración de una parte de la población indígena, (que) condujo las exploraciones y avanzadas del enemigo sin mayores obstáculos, utilizando sus trochas y caminos, por el corazón mismo de la zona indígena” (Jacobo Arenas, Diario de Marquetalia).
De las muchas masacres y actos de violencia ocurridos entre 1964 y 1996 en territorio nasa wes’x, hay algunas que suelen estar más presentes en la memoria de la comunidad. Está, por ejemplo, la muerte de Herminia Cupaque, que en 1982 fue baleada durante un atentado a su esposo, el capitán Justiniano Paya, junto a un camino veredal. También la masacre de Los Mangos, a finales de los 90, donde fueron asesinados Fidelina Paya, hermana de Justiniano, su esposo y tres de sus hijos, una vez más en venganza contra el cacique.
Sin embargo, ningún episodio es tan emblemático como el asesinato del mayor indígena José Domingo Yule, y la posterior masacre de su familia —esposa y dos muchachos— por parte de las FARC, poco tiempo después del cerco a Marquetalia.
Según cuentan los mayores, Yule murió por un engaño. Su yerno era un desertor de las FARC perseguido por sus antiguos compañeros guerrilleros. Al enterarse de que había un plan para asesinarlo, envió a su suegro al lugar donde lo esperaban los guerrilleros. Yule murió baleado en el lugar del encuentro, y su muerte activó una cadena de venganza de casi medio siglo: a los pocos días, un grupo de indígenas asesinó a tiros a cuatro guerrilleros, y luego acabó con el comandante a machetazos; las FARC, a su vez, respondieron asesinando en su rancho a la viuda del mayor José Domingo y a dos pequeños de 11 y 14 años que se encontraban con ella.
La masacre de los Yule despertó la ira de otro de sus yernos, Aquilino Paya, bisnieto del cacique fundador, Lorenzo Paya. A los pocos días de la muerte de la viuda, Aquilino llegó a la base militar en Planadas, pidió ayuda y lo montaron en un helicóptero militar rumbo a Neiva. “Fue el Ejército el que nos dio las armas. Ellos nos enseñaron a patrullar. Poco a poco nos fuimos convirtiendo en sus cómplices, sus escudos. Desde entonces comenzamos a cargar escopetas y ellos nos llamaban para que fuéramos a buscar a ver qué pasaba”, me cuenta su hijo, José Paya, capitán de la autodefensa nasa por los años en que acabó la guerra.
Aquilino, un cacique fuerte y con don de mando, murió en 1968 de una extraña enfermedad, que muchos de sus familiares todavía atribuyen a la brujería. Su hermano, Justiniano, lo sucedió en el cargo por más de 20 años. Durante esos años, el cacique Justiniano lideró un ejército de más de 70 indígenas, orientados por las Fuerzas Militares, y dotados con fusiles, granadas y una que otra arma
hechiza.
50 años después, al referirse a esos años, el hijo del cacique Justiniano, Bernabé Paya, escribiría en sus memorias:
Veíamos a alguien de la familia muerto cada semana… La juventud se empezó a armar. Nos volvimos más sofisticados y ya no andábamos con escopeta. Ya cada uno tenía una ametralladora pequeña. Nos armaron con esas metralletas. La necesidad de venganza era tanta que cuando la juventud se corrompe ya no se controla… Medio les parecía mal alguien y le daban. No había respeto hacia nadie y a los indios les tenían miedo…
Al profesor José Paya, 58 años, nacido en territorio indígena de Gaitania, delgado, bajo, suave y reflexivo al hablar, es fácil imaginarlo parado, con ceño fruncido y sobriedad, encarando en diversas ocasiones, y por separado, a la comunidad, a los indígenas armados y al comandante Jerónimo Galeano de las FARC. A todos les repitió incontables veces una frase que se volvió su eslogan:
“Dejen de matarse pendejamente”.
Igual de fácil resulta visualizarlo a los 18 años, recién llegado a los salones de la escuela de La Palma, un joven maestro de escuela rural, tan joven como los alumnos que se sentaban en sus clases. Entre ellos sus dos primos: José Paya, hijo de Aquilino, y Bernabé Paya, hijo de Justiniano, dos herederos de los grandes caciques guerreros, destinados a continuar la guerra.
El profesor José nos recibe en la escuela de la vereda La Palma. Una pequeña edificación de tres salones y un patiecito central desde el cual se observa el emblemático signo que prohíbe las armas en el resguardo. En uno de los salones, el “árbol de los valores” nasa extiende sus ramas de cartulina: en el tronco, compartir, respeto, responsabilidad, tolerancia, libertad; en las ramas, generosidad, alegría, amistad, humildad, paz y perdón.
José ha educado a decenas de niños indígenas del resguardo desde que llegó acá como profesor estatal en 1975. Por aquí pasaron muchos de los que serían gobernadores del Cabildo, y muchos más que, luego de terminar su periodo escolar, se vincularon a la autodefensa indígena para continuar la venganza contra las FARC.
El profe José creció en medio de la guerra. Nunca aprendió el nasayugue porque durante su infancia, por los días del cerco a Marquetalia, ser indígena era ser enemigo del Estado y enemigo de la guerrilla. Además, como maestro, fue testigo de la profunda escisión vital de Gaitania: los unos, cercanos al Ejército y a la autodefensa; los otros, simpatizantes de la guerrilla, e incluso miembros de ella.
—Era doloroso ver a los primos masacrados —nos dice—. Ver a los jóvenes y niños huérfanos, viudas…. Yo les llamaba la atención, les decía que la guerra no era viable. Pero ellos me decían que me dedicara a la escuela, que ellos tenían que vengarse de la guerrilla porque les habían matado a su familia.
La guerrilla, sin embargo, no fue el único elemento que por esa época dividió los corazones de los nasa. Durante las primeras dos décadas de la guerra, el liderazgo sobre el territorio había sido ejercido por los capitanes de la autodefensa. Un dominio fundamentado en la fuerza y la lucha, que comenzó a ser cuestionado a finales de los 80. Un sector de los nasa quería democratizar sus
procesos y formar un cabildo.
Pese a la resistencia inicial de los capitanes del sector armado, para mediados de los 80 los nasa wes’x habían constituido y oficializado el Cabildo en su territorio: una figura que, lejos del mando bélico del cacique, ponía el destino de sus habitantes en manos de una junta directiva elegida en asamblea anual. La figura del gobernador, cabeza de esta junta, remplazó entonces a la del cacique-guerrero como principal autoridad y abrió el camino para acabar la guerra de los Paya.
En 1993 murió Justiniano Paya, luego de 11 años de una vida difícil, en medio de la invalidez, producto del atentado contra su vida. Bernabé, su primogénito, que debía heredar su cacicazgo, renunció a su destino y aceptó, en cambio, convertirse en gobernador del Cabildo. Meses antes de su muerte, el hijo le había dicho al padre: “Guarde el arma que tiene para mí. Yo no tengo problemas ni rencor. Aunque chille y patalee, mi mamá no resucita…”. A su vez, José, su primo hermano, asumió la capitanía del ejército nasa. Dos Payas, descendientes directos del primer cacique nasa wes’x, asumían (sin saberlo ni proponérselo) la responsabilidad de comenzar a hacer la paz en estas tierras.
Bernabé, a sus 22 años, fue uno de los gobernadores más jóvenes del Cabildo. Y aunque con su decisión de aceptar el liderazgo civil de la comunidad había enviado un importante mensaje para comenzar a desescalar el conflicto, tendría que pasar un año para que su sucesor, el gobernador Virgilio, pusiera en marcha los diálogos secretos de paz. Sería este mayor, con su cicatriz en la cara y su hablar tartamudeado, quien emprendería una sucesión de complejos diálogos secretos y tácticas diplomáticas que conducirían a que, el 26 de julio de 1996, se firmara el tratado junto al comandante Arquímedes Muñoz Villamil, alias Jerónimo Galeano, un guerrillero equilibrado, amable e implacable, hombre de confianza del Estado Mayor de las FARC.
Jerónimo envió la primera carta. Y no era precisamente un gesto de paz. Los indígenas habían matado a un guerrillero y, como era usual, el comandante “había mandado llamar”. Virgilio supo en ese momento leer el alma del Cabildo, intuir sus cambios. Y en respuesta envió una propuesta de diálogo para detener la guerra.
El intercambio epistolar entre el gobernador y el guerrillero, y la historia que estas cartas podían contar, se desintegraron entre las selvas y cultivos de Gaitania, a través de pequeños trozos rasgados que los indígenas desechaban disciplinadamente y de inmediato.
El mayor Ovidio Paya, mano derecha de Virgilio durante esos años, nos recibe en la Casa Indígena de Gaitania. Es de noche, hablamos casi en la penumbra, un par de soldados irrumpen de repente “para ver si todo marcha bien”. Les explico que tan solo estamos grabando un documental. Ovidio comienza entonces su relato, describiendo el miedo que sintió la primera vez que Virgilio tuvo que carearse con el comandante del sexto frente de las FARC:
—Fue en Peña Rica, un caserío en medio de la montaña. La guerrilla nos dijo que ellos no eran enemigos de los indígenas y que no había necesidad de que hiciéramos parte del Ejército. Que la fuerza pública no estaba ayudando al pobre, sino a los capitalistas, que eran los que tenían arruinado a este país. ¿Por qué los nasa estaban metidos en eso? Los indígenas les salían a los caminos, los atacaban, y ellos tenían que responder al ataque. Entonces Jerónimo nos dijo: “¿Podemos llegar a un acuerdo para que no participen con el Ejército y se queden con el Cabildo no más?”.
Esa fue la primera de muchas conversaciones con Jerónimo. Siempre secretas. La comunidad nunca lo supo. Se encontraban a la media noche, en veredas distantes, en San Pedro, en Peña Rica, en Cachichí…
Tanto Virgilio como sus dos más importantes asesores —Ovidio y el profesor José— sabían que debían actuar, con inteligencia, en varios frentes simultáneos. Por un lado, negociar los puntos con las FARC; por el otro, generar las condiciones entre la comunidad que garantizaran el respaldo de la base al proceso. Por último —quizás lo más importante—, convencer a los Paya y al resto de familias armadas de que era hora de dejar las armas.
Continúa el viejo Ovidio:
—El gobernador Virgilio para eso comenzó a reunir a las mujeres, a las viudas, y a ¡hacerles la pregunta que si ellas veían necesario continuar con la autodefensa. Entonces las viudas dijeron que ellas no estaban de acuerdo con eso. Que habían perdido los hijos, los maridos, y que pues a ellas solas les había tocado que levantar los hijos y que nunca habían tenido ayuda de nadie.
Virgilio basó su estrategia en construir consensos de la base hacia arriba. Primero arrancó con las viudas, para llegar gradualmente a los guerreros. Aunque fueron meses difíciles —los muertos continuaron a la par de las conversaciones—, la idea de un desarme indígena fue ganando espacio en los corazones de la comunidad. Poco a poco, Virgilio fue ampliando el círculo de conversaciones en el Cabildo: una vez logrado un consenso amplio buscó convencer a la guardia armada comandada por el joven José Paya.
Paralelamente, las conversaciones secretas con las FARC continuaron en el monte. Jerónimo pidió que los indígenas dejaran transitar a sus hombres por el resguardo. Virgilio se negó. El comandante les propuso la compra de sus armas. Los indígenas se negaron de nuevo (entre otras, por razones estratégicas: ocultar la naturaleza de su armamento, algo precario, ampliaba su margen de negociación). Luego vino el punto del reclutamiento: los mayores aseguraron que por ningún motivo permitirían que los miembros del resguardo se fueran para las FARC. El que lo hiciera, sería castigado.
¿Qué sentido tenía para Jerónimo esta negociación? ¿Qué ganaban ellos si los indígenas les negaban todo? Virgilio me dio la respuesta el día de mi llegada al resguardo: “Tranquilidad”, me dijo, “tranquilidad”.
Me habría gustado conocer la versión de Jerónimo, pero eso es imposible: el comandante y jefe de seguridad de Alfonso Cano murió en un bombardeo de las fuerzas militares en 2011 en zona rural de Neiva, cuando el Ejército le cerraba los espacios al máximo comandante de las FARC.
Avanzadas las conversaciones con la guerrilla y persuadida la mayor parte del Cabildo, llegó el momento de hablar con el capitán José Paya y su pequeño ejército. Junto a Virgilio, el profesor José citó a la autodefensa a un pequeño salón de techo de zinc frente a la escuela. Allí, los hombres armados escucharon a los mayores:
—Ustedes están aquí peleando pendejamente —arrancó a decir el profe José a muchos de sus
exalumnos.
—¿Cómo que pendejamente? Pendejo será usted… —respondieron varios.
—A ver, ¿a ustedes el Estado qué les está dando? ¿Qué han recibido? ¿Quién tiene una casa? ¿Cuál de los huérfanos ha ido a estudiar? ¿Cuántas viudas han recibido ayuda del Ejército por sacrificar a sus esposos?
Hubo un silencio en el salón. Virgilio lanzó la noticia. Estaban conversando con la guerrilla. Era hora de acabar el enfrentamiento.
—¿Y quién nos garantiza la vida? —preguntó un miembro de la guardia. A lo que el gobernador Virgilio respondió:
—La vida, primero, se la garantiza usted mismo. Pero lo hace acogiéndose al Cabildo, que es la máxima autoridad.
—¿Y si me amenazan quién me defiende?
—El Cabildo.
El capitán José pidió entonces la palabra y zanjó con una sola frase el rumbo del destino de los nasa wes’x:
—Si el Cabildo nos protege, bajamos las armas.
Había ganado el Cabildo.
El 26 de julio, en un pequeño rancho de madera en la vereda La Esmeralda Alta, el joven gobernador Virgilio López, el comandante Jerónimo Galeano y José Luis Serna Alzate, delegado de la Conferencia Episcopal, se sentaron frente a una mesita de madera decorada con dos ramos de flores rojas y amarillas, y firmaron el acuerdo por el “Fin de la Violencia en el Resguardo Indígena Paéz de Gaitainia”. Los acompañaban Delphine Vann, representante del Comité Internacional de la Cruz Roja, y más de 60 miembros de la comunidad nasa wes’x.
Esa tarde hubo fiesta, comida, chicha. Un año después, volvieron a celebrar en grande. Luego pasaron los años, y pese a uno que otro conflicto, rápidamente resuelto entre los mayores y los comandantes, el tratado siguió en pie.
El último día de nuestra visita a Gaitania pasamos por la plaza del corregimiento en busca del coronel Pedro Manuel Bobadilla, comandante del Batallón de Combate Terrestre 69. Caminar por la plaza de este corregimiento, antigua colonia penal, es toda una experiencia histórica: en la esquina del parque se levanta un pequeño obelisco tricolor en honor a Ismael Montero Rodríguez, el comandante de policía que fue asesinado de un solo tiro desde las montañas colindantes por
Manuel Marulanda Vélez (de ahí salió el Tirofijo); en otra esquina hay quien cuenta que frente a tal casa fue que Mariachi mandó a matar a Charro Negro; entre tanto, uno se puede tomar un café Gaitania, orgullo del pueblo, “calidad de exportación”, mientras ve pasar a Pote, de quien todos dicen es un hijo natural de Tirofijo, y hoy, alcoholizado y con discapacidad mental, es el consentido callejero de Gaitania.
El coronel Bobadilla nos recibe en su oficina y luego de demostrar asombro por enterarse de que la guerrilla no nos ha parado en tres días de visita, nos invita a acompañarlo a presentar su programa radial, que emite a través de dos parlantes en la plaza, desde una mesa de madera ubicada en un frigorífico abandonado justo al lado del batallón.
—¡Estamos invitando a todas las novias y esposas de los milicianos de las FARC: ustedes pueden ayudar a la paz! Si usted sabe que su marido o novio hace parte de la guerrilla… ¡Córtele los servicios! ¡Mándelos a dormir al piso! —dice Bobadilla imitando la voz de un DJ de emisora juvenil.
El Ejército llegó a Gaitania en 2005. Y, sin embargo, Bobadilla, que lleva un año y medio a cargo de este batallón, pocas veces sale más allá del perímetro de la improvisada emisora. Dice que la guerrilla tiene apostados francotiradores para asesinarlo, y que la colina más cercana al pueblo fue recientemente sembrada con minas antipersona.
El coronel nos invita a almorzar. Nos explica que adelantan trabajos permanentes para ganarse la confianza de la población, nos dice que en el último año solo ha habido dos muertes en la región, y que han aumentado considerablemente las desmovilizaciones de guerrilleros. A nosotros, sin embargo, lo que más nos interesa es saber su posición frente al tratado de paz de los nasa wes’x y las FARC.
—El Ejército no reconoce ese tratado, es un tratado inconstitucional con un grupo de bandidos y terroristas —nos explica. Y añade que sus fuerzas pueden ingresar en cualquier momento a territorio indígena—. Nosotros somos una fuerza legítima, no tenemos territorio vedado.
Nos despedimos agradecidos con el coronel. Bobadilla, amablemente, nos despide pidiéndonos que tengamos cuidado. De repente señala mi camiseta —una t-shirt de turista negra, con una estrella blanca, con la leyenda de Kaosan Road, Bangkok— y me advierte con seriedad:
—Si esta noche pasa algo, se vienen corriendo del hotel para el batallón. Pero sin esa camiseta, que es la que usan los milicianos de Héroes de Marquetalia.
A los pocos días de regresar a Bogotá, descubrí el libro Paz y Resistencia: experiencias indígenas desde la autonomía. El texto, editado por una organización no gubernamental, recoge modelos indígenas de no violencia, incluyendo un largo relato escrito por Bernabé Paya. Leer a Bernabé me impactó: solo entonces comprendí que a esta historia de violencia la subyacía una cadena de venganzas y rencores, que por muchas décadas alimentó la cultura de la dinastía Paya.
Bernabé Paya, aunque estaba destinado a seguir los pasos de su padre, decidió en cambio asumir el bastón de mando y ser gobernador en 1992.
En cierta medida, tanto Bernabé como su primo José habían detenido ese ciclo de violencia y renunciado a recibir como herencia la tradición de la venganza.
Tuve la sensación urgente de que no debía escribir este relato sin hablar largamente con él, pues solo había tenido la oportunidad de verlo unos minutos el primer día, cuando los mayores se reunieron a decidir si nos dejarían “realizar el trabajo”.
Días después, aprovechando un viaje suyo, logramos concertar un encuentro en Ibagué. Yo ya sabía que su padre había sido el gran Aquilino Paya. También conocía la forma en la que su madre había sido asesinada cuando las FARC buscaron eliminar al cacique. Yo quería saber por qué, siendo él primogénito del capitán de la autodefensa, no había decidido vengarse, de la misma forma en la que lo hizo buena parte de sus familiares durante casi medio siglo.
Bernabé quiso encontrarse conmigo en el Conservatorio de Música de Ibagué, un hermoso edificio de ladrillo con arcos y ventanas coloniales, y un amplio patio central adornado por palmas de cera que elevan sus cogollos hacia el cielo. Allí funcionaba el colegio Juan Bosco, un centro educativo para huérfanos, adonde llegó Bernabé en 1982 a los pocos meses de perder a su mamá y de quedar inválido su padre.
Vi a Bernabé caminar por los corredores despacio, sonriente y sorprendido.
—¡Esto no ha cambiado nada! —decía con la alegría de un niño, mientras dibujaba en el espacio objetos y personas que ya no son: el lugar donde castigaban a los niños, la cochera de los marranos, los cultivos de maíz, el patio donde de noche asustaban los espantos…
En esos mismos corredores tuvo que hacer un duelo solitario y confuso, a sus 12 años. El resultado de ese proceso cambiaría en buena parte el futuro de su pueblo.
—¿Por qué renunciaste a esta cadena de venganzas? —le pregunté.
Bernabé comenzó contándome que cuando asumió la gobernación, en 1993, lo primero que hizo fue ir a hablar con la guerrilla. Se fue de frente contra los comandantes, “¡dejen la mierdada!”, les gritó, “¿por qué tenían que matar a mi mamá? ¿por qué no mataron a mi papá, que era el comandante? Eso me duele. Eso me ha ardido. Asesinos de mujeres. ¡Es lo más incorrecto que ustedes han hecho!”.
Los guerrilleros lo dejaron desahogar, y luego le dijeron que los guerrilleros que habían asesinado a su madre eran milicianos nasa, indígenas pertenecientes a las FARC.
—Ahí entendí que el odio o el rencor de la guerrilla no tenía que ser así. Debía entender de dónde había venido el problema, y comprender que todos teníamos responsabilidad —me dijo Bernabé—. Además, ya para ese entonces había tenido a mi primer hijo. Y supe con seguridad que no quería que mi hijo creciera huérfano. Adentro de mí, la guerra se acabó.
El salón de paredes carcomidas se llenó de silencio. Bernabé lloró.
Cuando retomamos la conversación, quise saber una última cosa: ¿qué era lo que habían hablado durante dos horas, ese día que los mayores nos recibieron en Las Palmas?
—Hablamos de la paz —me respondió—. De lo que significa la paz. De lo importante que nuestra paz con las FARC trascienda al resguardo e incluya a Gaitania y a Planadas y otros pueblos de Colombia…
—¿Y qué significa la paz, Bernabé?
—Para los nasa la paz es un equilibrio social, que se basa en que cada individuo tenga una relación armónica consigo mismo, con el medio ambiente y con los demás.
A ese equilibrio lo llaman buen vivir, que en nasayugue se escribe wêtwêt fxi’zenxi.