Las fumigaciones se harán en tierra, con cuadrillas de erradicadores que llevarán el glifosato en aspersores manuales y serán escoltados por la Fuerza Pública.
El Consejo Nacional de Estupefacientes decidió este miércoles que el glifosato volverá a ser utilizado para combatir los cultivos ilícitos en Colombia. Esta vez, en vez de avionetas, los encargados de su aspersión serán erradicadores manuales que, en tierra, cargarán en sus espaldas los aspersores con el químico.
La estrategia fue presentada por la Policía Antinarcóticos y pretende compensar una determinación que, en mayo de 2015, suspendió el uso de ese herbicida en aspersiones aéreas. La decisión del año anterior fue recomendada por el Ministerio de Salud con base en un concepto de la Agencia Internacional para el Estudio del Cáncer (Irac) de la Organización Mundial de la Salud que calificó el glifosato como probablemente cancerígeno.
Ese, sin embargo, es solo uno de numerosos conceptos de instituciones que se contradicen sobre los efectos que el uso de ese producto tendría para la salud humana. Sin que exista evidencia que descarte los eventuales efectos nocivos sobre los cuales alertó la Irac, el gobierno colombiano acaba de tomar la determinación de volver a utilizarlo.
“Esta estrategia es como quitarle un pelo a un gato”
“Tenemos que enfocar nuestra lucha contra los eslabones más fuertes de la cadena: los grandes narcotraficantes, los proveedores de insumos químicos, las organizaciones que facilitan el lavado de activos. A las mafias hay que golpearlas donde más les duele”.
Esa fue una de frases que más resonaron del discurso que dio el presidente Juan Manuel Santos hace apenas unas semanas en la Sesión Especial de la Asamblea General de las Naciones Unidas sobre el tema de drogas (Ungass 2016). Pero, a juicio de algunos sectores de la opinión, esa postura que vende el Gobierno en escenarios internacionales, va en contravía de las determinaciones que se toman a nivel interno. Volver al glifosato es una de ellas.
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“Esto contradice totalmente el discurso del presidente Santos en Ungass. El Gobierno fue líder en la discusión con uno de los discursos más progresistas, clamó por cambios y reformas en materia de política de drogas. Pero esta decisión nos regresa a políticas viejas porque la fumigación manual ya se ha ensayado en Colombia y se dejó de usar por ineficiente y por sus riesgos”, dice Pedro Arenas, del Observatorio de Cultivos y Cultivadores Declarados Ilícitos de Indepaz.
El método ya fue utilizado. Entre las dificultades que se percibieron para su masificación estuvo el factor logístico, por cuenta de las cantidades de agua que deben ser mezcladas con el químico y que son difíciles de transportar. También, el factor seguridad, por el riesgo de las minas antipersonal y de tener a decenas de personas en zonas de influencia de grupos armados; y el de salud, por el contacto directo de los encargados con el herbicida.
A eso se suma que si bien, de acuerdo con la Policía, la estrategia podría llegar a facilitar la erradicación de entre cinco y seis hectáreas de cultivos ilícitos por día, mucho más que las 1,5 que se destruyen con las técnicas de erradicación terrestre convencionales —que consisten en retirar mata por mata—, para los expertos, los costos de su implementación serían mucho mayores.
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“Todos esos recursos estarían mejor invertidos en inteligencia, en control fluvial, en investigaciones más integrales orientadas a desestructurar las bandas dedicadas a las actividades que implican mayores niveles de violencia y corrupción”, asegura Julián Wilches, exdirector de Política de Drogas del Ministerio de Justicia.
“La prioridad debe ser la salud pública y los derechos humanos en la política de drogas, y una fuerte estrategia para combatir el crimen organizado que se lucra del narcotráfico y otras economías ilegales”, agrega Wilches. Según él, “la solución de fondo es que el Estado tome el control de un negocio que hoy manejan las organizaciones criminales y que les deja inmensas cantidades de dinero”.
Hoy el tamaño del negocio de la cocaína supera por mucho las capacidades del Gobierno. Según Wilches, ese mercado mueve cerca de 80 billones de dólares anuales, lo que significa que en menos de dos años duplica la inversión sumada del Plan Colombia en 15 años.
El tamaño de ese fenómeno también queda en evidencia si se miran, en lo local, los efectos reales que ha tenido la guerra contra los cultivos ilícitos: entre 2003 y 2014 fueron erradicadas o fumigadas cerca de 1,8 millones de hectáreas, sin embargo, la reducción real de hectáreas cultivadas en el mismo periodo solo alcanzó las 14 mil.
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“La evidencia es contundente en indicar que el eslabón en el que se producen menos resultados a mayores costos es el de los cultivos. En este eslabón hay mucha gente involucrada, alrededor de 400 mil personas en más de 20 departamentos de Colombia. Estos no son los grandes criminales, son campesinos que están realizando una actividad ilegal pero que no tienen el poder de fuego o el poder de corrupción de las grandes organizaciones, como los Úsuga. Esos son lo que hay que perseguir. Es decir, a la luz del propósito de combatir el crimen organizado y las guerrillas, esta estrategia es como quitarle un pelo a un gato, pues no se va a erradicar mucha coca y en cambio se generan muchos efectos colaterales, a altos costos”, dice Wilches.
Esos efectos colaterales tienen varios frentes. La estrategia planteada por la Policía sugiere que el glifosato sea transportado por cuadrillas de erradicadores que estarán escoltados por la Fuerza Pública. Serán esos grupos los encargados de entrar a los territorios apartados donde se encuentran los cultivos ilícitos y hacer la fumigación.
Pero además del riesgo para esas personas, Pedro Arenas insiste en que concentrar el debate en las fumigaciones desvía la perspectiva de derechos humanos sobre la cual debería soportarse la política de drogas en Colombia.
“Como se han puesto en riesgo a los erradicadores manuales, al Estado le toca desplegar un aparataje de guerra que es contrario a la perspectiva de derechos humanos. Ese aparataje lo que hace es violentar la vida de esas comunidades. Además, no estás entrando a un barrio de Bogotá, sino a una zona donde hay otros actores armados. Cuando esta estrategia penetre a zonas de las Farc va a poner en riesgo incluso el mismo cese unilateral”, explica Arenas.
Entre tanto, el argumento de quienes defienden la necesidad de fumigar se sustenta en el incremento en las áreas cultivadas. El año anterior, de acuerdo con el gobierno de Estados Unidos, la cifra llegó a las 159.000 hectáreas de coca, un aumento del 42 por ciento en comparación con 2014 y que coincidió, precisamente, con la suspensión de las aspersiones aéreas.
Para Arenas, lo que esas cifras ponen en evidencia es que el Estado aún no comprende que es necesario ofrecerles distintas alternativas a las comunidades que viven de los cultivos ilícitos y que volverán a sembrar así sus fincas sean fumigadas: “No se puede argumentar que como los cultivos crecieron se debe acudir a la fumigación. Suspendieron las aspersiones el año pasado, pero no pusieron en marcha programas sociales que llegaran a esas comunidades”.