Estuvimos en el encuentro de 500 voluntarios de empresas nacionales y extranjeras con los campesinos del Cañón de Las Hermosas, retaguardia histórica de la guerrilla.
- Cañón de las Hermosas. Foto cortesía Vamos Colombia.
Por: Sebastian Serrano
Luego de recibir la invitación, copié y pegué en la barra de Google el nombre del lugar: Las Hermosas. Más tarde, una búsqueda en YouTube arrojó como primer resultado el título ‘DISPARANDO UNA .50 EN EL CAÑON DE LAS HERMOSAS’. El video pertenece al canal de Edilson Andrés Ducuara Ramírez: foto de perfil de camuflado, una metralleta en la mano y dos cadenas de munición cruzadas sobre el pecho. Un segundo video en el mismo canal se titula ‘Operación CAÑON LAS ERMOSAS’ (sic.).
Se trata de seis minutos de video en baja calidad. Comienzan desde el punto de vista de un hombre que dispara ráfagas de plomo hacia una loma verde con un parche de árboles, desde el cual alguien responde al fuego. Tras un corte, el camarógrafo se acerca a un cuerpo tirado en el suelo sobre una metralleta. Después se dirige a otros dos cuerpos que están a pocos pasos en las mismas condiciones. En cada parada aprovecha y hace primerísimos primeros planos de las heridas, y cuando por fin habla, dice: “A esta gonorrea fue y le destaparon la cabeza ahí”. Segundos después agrega: “La de abajo era un niñita”.
El Cañón de las Hermosas ha sido uno de los principales teatros de la guerra en Colombia. En el papel es un corregimiento de dos docenas de veredas que abarcan una región que va del páramo del Parque Natural Las Hermosas a los calurosos alrededores de Chaparral, Tolima. Según la narrativa del conflicto armado, es uno de los nudos montañosos de la cordillera donde los comandos campesinos se refugiaron de las incursiones de la policía conservadora ‘chulavita’ en los años cincuenta. Así, se convirtió en su retaguardia y fortín hasta los últimos días de las Farc.
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Contra estos abismos tendía sus emboscadas el bandolero Rafael Valencia en la mitad del siglo XX, y por estas laderas hasta llegar al páramo el entonces comandante de las Farc Alfonso Cano’ huyó a principios de esta década antes de caer en una operación militar en el Cauca, del otro lado de la cordillera.
Pero incluso en los filos y abismos del Tolima profundo, hoy los tiempos están cambiando. Edilson Ducuara subió su video a YouTube el 18 de noviembre de 2014, en plena guerra. El pasado lunes, después de la victoria del No en el plebiscito, después de la firma final de los acuerdos y del inicio de su implementación, 6.200 hombres de las Farc emprendieron su camino a 26 zonas veredales, de las cuales saldrán desarmados. Dos días después de la “última marcha” de la guerrilla, yo me alistaba a acompañar a un grupo de 500 empleados de multinacionales del sector extractivo, un conglomerado del sector financiero y un puñado de pesos pesados del sector industrial de Colombia —todos enemigos de siempre de la guerrilla— a hacer un voluntariado social en la vereda Santa Bárbara, bien adentro del Cañón de Las Hermosas.
- Cañón de las Hermosas. Todas las fotos cortesía de Vamos Colombia.
Partimos en cinco flotas, y seis horas después llegamos al batallón Caicedo, a las afueras de Chaparral. En una plazoleta de concreto, que gracias al canal de Edilson Ducuara yo ya había visto la noche anterior, nos esperaba un conjunto vallenato del Ejército que interpretaba La Reina, de Diomedes Díaz, para una pequeña multitud acalorada y pegachenta.
Luego tomó el micrófono el coronel Díaz, comandante de la Fuerza de Tarea Zeus, quien nos dio la bienvenida y agradeció nuestra presencia en una zona donde entre 2002 y 2013 se había presentado “un sinnúmero de combates” que le habían costado la vida a 350 soldados del batallón.
Luego el gobernador del Tolima, Óscar Barreto, celebró la presencia de “la empresa privada” que había venido hasta la región a “traer desarrollo”. La misma idea —a veces presentada como progreso, otras veces como desarrollo, otras veces bajo el genérico “oportunidades”— se paseó por las conversaciones que sostuve durante los cinco días siguientes con líderes y peatones de las veredas de Las Hermosas, con funcionarios de la Asociación Nacional de Industriales y con voluntarios de las distintas empresas.
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Iván Benavides, uno de los consultores de la iniciativa, dice que Vamos Colombia es una gira de voluntariados por algunos de los lugares más remotos y golpeados por el conflicto. Las visitas debieron haberse hecho en noviembre, pero la victoria del No en el plebiscito obligó a la Asociación de Industriales de Colombia y a la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID), principales ejecutores y financiadores del proyecto, a aplazarlas tres meses.
Pero ahora estaban aquí, y se veían exactamente como uno podría esperar que se viera un voluntariado organizado por la empresa privada: un desfile de camisetas con el logo de la compañía en el pecho: las del Grupo Davivienda Bolívar y Cemex eran blancas con el nombre del voluntario en la espalda; las de Microsoft, grises; las de la gente de la Andi eran las únicas de cuello tipo polo, y los voluntarios de la empresa canadiense Anglo Gold Ashanti venían de civil porque en sus maletas solo traían los overoles, las gafas, los guantes, las gorras, las botas y todos los aperos propios de una multinacional dedicada a la minería, sea en los páramos o en la selva.
Nos acompañaban también docenas de cajas llenas de agua, botellas de Powerade y algunos productos menos queridos de la familia Nutresa; varios metros de tubería de media pulgada marca Pavco y una marca del grupo Mexichem; una pareja de músicos; 100 balones de fútbol prácticamente imposibles de pinchar, tecnología desarrollada por la Fundación Chevrolet —patente pendiente— y varias docenas de maletas tipo alpinista repletas de lo que la invitación describió como “ropa que se pueda ensuciar”.
Pero el grupo también ocultaba unas cuantas cosas que escapaban al cliché del voluntariado empresarial: una delegación de ocho exguerrilleros afiliados a la Agencia Colombiana para Reconciliación, otra de igual número de El Golero, una empresa de manejo de desechos orgánicos creada y gerenciada por recicladores y un equipo de medios capaz de transmitir en tiempo real todas las intervenciones del voluntariado desde una región sin señal de teléfono celular.
No era exactamente la cuota inicial para una revolución técnica y social en el campo colombiano. Pero tampoco pretendía serlo.
Según Iván Benavides, un hombre calvo y conversador que se desempeña como consultor del proyecto, la esencia de Vamos Colombia no está en la construcción de ocho terrazas de cultivo, un pozo séptico, una casa pequeña para los jornaleros que visitan la vereda Santa Bárbara en época de cosecha cafetera y otro puñado de obras que adelantaran los casi 500 voluntarios durante tres jornadas de trabajo. “Aquí lo que importa es la construcción de paz”, me dijo. ¿Y cómo construir paz? “Usted simplemente pone a trabajar a toda esta gente de la ciudad hombro con hombro con la gente del campo, y el resto va pasando solo”.
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Nos montamos en diez chivas (uno de los voluntarios describió el trasbordo como “quite impressive”) y comenzamos a trepar por una carretera destapada que bordea un costado norte del Cañón de las Hermosas. En estas montañas viven un poco más de 5.000 personas que han venido colgando sobre las empinadísimas faldas casas, cultivos (casi todos cafetales) y unos cuantos animales. La unidad estándar de distancia es “el filo”, los pequeños altos que forman las estribaciones de la cordillera.
Quienes viven en veredas como La Alemania y Virginia deben andar por este camino entre cinco y seis horas por trayecto. Nuestro destino, Santa Bárbara, se encuentra a dos horas y media. Durante el recorrido, Gerardo Angarita, vicepresidente de Asohermosas, una de las cinco asociaciones campesinas que existen hoy en la región, nos pone al tanto de la historia reciente del Cañón de las Hermosas:
Desde el 89 comenzó a entrar aquí el cultivo de Amapola. Con la Amapola llegó una plata que nunca habíamos visto. Era una época en la que todos los hombres andaban con un fajo de billetes en el bolsillo y los niños desde los 14, 15 años ya cargaban su revólver. A la larga esa época le hizo mucho daño a las familias.
Eso duró como hasta el 2004, que entró aquí el ejército y el programa de familias guardabosques del gobierno Uribe. Ahí nos tocó a los líderes ir de finca en finca convenciendo a la gente de dejar el cultivo de amapola y dedicarse a reforestar todo el monte que habíamos tumbado por el afán de hacer plata.
Hoy en día no hay amapola en el Cañón de las Hermosas. La mayoría de la gente ha vuelto a dedicarse al café. El problema es que los precios del café ya no son los mismos. A mí, por ejemplo, luego de cultivar, cosechar, secar, tostar el café, empacarlo, bajarlo hasta el pueblo y volver hasta mi finca me quedan entre 200.000 y 250.000 pesos. Eso sí sale buena la carga. Y uno puede estar sacando una carga cada 20 días.
Yo no sé si es porque uno es desordenado o tolimense que el café aquí no da como en otras partes del país. Yo a duras penas tengo la primaria. Yo a duras penas sé decir el internet. La idea es que nuestros jóvenes tengan más conocimiento y si Dios quiere con la ayuda de estas empresas vamos a conseguirlo.
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Luego de andar por el mundo corriendo hacia las guerras en lugar de huir de ellas, un señor polaco llamado Ryszard Kapuscinsky escribió que “la persona que ha vivido una gran guerra es diferente de la que no ha vivido ninguna” y sentenció que “nunca encontrarán un lenguaje común”.
Ese malentendido o, más bien, ese nadaentendido se dio por todas partes durante la primera jornada de Vamos Tolima, la versión departamental de Vamos Colombia. Luego de pasar la noche en colchonetas sobre el piso de la escuela primaria de la vereda, los voluntarios se dividieron en cuadrillas de unas diez personas para adelantar las obras prometidas. El Ejército y una docena de técnicos de la organización apoyaron a los voluntarios, en su mayoría oficinistas, en las tareas más físicas.
“Uno normalmente no es el que hace esta mierda”, me dijó un voluntario de Pavco que normalmente se pasa el día sentado en una oficina en Bogotá para asesorar a potenciales clientes, pero que en Las Hermosas recibió un chorro de agua en la cara mientras cambiaba un tubo. Y lo hizo de buena gana.
Afuera, en la cancha de fútbol del colegio, los militares armaron la carpa del Circo Colombia y junto a ella los residentes de la vereda pusieron otras cuatro tiendas más pequeñas donde vendieron gaseosa, chocolates, empanadas, cerveza y otros productos.
Alrededor de estas carpas pronto comenzaron a llegar los curiosos de las veredas aledañas, atraídos por la visita de una delegación de 500 personas a su corregimiento de 5.000 habitantes. El contacto entre ‘los voluntarios’ y ‘la comunidad’, sin embargo, fue mínimo.
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El corregimiento de Las Hermosas sigue siendo un lugar bastante jodido: más allá del discurso optimista de sus líderes, sus habitantes aún cargan el peso de su pasado reciente y viven en un presente en la incertidumbre.
Todas las personas con las que conversé temen que el vacío de poder que deja la guerrilla sea ocupado por “el ladronismo”, cuando hasta hace poco aquí nadie tenía que cerrar la puerta de la casa cuando salía. Los habitantes temen por quién hará ahora el control social del que las Farc se encargaron durante años porque, como me dijo un residente de la vereda Santa Bárbara, “aquí la gente no le camina ni al ejército, ni a la policía”.
Gerardo Angarita tiene su finca en venta hace varios meses. Muchos campesinos han tomado la decisión de enviar al resto de sus familias a Chaparral, dónde hay una escuela secundaria, y también han puesto sus fincas en venta para reunirse con sus familias.
“Ya se cansa uno de tanto trabajar en el campo, de tanto andar sucio”, me dijo Dagoberto Reinoso, un campesino bien afeitado, de piel clara y camisa escurrida que me invitó a escampar en su casa. Dagoberto, de 42 años, me recordó lo difícil que es cultivar café (en realidad cualquier cosa) en una pendiente de más de 45 grados. “Por eso todos los campesinos somos así, sequitos”, me explicó mientras estiraba el cuello y los brazos, flacos todos.
Alzó el hacha una vez más para castigar un leño gordo y seco frente a la mesa del comedor (en Las Hermosas todo el mundo cocina con leña) y me dijo que los pesticidas le están comenzando a afectar la vista y que la idea de hacer todo esto a cambio de lo suficiente para sobrevivir lo tiene desmoralizado. “A mí sí me gustaría venderle a alguien e irme a vivir a otra parte”, dijo mientras su hija, una adolescente morena y silenciosa, ponía la mesa para tres personas.
En Las Hermosas los jóvenes saben que quieren, pero todavía no saben qué quieren. La mayoría de adolescentes con los que conversé en cinco días quiere irse de la región para “estudiar y conocer”, aunque no especifican qué les gustaría estudiar o en dónde.
Son timidísimos. Pero, para ser justos, Las Hermosas es un corregimiento dónde recibir forasteros es tan inusual que muchos aún no se han puesto de acuerdo en un gentilicio para presentarse: algunos son hermoseños, otros hermosunos. Su ropa, sin embargo, habla con claridad acerca de sus aspiraciones: visten jeans entubados de esos que quitan las ganas de agacharse a recoger café, camisas de puntitos multicolores y réplicas de los Adidas Yeezy de Kanye West.
Andrés Rubiano, de 29 años, ya se fue y volvió. Está sentado frente a uno de los tres platos de sudado de pescado, papa y arroz que sirvió la hija de Dagoberto, su cuñado. Mientras comemos, me cuenta que luego de once años de trabajar informalmente en ciudades intermedias de Ecuador y Perú, volvió a Las Hermosas hace un año y medio “porque al menos aquí uno siempre tiene qué comer, trabaje o no trabaje”. Ya se acostumbró otra vez a madrugar, aunque a veces, cuando caen aguaceros como este, se aburre porque le hace falta chatear.
Andrés tiene un hermano mayor, que se hizo soldado profesional y decidió no volver porque la vida en Las Hermosas “no era la suyo”. Y uno menor, que murió de dos balazos hace dos años.
Entre el mundo de Las Hermosas y el de los voluntarios hay mucho más que diez horas de camino, y mientras todos toman cerveza en silencio luego de la primera jornada, la distancia se hace sentir en la miradas que ahora intercambian tres empleados de Cemex con tres hombres del corregimiento.
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La jornada de trabajo del viernes en la mañana, programada de 8 a 12, se extendió porque algunos presidentes de las empresas que aportaron voluntarios, el gobernador del Tolima y el alcalde de Chaparral tenían programado visitar la escuela. Era conveniente que encontraran a su gente trabajando.
La visita de una docena de hombres recién bañados, vestidos con camisas blancas de algodón perchado y acompañados de soldados fuertemente armados que formaron un perímetro de seguridad, no ayudó. Primero, porque a pesar de la escasa interacción, hasta ese momento ambas partes habían estado juntas y revueltas en la escuela. Segundo, porque la presencia de los militares con sus fusiles contrastaba con los soldados que hasta ese día se paseaban en camiseta por la zona.
Además, los líderes de las asociaciones campesinas esperaban contar con un espacio para interesar a los altos mandos de las empresas en sus proyectos productivos. Pero escasamente los pudieron saludar. Por un momento la gente de Las Hermosas sintió, una vez más, que solo era tenida en cuenta para la foto y el comunicado de prensa.
Los voluntarios de la Fundación Andi, un grupo de veinteañeros graduados de las mejores universidades del país que viaja por Colombia tratando de asesorar a “las comunidades” para que aprovechen los programas de responsabilidad social, dicen haber encontrado entre los miembros de los asociaciones campesinas de Las Hermosas una desconfianza que no habían conocido en otras regiones del país.
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Los eventos de la tarde y la noche del viernes son prueba fehaciente de las propiedades y contraindicaciones del uso terapéutico del alcohol por vía oral. Los organizadores del evento decretaron una tarde sabática para que los voluntarios pudieran conocer los productos y a los campesinos que habían acudido desde todas veredas del corregimiento para la feria.
La Poker en botella fue lo primero que se agotó. Hacia las cuatro de la tarde una cuadrilla de voluntarios de Pavco ya compartía mesa con un grupo de campesinos e intercambiaba anécdotas e impresiones sobre la reparación de tuberías y el cultivo de arracacha. A las cinco destaparon la primera media de aguardiente, y media hora después uno de los voluntarios de PVC le estampó un pico en la frente al hombre que le enseñó todo acerca de la arracacha. En la noche, más medias: “la comunidad” y “los voluntarios” se confundieron por primera vez en la cancha de básquet de la escuela, donde bailaron cachete con cachete y ombligo con ombligo hasta que ya de madrugada la lluvia interrumpió el festejo.
La lluvia se prolongó hasta el mediodía siguiente. Los voluntarios pasaron la mañana del sábado refugiados bajo la carpa del Circo Colombia, donde una guerrillera desmovilizada tomó la palabra para pedir perdón a los soldados presentes. Entre los involucrados hubo un abrazo, y entre los testigos, lágrimas.
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Cinco días de voluntariado no llevaron el tan anunciado “desarrollo” al Cañón de las Hermosas, pero dejaron cosas:
Gracias a la Andi, los cafeteros locales ahora saben que consolidar asociaciones les permitirá vender mayores volúmenes de café a mejores precios. Gracias a los voluntarios de Telefónica, en la área ahora saben que cuentan con las torres necesarias para brindar cobertura en la zona, solo hace falta reemplazar algunos equipos que fueron robados por las Farc.
Gracias a dos voluntarias de Comertex, una docena de mujeres ahora sabe cómo convertir dos metros cuadrados de lino en una bata blanca de laboratorio. Gracias al grupo Bolívar–Davivienda ahora los residentes de Las Hermosas saben algo de finanzas personales y que “un seguro de vida es la única compra que uno no quiere estrenar”.
También quedaron algunas cosas tangibles:
Una docena de terrazas de cultivo, cada una de unos cinco metros cuadrados. Dos lotes reforestados con 1.500 árboles de especies locales. Dos pozos sépticos. Varios bultos de concreto donados por Cemex para la construcción de puentes en la zona. Una casa para albergar jornaleros durante la temporada de cosecha cafetera y una decena de reparaciones en el acueducto local.
El domingo en la mañana nos fuimos montando ordenadamente en las mismas chivas en las que subimos hasta la vereda Santa Bárbara. Las chivas eran solo dicha: aparte de haber construido buena parte de las obras prometidas, los voluntarios se llevaban la sensación de haber construido algo más, algo parecido a lo que Iván Benavides llamó “paz”.
Eufóricos, los voluntarios saludaban y aplaudían a los campesinos que esperaban otras chivas al pie de la trocha. Pero la ola de euforia que por unos días trajo el voluntariado a los vecinos de Santa Bárbara no se había extendido por todo el Cañón de Las Hermosas. A medida que nos alejábamos de la escuela, la respuesta de los campesinos al pie de la trocha se iba haciendo cada vez menos intensa hasta convertirse a una mirada casi indiferente.
Para los que estábamos en la chiva, el “desarrollo” no era una promesa sino una certeza que esperaba a diez horas de camino, con parada a comer lechona incluida. Para la gente que nos observaba desde la orilla del camino, la única certeza es que antes la gente de la ciudad no se atrevía a andar por esa trocha.