Un capítulo del nuevo libro que exalta a los pacifistas de Colombia | ¡PACIFISTA!
Un capítulo del nuevo libro que exalta a los pacifistas de Colombia
Leer

Un capítulo del nuevo libro que exalta a los pacifistas de Colombia

Staff ¡Pacifista! - noviembre 12, 2015

Presentamos una crónica de "Otras realidades, otros caminos". Es la historia de la Ruta Pacífica de las Mujeres, ganadora del Premio Nacional de Paz.

Compartir

Este martes salió a la luz el libro “Otras realidades, otros caminos”, editado por la fundación Fescol y el Taller de Edición Rocca. Son 21 crónicas sobre los ganadores del Premio Nacional de Paz, escritas por algunas de las mejores plumas del periodismo colombiano.

En 2014, la Ruta Pacífica de las Mujeres se llevó ese galardón. Su historia está resumida en el texto que presentamos a continuación, y que constituye el último capítulo de este libro que enaltece la paz y la resistencia.

***

La ruta de las mujeres por la paz

Por Camila Osorio

Los grandes protagonistas de la guerra en Colombia suelen ser hombres. “Manuel Marulanda”, Carlos Castaño, Pablo Escobar o Rito Alejo del Río son algunos de los ‘machos’ más famosos. Pero entre tantos hombres, existe un movimiento social en Colombia que quiere que las mujeres pasen a la historia también como protagonistas. Pero de la paz.

Ellas, un movimiento social de diez mil mujeres regadas por todo el país, llevan exigiendo una negociación entre los actores armados mucho antes de que el presidente Juan Manuel Santos lo hiciera. Y mucho antes de que lo propusiera el expresidente Andrés Pastrana en 1998.

Ellas se llaman la Ruta Pacífica de las Mujeres. Y tienen un objetivo: convencer a los hombres que se dejen de echar bala.

“Dios es negra”

La primera vez que Marina Gallego escuchó de feminismo fue en Medellín. Ella tenía veinte años y fue a estudiar Derecho en la Universidad de Antioquia. Allá leyó un grafiti que decía: “Dios, es Negra”. Y le encantó.

Marina se quedó mirándolo. Ella no quería ser dios. Pero era mujer. Eran los años setenta y varios grupos de mujeres universitarias, como ella, hacían activismo de la mano de grupos de izquierda. Han pasado casi treinta años, y hoy Marina es abogada, es feminista, es de izquierda, y es la coordinadora nacional de uno de los movimientos sociales más grandes del país: La Ruta Pacífica de las Mujeres. Un movimiento que se llama a sí mismo feminista, pacifista, y antimilitarista.

Marina es una mujer de estatura media, pelo oscuro con iluminaciones rojizas y habla de forma pausada. A ella le gusta el café negro y con azúcar. Nos sentamos a tomarnos dos tintos en una mesa de madera larga en Fescol, una de las seis entidades que le entregó a La Ruta el Premio Nacional de Paz en noviembre de 2014.

Era enero 17 del 2015, y el primer día de trabajo para Marina. Su celular sonaba cada dos minutos. Son las mujeres de La Ruta, dice, mientras lo silencia para poder hablar.

Marina vive en Bogotá y tiene que comunicarse todos los días con las coordinadoras en las nueve regiones del país en las que trabaja La Ruta: Antioquia, Bolívar, Cauca, Valle del Cauca, Chocó, Putumayo, Risaralda, Santander y Bogotá. Marina coordina el trabajo de tantas mujeres que ya no habla en primera persona del singular. Nunca dice “yo”. Siempre dice “nosotras”.

“Nosotras creamos La Ruta en 1996”, cuenta. “En esa época sólo se hablaba de los muertos, de los varones, de los héroes o antihéroes de la guerra, de los militares, de todo el auge del paramilitarismo. Nadie estaba hablando de las mujeres”.

En 1996 Marina trabajaba con una ONG paisa llamada Mujer Medellín que ofrecía oportunidades económicas a las mujeres. La ong trabajaba de la mano con alcaldías y gobernaciones, y fue en una reunión con la Gobernación de Antioquia —cuyo Gobernador era Álvaro Uribe Vélez— que nació la idea de La Ruta.

“Estábamos yo y otras mujeres en una reunión con la subsecretaria de la mujer de Álvaro Uribe Vélez, María Victoria Ramírez, recuerda. Y ella le dijo al gobernador que en el Urabá, en Mutatá, estaban pasando cosas muy graves: allá el 80 por ciento de las mujeres habían sido violadas por actores del conflicto armado”.

Cuando Marina escuchó “80 por ciento”, quedó fría. Ella llevaba años hablando del derecho de las mujeres a vivir en matrimonios sin violencia. O del derecho a no ser discriminada laboralmente. Pero de la guerra, nada.

Marina había crecido en Medellín. Su papá fue obrero del acueducto y ella la hija protegida entre sus cinco hermanos hombres. Le importaban los derechos económicos de las mujeres porque vio en su mamá una frustración por no haber podido estudiar cuando era joven. El machismo era un tema que conocía. Pero fue en esa reunión con Uribe que Marina comenzó a conocer la guerra.

“Ahí fue cuando nosotras dijimos que no podíamos estar hablando sólo de violencias contra las mujeres en el ámbito privado”, recuerda Marina. “Digamos, la ‘violencia normal’. Teníamos que vincularlo al conflicto armado y a lo que le estaba pasando a las mujeres lejos de las ciudades, en las zonas de las confrontaciones”.

Foto: Ruta Pacífica de las Mujeres

Era mediados de los años noventa y las confrontaciones eran el pan de cada día. Sobre todo en Mutatá, un municipio al norte de Antioquia, en la mitad de la carretera que va desde Medellín al Golfo de Urabá y que es una de las rutas principales del narcotráfico.

Las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá eran las dueñas de la zona. Entre 1995 y 1997 —cuenta la Comisión Colombiana de Juristas—, los paramilitares en Urabá se apropiaron ilegalmente de la mayoría de las tierras de los campesinos en esa región. Y aunque es difícil saber cuántos muertos puso Mutatá en la guerra, el órgano de la Fiscalía Justicia y Paz ha dicho que mil quinientas personas fueron sepultadas allá como N.N.

Marina y las mujeres en Medellín sacaron sus agendas de teléfono. Una por una, llamaron a todas las mujeres del país que creían se le medirían a hacer una protesta en contra de la violencia de los armados. “Nos demoramos seis meses organizando esa movilización”, dice Marina.

La protesta no sería en Medellín frente a la Gobernación. Ni en la Plaza de Bolívar de Bogotá. Sería en Mutatá.

El 25 de noviembre del 1996, dos mil mujeres llegaron a ese pequeño municipio del Urabá Antioqueño. “Nos encontramos primero en Medellín y luego salimos todas juntas en buses. Llamamos a muchos medios. Pero luego, los paramilitares nos pararon en la vía”, recuerda Marina.

Dice que intimidaron a los “paras” en la carretera, que no les pusieron problema para pasar por ser muchas, y que “teníamos claro que lo que le hicieran a una, le hacían a todas”. Luego, “llegamos a un río donde nos esperaban varias mujeres indígenas de distintas comunidades, vestidas como para las fiestas”.

Las mujeres, en medio de los armados, tocaron una enorme campana como un llamado a la paz, como si fueran a una iglesia. Pidieron una negociación pacífica para salir de la guerra. Y luego, hicieron bombas de jabón.

“Era una movilización distinta a las que se hacían en el país, nosotras queríamos ridiculizar la guerra. En contra de las bombas que matan, nosotras hicimos bombas, pero de jabón. Hicimos mil quinientas bombas diciendo no a la guerra, y mil quinientas bombas gritando sí a la paz”, recuerda Marina.

Las movilizaciones de La Ruta son como una obra de teatro. Las mujeres se van juntas, entre dos mil y cinco mil, en buses que cubren de pancartas coloridas. Algunas dicen “¡No parimos hijos para la guerra!”, otras gritan “las mujeres Paz Haremos”, y otras, “¡Cédale paso a la PAZ!”.

Bajo la premisa de que en la guerra todo es blanco y negro, las mujeres de La Ruta se visten con colores en las movilizaciones para romper el tono monocromático de la violencia. Ellas se disfrazan de mariposas azules, moradas o rojas, con mensajes en las alas: “No más feminicidios”; “Acuerdo humanitario ya”; “Mi cuerpo no es botín de guerra”.

¿Y para qué?

La violencia en Colombia es un evento que se vive en solitario. Un asesinato en una vereda del Putumayo o del Guaviare puede nunca ser mencionado en Bogotá. No escandaliza a todo el país. La Ruta, de acuerdo a sus militantes, intenta cambiar esa lógica. Y mostrar que sí, que sí importa, que toda violencia merece una marcha.

A alguien parece molestarle el pacifismo de La Ruta. Por su trabajo, Marina ha sido amenazada de muerte varias veces. Recibe mensajes a su correo o a su celular diciendo que su entierro ya viene. A veces los mensajes son anónimos. A veces provienen del grupo paramilitar Águilas Negras.

Cuando le pregunté a Marina si ella consideraba que realmente había cambiado algo con estas movilizaciones, o si convencían de algo a los grupos armados, ella me pidió que lo viera yo misma con las mujeres de La Ruta en las regiones. Las mujeres de La Ruta Pacífica han marchado en múltiples municipios peligrosos del país, como Barrancabermeja, Puerto Caicedo en el Putumayo, Quibdó en Chocó, Rumichaca en la frontera entre Ecuador y Colombia, o Buenaventura.

Entonces viajé a varios municipios del occidente del país.

La educación en la ruta: “Yo me di cuenta que…”

La Ruta en el Valle del Cauca es una de las bases más importantes del movimiento en el país. La sede principal queda en una casa vieja y blanca en el centro de Cali, y tiene un letrero de letras verdes a la entrada que dice “Unión de Ciudadanas de Colombia”.

En realidad, se les cayó una O. Dice “de Col mbia”.

La Unión de Ciudadanas es una organización que en los años cincuenta exigió el derecho al voto para las mujeres, y lo obtuvieron en 1957. Ahora busca aumentar la representación de las mujeres en los cargos políticos del país. Adentro de la casa, organiza una reunión María Teresa Arrizabaleta, dueña del sitio, y una mujer que hace parte de La Unión desde pequeña cuando una profesora le enseñó a dar discursos a los nueve años. “A ella le debo ser feminista”, dice.

María Teresa tiene el pelo corto y castaño, viste un vestido azul que le cubre el cuerpo hasta los tobillos y camina con un bastón. Hace parte de una familia poderosa del Valle: su hermano fue gobernador en el 78 y su familia siempre ha estado vinculada a la política.

“Aunque a mí me duele que son godos”, dice. Ella, en cambio, ha sido asociada con la izquierda social demócrata del Partido Liberal por haber trabajado con Piedad Córdoba en 2001.

María Teresa siempre ha querido ser política: … “yo quería ser alcalde, senadora o Presidenta”, dice. Pero nunca logró ser elegida para ningún cargo de elección popular. “Es que las mujeres tenemos algo muy verraco, y es que no votamos por nosotras mismas”.

María Teresa y otras quince mujeres están sentadas ese día de enero en una mesa blanca de plástico en el patio de la casa. Ella, rodeada de mujeres más jóvenes, parece la profesora de un colegio —es, de hecho, profesora de la Universidad del Valle—.

Aunque La Ruta no es un partido político, varias mujeres de La Ruta han logrado trabajar en las instituciones del Estado para cambiar políticas públicas. Como Arrizabaleta, que es arquitecta y fundó la primera Comisaría de Familia en Siloé, uno de los barrios más pobres de Cali. O Martha Elena Giraldo, la mano derecha de María Teresa, una economista que ha sido consultora en temas de género.

“Todas aportamos nuestro grano de arena”, dice Martha. Martha es hoy en día presidenta de la Unión de Ciudadanas. Cuando ella conoció a La Ruta Pacífica, no les creía nada: “yo no quería a La Ruta porque me parecían un montón de mujeres raras. Eran como dramáticas, yo las veía y siempre pensaba: ¿a estas qué les pasa?”

Hasta que a ella le tocó acompañar a La Ruta a una movilización a Toribío, Cauca. Era el año 2005, y las farc y el Ejército allá tenían trincheras recostadas contra las escuelas, el centro de salud, un jardín infantil y el centro de cultura. Toribío era, en ese momento, uno de los sitios más peligrosos del país.

“Y ellas, como si nada, se pusieron a danzar y a cantar frente a los guerreros. Todas las mujeres. A mí la piel se me empezó a erizar de verlas”, recuerda Martha. “Las mujeres bailaron pidiéndoles a los armados que pararan la balas y que se fueran de ahí. Ellas no se intimidaron, ni siquiera cuando empezó un tiroteo. Cogieron una colcha de colores que las cubría y siguieron gritando que había que parar la guerra. Ahí me di cuenta que no eran unas viejas locas, que lo que hacían tenía sentido —dice Martha—. Me di cuenta que ellas estaban exigiendo una Colombia distinta y la exigían, literalmente, en medio de la guerra. Nadie en el país hacía eso”.

Las otras mujeres de la reunión ese día en Cali escuchan a Martha mientras comen galletas de sal. Las galletas las ponen ellas de su bolsillo, porque La Ruta no tiene mucho dinero para organizar reuniones.

La Ruta a nivel nacional recibe cada vez más apoyo de la cooperación internacional para financiar los cargos directivos. También consiguen consultorías en temas de género con las autoridades locales. Pero las miles de mujeres militantes de La Ruta alrededor del país trabajan por amor, no por plata. Algunas ponen de su salario para financiar los eventos del movimiento.

La voz de la ruta

La Ruta se reconoce a sí misma como un movimiento consensual: todas las mujeres tienen la misma voz y las decisiones se toman por consenso, no por votación. Es decir, las mujeres hablan por horas hasta llegar a un acuerdo cuando tienen que tomar una decisión. Eso tiene desventajas y ventajas. Primero, hace que la toma de decisiones se vuelva extremadamente lenta. Segundo, ha hecho imposible hacer que mujeres con creencias tan distintas acuerden defender otros temas aparte del de la negociación; temas polémicos como el aborto frente al cual La Ruta no tiene una posición.

Pero entre las ventajas, este método logra que todas se escuchen. La paz y los cambios, vienen con eso, dicen: respetando la voz de la diversidad.

Por ejemplo, al escuchar a las mujeres desplazadas, las mujeres profesionales han tenido que cambiar sus posiciones sobre las leyes de justicia transicional como la Ley de Justicia y Paz.

En 2003, las mujeres de La Ruta, que tanto han defendido una negociación de paz entre los armados, se opusieron a la negociación entre los grupos paramilitares y el gobierno de Álvaro Uribe. Les pareció una farsa, una entrega del país a los paras, y dijeron que la Ley de Justicia y Paz era una herramienta legal para la impunidad.

Así pensaron, hasta que por la ley Justicia y Paz, comenzaron las versiones libres de los jefes paramilitares contando los crímenes que habían cometido. Todas las mujeres víctimas que pertenecían a La Ruta querían escucharlos.

“No podíamos ser arrogantes”, dice una de las militantes sentada en la mesa de Cali. “Aunque la ley tuviera muchos problemas, iba a revelar muchas verdades”.

Las mujeres de La Ruta saben que son, además de un teatro, un archivo histórico de testimonios sobre la guerra. Aunque no todas son víctimas del conflicto, desde que se crearon en 1996 no han hecho más que escuchar testimonios de guerra.

Por eso en 2008 decidieron que iban a hacer algo al respecto. Decidieron hacer su propia Comisión de la Verdad sobre la violencia contra las mujeres en Colombia. Con pocos recursos, en 2013 publicaron los resultados en dos tomos, de seiscientas páginas cada uno. La de ellas era una Comisión sin académicos, sin expertos. Acá eran mujeres de La Ruta entrevistando a mujeres de La Ruta.

En la casa de Cali en la que comen lasaña después de que se acabaron las galletas de sal, se sienta Gloria Emilse Rodríguez, una mujer campesina del municipio de Dagua en el Valle. Ella fue una de las entrevistadoras para la Comisión:

“Acá también aprendí a decir que esta guerra es una mierda”, dice. Gloria fue una de las primeras en proponerse como voluntaria para hacer entrevistas a las mujeres víctimas del conflicto cuando comenzó la Comisión de la Verdad. “Yo veía que eso era súper facilísimo”. Pero luego algo cambió.

“Ellas me pedían que apagara la grabadora, que querían contar todo pero no grabado. Y ahí yo vi todo lo que yo había vivido, y también me entendí como mujer víctima. Ahí empecé yo a hablar de esto que me había pasado a mí. La guerra a mí también me quitó mucho: la tranquilidad, mi familia, mi trabajo”.

Gloria Emilse se sienta entre Martha y María Teresa en la mesa de Cali. “Todo mi contexto ha sido marcado por el conflicto”, dice con lágrimas en los ojos. “Por el conflicto me tocó salir de Dagua, en el año 2000. Antes de eso, estuve secuestrada por las farc. Luego por los paras. A mi papá lo torturaron. Todo eso fue el Bloque Calima. A una prima también la desplazaron. Por eso me vine acá, para Cali”.

Foto: Ruta Pacífica de las Mujeres

Dagua es un municipio del Pacífico que los grupos armados se han peleado, como Mutatá en el Atlántico, por ser otra salida al mar para el tráfico de drogas.

Gloria sabía que no podía ayudarle a las mujeres de la misma forma que lo haría una abogada o una psiquiatra. Entonces, las relajó. Cada vez que entrevistaba a una mujer, Gloria les hacía masajes en los pies. Les ponía aromas en la casa para relajarse, les prendía velas de colores para iluminar.

Cuando se habla de ayudar a las víctimas de la violencia, muchas veces se habla de justicia, sentencias o dinero. Pero no se habla de esa confianza que se necesita para dar el primer paso y denunciar, ese primer momento que necesita de una persona como Gloria Emilse. “Y sí, yo creo que todo esto ayuda mucho a curar”, dice.

Mujeres como Gloria lograron entrevistar a mil mujeres en varias regiones del país para su Comisión de la Memoria. El trabajo les tomó cinco años. “¡Pero sentimos que este es nuestro aporte a la historia!”, dice María Teresa, la directora de La Ruta Valle. “¡En el futuro quien quiera saber de nosotras, va a poder leer este libro!”

El libro, el divino tesoro de La Ruta Pacífica, no se enfocó únicamente en la violencia sexual cometida por los grupos armados, uno de los temas más recurrentes cuando se habla de mujeres y guerra. De esa, de las violaciones sexuales, las mujeres de La Ruta dijeron que no sólo vienen de los grupos armados, sino que muchas veces vienen de la familia o de un conocido. Es decir, la violencia sexual comenzó en la casa y continuó en la guerra. Como dice el libro:

“Mujeres víctimas de los actores del conflicto armado, son, de manera simultánea, a lo largo de sus vidas, víctimas del control y la violencia física o psicológica de sus compañeros en el espacio doméstico, o en las relaciones afectivas. Más de una cuarta parte de las mujeres entrevistadas declara haber sufrido violencia siendo niñas; casi la tercera parte afirma haber sido víctima de violencia por parte de su pareja y un 15,2 por ciento ha sufrido violencia sexual a lo largo de su vida”.

Pero además, el libro habla de las otras violencias: como el racismo, la desigualdad económica y el machismo. Incluso, habla de la violencia contra las mujeres lesbianas que han sido violentadas por su orientación sexual. Una mujer anónima en el libro dice:

“A mí me dijeron: ¡se va y por acá no queremos verla o si no la matamos! ¡Si no asesinamos a su familia! ¡Si no tomamos represalias contra su madre! Por ser lo que soy, homosexual. Por ser lo que soy. Me parece injusto que ellos como paramilitares y guerrilla no tienen por qué tomar esas represalias porque ellos no son nadie para hacer todas esas cosas, yo se los dije en la cara ese día”.

El de ellas es un trabajo que explica que la violencia les ha tocado a ellas no sólo por estar en el municipio equivocado. Les ha tocado por ser mujeres, pobres y negras o indígenas. Es una historia sobre la violencia contra las mujeres que no empezó con las Farc ni los paramilitares. Una violencia que es mucho más vieja que el conflicto.

Luz y la ciudad de desaparecidos

Luz Dary Santiesteban es una de las mujeres que le dio su testimonio a La Ruta. Y el suyo es uno de los testimonios más duros del libro. Ella ha sido víctima de todas esas violencias: la de género, la sexual, la económica y la racista.

Ella vive en Buenaventura, una de las ciudades portuarias más peligrosas del país. Allá varios grupos armados compiten por el poder en los barrios de la ciudad, y se han vuelto famosas las “casas de pique”: casas donde se pica en pedazos el cuerpo del enemigo.

“Pero eso de las casas de pique no es nuevo, dice Luz. Eso lleva pasando acá desde que se fundó Buenaventura”. El hermano de Luz, Alberto, fue torturado y desmembrado por los paramilitares en 1998, en una de esas casas de pique. Otro de sus hermanos, desaparecido.

“Una cosa es ser picado, otra es desaparecido”, agrega Luz. “El desaparecido uno nunca tiene paradero de él. La mayoría de las personas acá han sido desaparecidas. Y para nosotros las víctimas de desaparición forzada nunca se acaba esa tortura. Ese cautiverio. Porque le digo, siempre llegan los cumpleaños de esa persona, y uno la recuerda. Se le sirve la comida. Siempre uno está pensando en su regreso”.

Buenaventura, ciudad de desaparecidos, es el puerto más grande que tiene Colombia en el Pacífico. El trayecto de Cali a Buenaventura sólo dura dos horas y la carretera está llena de camiones enormes con contenedores de todos los colores. Luz Dary se pregunta cómo es que una ciudad portuaria puede ser tan rica, puede estar conectada con el mercado internacional, y al mismo tiempo puede ser tan pobre y tan violenta.

Por razones de seguridad, nos encontramos en una casa pequeña y azul de Buenaventura que pertenece al Instituto de Bienestar Familiar. La casa pasa desapercibida, está al final de una calle cerrada, y allá nadie puede escucharnos.

“Yo no entendía bien qué era el feminismo, ni porqué las mujeres teníamos que organizarnos”, me cuenta Luz, sentada en un cuarto de muros azules con dos mesas viejas y llenas de polvo.

Luz Dary es una mujer afrocolombiana, alta, que tiene un vestido con flores grandes de varios colores. Ella creció en La Gloria, un consejo comunitario en el sur del Chocó que vivía de la agricultura y las artesanías. Allá aprendió a ser activista.

El padre de Luz fue militante de comunidades negras para obtener la Ley 70, la ley que le otorgó derechos especiales a las comunidades afrocolombianas del Pacífico a principios de los noventa. Su papá también era artesano, al igual que sus hermanos: los conocían como carpinteros que hacían barcos de madera miniatura.

“Mi abuela paterna era de Haití, y mi abuela materna era de la etnia indígena embera”, recuerda Luz. Cuando las mujeres afro salían de sus casas, metían en su cabello, en las trenzas, una semilla para poder cultivar, para poder crear.

Su imagen romántica del pasado se acabó cuando llegaron los paramilitares a su tierra. Luz fue de las primeras en decirles a ellos que no podían violar a las niñas, reclutar a los niños, o exigir vacunas a los adultos. Los “paras” no la escucharon.

Luz Dary fue violada. Un día cuatro paramilitares llegaron a su casa: uno encañonó a su hijo, el otro a su hija, el otro vigilaba afuera, y el cuarto la violó. Luego, se rotaron.

“¿Sabe porqué yo no me maté?”, pregunta Luz con voz entrecortada. “Porque los niños estaban chiquitos, y yo sentí que tenía que seguir por ellos. Pero se metieron con las dos cosas que más le duelen a una mujer: tus hijos, y tu vagina”.

Luz no recibió apoyo de su marido. Él se fue con otra mujer. Y la dejó con ocho hijos. Tampoco la ayudaron sus amigas: una de ellas le dijo “que era una boba por dejarse violar”. Ni la ayudó su comunidad, que sabía que estaba siendo violada y no intentó detener la violación —Luz dice que fue por indiferencia más que por miedo—.

Ella ahora vive en Bocas de San Juan, una zona al norte de Buenaventura donde conviven miembros de varios grupos armados. Luz pide a sus hijas que duerman con varios pantalones y shorts, como si eso pudiera evitar que alguna noche las violen.

Cuando Luz conoció a La Ruta, “me di cuenta, que era víctima. Yo no me consideraba víctima, porque en mi mente no existía ese concepto. Es más, yo digo que soy una víctima sobreviviente, porque por ellas me he levantado”.

Ya sea por los colores, las marchas, o los talleres de autoestima, Luz ya no tiene ganas de morir. “Yo ya entiendo, que mi cuerpo es mío, que es un territorio sagrado también. Que no fue mi culpa. Yo no puedo pensar en perdonar a los otros, a los victimarios, sin perdonarme primero a mí misma”.

Dónde empieza el perdón o dónde empezó la violencia, son preguntas que menciona Luz y son también temas que rondan a La Ruta constantemente. Son las preguntas que pusieron en su libro de la Comisión de la Verdad que no son fáciles de responder. Son preguntas que departamentos como el Cauca necesitan responder urgentemente.

El río y el posconflicto

Emelda Jiménez es una mujer de sesenta y un años, delgada, de pelo gris y voz pausada que sufre de diabetes. Ella fue violada cuando tenía quince años. La violó un amigo de su abuelo, y su abuela no le creyó hasta que vio que había quedado embarazada. Ella vive en uno de los barrios más pobres de Popayán, en una casa construida con tablas y plásticos en la que viven diecisiete personas: sus cinco hijos, cinco nueras, cinco nietos, un biznieto y su marido.

Emelda habla de ese episodio de su vida con mucha tranquilidad:

“Yo he aprendido a valorarme como mujer. Saber que mi cuerpo es sagrado, y que es sagrado para la sociedad. Yo he aprendido a respetar mis derechos como mujer, a estimularme, sentirme, tocarme, este cuerpo es muy mío. No es de mi esposo, no es de mis hijos. Es más sagrado, porque es un cuerpo que pare unos hijos. Yo cuento lo que me pasó para que a otras mujeres no les pase lo mismo —dice, y luego explica de dónde viene su tranquilidad—. Yo vivo muy agradecida con La Ruta por eso, porque me dio la fuerza para contar. Y hay otras que han contado lo que les ha pasado, ese miedo lo han echado al río Cauca.”

Al río Cauca, al que Emelda tira los miedos, no ha podido tirarle su otro gran dolor: ser desplazada. “Lo que es no poder recuperar el territorio, eso es algo fuerte mijita”, dice. “Es algo que yo no puedo olvidar, yo solo espero que la Pacha Mama me devuelva la tierra. Ahí cerraré los ojos y acabará este infierno que he vivido”.

Emelda Jiménez es de la etnia indígena yanacona y en 1986 fue desplazada del resguardo indígena Pancitará en el municipio caucano San Sebastián. “Nos desplazaron grupos del Estado, porque nos señalaron de subversivos”, dice. Ella y su esposo eran de izquierda, militaban para el Partido Unión Patriótica y ambos guardaban copias del semanario comunista Voz en su casa. Un día llegó el Ejército, encontró las copias, y encarceló a su esposo. No hubo juicios ni abogados.

En 1986, el mismo año en que Emelda fue desplazada, comenzó el Baile Rojo: una estrategia ejecutada por fuerzas paramilitares, con apoyo de agentes del Estado, para exterminar a los militantes de la Unión Patriótica. Más de tres mil fueron asesinados. Los acusaban de guerrilleros.

“No, a nosotros nunca nos ha gustado manejar armas”, dice Emelda. “Las únicas armas mías han sido mis tejidos. Mis bufandas, mis sacos, es lo que tengo para sobrevivir con mis hijos”.

Pocos días después de que el Ejército capturara a su marido, y de que Emelda intentara visitarlo, encontró una mano negra pintada en su casa. Sabía que quería decir: la iban a matar.

“Que lo desarraiguen a uno de su territorio es una cosa horrible, porque en su territorio tiene todo, no le falta nada”, recuerda. “Las personas que somos desplazadas somos mal vistas en la ciudad”.

Emelda se fue a Popayán. Se dedicó a tejer para sobrevivir, y para no hundirse en la tristeza aceptó una invitación para conocer a un grupo llamado La Ruta Pacífica. Allá encontró otro territorio. “Cuando yo llego a La Ruta, es como llegar a mi casa, me relajo. Yo aprendo de ellas, ellas aprenden de mí”.

Las posibilidades de que Emelda y su esposo recuperen su territorio son difíciles. La Ley de Restitución de Tierras que fue aprobada en 2011 sólo cobija a las víctimas del desplazamiento a partir de principios de los noventa, y Emelda fue desplazada cuatro años antes.

“Desprenderse del territorio es como desprenderse de la vida de uno mismo”, dice.

Muchas comunidades indígenas que han sido desplazadas por la violencia han creado nuevos cabildos en las zonas donde terminan. Emelda, por ejemplo, ahora hace parte del cabildo Yanacona-Popayán, y también hace parte de una asociación que reúne a 250 familias indígenas desplazadas.

Pero el desplazamiento es apenas la punta del iceberg de los problemas en el Cauca. Varios de los territorios que quieren recuperar familias indígenas son también territorios que reclaman familias campesinas.

En 2014, tras varias protestas, el gobierno de Juan Manuel Santos firmó unos decretos, llamados decretos autonómicos, que le dan poder a comunidades indígenas sobre territorios del Cauca. Pero muchos campesinos están esperando que esas mismas tierras sean declaradas Zonas de Reserva Campesina. La creación de esta figura es uno de los compromisos del gobierno con las Farc en Cuba.

En medio de esas tensiones está una mujer indígena de La Ruta llamada Lisina Collazos. Lisinia vive en el municipio de Buenos Aires, pero viene de El Naya, una zona del Cauca en la que en abril del 2001 llegaron los paramilitares. Allí el Bloque Calima mató alrededor de cien personas, y desplazó a tres mil. Entre los asesinados, estuvo el esposo de Lisinia.

La pareja vivía en una casa en el medio de una montaña, alejados de otras familias. Ella tenía tres hijos, de once, nueve y ocho años. Los paramilitares llegaron un día al amanecer, encerraron a los niños en un cuarto y arrodillaron a la pareja en la cocina. Los acusaron de ayudar a la guerrilla, les pusieron un arma en la cabeza, les preguntaron dónde tenían escondidas «las armas» de las Farc.

A las cinco de la tarde, los paramilitares decidieron llevarse a su esposo. Le dijeron a ella que tenía que irse del municipio al día siguiente a las seis de la mañana. A él lo mataron en la carretera. Y ella llegó a Santander de Quilichao. Luego a Caloto, y a Timbío, donde estaban muchos otros desplazados como ella. Nunca más volvió a su tierra.

“Da tristeza mirar el territorio, porque cuando estábamos nosotros, no podíamos sembrar [cultivos] ilícitos. Ahora usted ve cultivos ilícitos hasta la orilla de la carretera. Eso era caña, café. Y cada ocho días allá ahora hay un muerto, o en semana la gente desaparece. Y como queda cerca el río, el río Cauca y el río Timbío, ambos ríos son testigos de esas violencias”, dice ella.

Lisinia hace parte de la comunidad indígena nasa y es una de las primeras mujeres que logran ocupar una posición de poder dentro de su comunidad. En 2007 y 2013 fue elegida gobernadora del Cabildo Kitek Kiwe [“kitek” quiere decir flor, y “kiwe” quiere decir tierra]. Dice que ha sido duro enfrentarse al machismo de su comunidad, pero que ha valido la pena para buscar soluciones a las disputas de su etnia con otros grupos.

“Nosotros como Kite Kiwe ya empezamos a exigir el proceso de restitución”, dice Lisinia. Su cabildo le está exigiendo al gobierno alrededor de cinco mil hectáreas.

“Pero acá el estigma ha sido muy duro contra nosotros. Primero, por ser indígenas. Pero segundo, porque [familias campesinas] dijeron que les íbamos a quitar los recursos”, cuenta Lisinia.

Ella dice que como comunidad nasa han intentado hacer alianzas con las comunidades campesinas para poder compartir la tierra, ya que ningún lado quiere cederla al otro lado. Pero todavía hay grupos campesinos que se oponen a esa idea. “Eso del tema territorial aquí es fregado”, dice.

Alejandra Miller, la directora de La Ruta Cauca, conoce muy bien las peleas entre campesinos e indígenas que intenta resolver Lisinia. “Ese va a ser un tema grave del postconflicto en el Cauca. Se van a generar tensiones y fricciones, que no sabemos cómo manejar. Y se nos puede volver una cosa más grave que el conflicto armado”, opina.

Sabe que es difícil hacer la paz y no tiene claro si las mujeres de La Ruta estarán de acuerdo con incorporar las voces de mujeres guerrilleras de las Farc una vez se desmovilicen. Muchas de las mujeres del movimiento son víctimas de la guerrilla, y no es claro si la diversidad que promulga La Ruta alcance para poner a víctimas y victimarias en el mismo movimiento.

En todo caso, Alejandra y La Ruta Pacífica apoyan el proceso de paz actual entre las Farc y el gobierno, como nunca han apoyado otro. No sólo no apoyaron el proceso de Uribe con los paramilitares, sino que tampoco apoyaron el proceso en El Caguán entre el gobierno de Pastrana y la guerrilla en 1998.

“Es que nos parecía que el modelo que se estaba trabajando en el Caguán era un modelo en donde la sociedad civil no tenía voz propia, se hacían audiencias en donde la gente iba a decirle a las Farc sus propuestas para que las Farc fueran a negociarlas a la mesa”, explica Alejandra. “No le íbamos a dar nuestra agenda a las Farc”.

Las mujeres de La Ruta se negaron a visitar el Caguán cuando las invitaron. En la actual negociación de paz tampoco creen que la sociedad civil esté incluida, pero no ven que las farc se estén apropiando de la agenda de alguien más sino de la propia. Y cuando las invitaron a La Habana, sí fueron.

La gobernadora nasa Lisinia viajó a La Habana a plantearle a los negociadores, en noviembre del 2014, cómo las mujeres habían sufrido las consecuencias del conflicto armado. Les contó todo de la Comisión de la Verdad. Pero al estar allá, también quiso plantar un árbol en la entrada del hotel cubano para dejar una marca de que allí se estaba trabajando por la paz de Colombia. Como no la dejaron, puso tierra en cada una de las materas que encontró en la sala de los negociadores.

“Era como darles una tierrita como símbolo de que queremos un territorio libre y en paz”, dice. Ella entiende que la paz se planta, entre comunidades, entre grupos armados, y que no estará cerca a menos de que todos sepan compartir el territorio.

La Ruta ve la paz tan cerca que decidió apoyar la reelección de Juan Manuel Santos en 2014 ante la amenaza de que el uribismo acabara con el proceso de negociación. Nunca habían apoyado a un candidato ni a un partido político. Pero así Santos fracase o trascienda, La Ruta sabe que la paz la van a seguir haciendo en los municipios que quedan muy lejos de La Habana, o de Bogotá.

“¿Por qué se merecía La Ruta el Premio Nacional de Paz?”, le pregunté a Alejandra antes de despedirnos en Popayán. Ella no puede responder a esa pregunta sin pensar en un momento de su vida.

En 2003, 3.500 mujeres de La Ruta Pacífica viajaron al municipio de Puerto Caicedo en el Putumayo. La zona había sido dominada por los paramilitares, y las Farc también tenían allá los frentes 32 y 48. La decena de buses en los que iban las mujeres tenían pocos hombres: los conductores. En la mitad de la carretera las paró la guerrilla. Las coordinadoras de las siete regiones de La Ruta se bajaron del bus.

—¿Ustedes para dónde van? —preguntó uno de los guerrilleros.

—A una movilización pacífica —respondieron ellas.

—¿Y quién me garantiza que en el bus no hay inteligencia militar? —dijo él.

—Inteligencia, toda. Militar, ninguna.

Cuando la guerrilla quiso subirse a los buses, las mujeres de La Ruta se levantaron de sus sillas y se pararon firmes en la puerta para no dejarlos pasar. Les gritaban que ellas eran pacifistas, que lo que ellos hacían iba en contra del Derecho Internacional Humanitario, que si se metían con una se metían con todas.

Después de varias horas, las dejaron pasar. Pero luego la amenaza eran los paramilitares. En la mayoría de carreteras los “paras” tenían toque de queda a partir de las cinco de la tarde. Y ellas lo rompieron en el último tramo a Puerto Caicedo.

¿”Y qué? ¿Nos iban a disparar? ¿Nos iban a matar a todas?”, preguntó Alejandra.

Con el tiempo, La Ruta se dio cuenta de lo que había logrado. Después de que ese grupo de mujeres rompió el miedo a los armados en las carreteras del Putumayo, la gente empezó a romper también el toque de queda, y los conductores comenzaron a salir en caravana después de las cinco de la tarde. La Ruta, como su nombre lo indica, abre caminos.

La solidaridad es la mejor apuesta de La Ruta. Esa solidaridad que enseña que si se meten con una, se meten con todas. Esa solidaridad que acaba con la indiferencia hacia aquella mujer que sufre la violencia alejada de las capitales. Esa solidaridad que pone en una misma Ruta a todas las mujeres del país.