"Un campesino nunca debería desminar su tierra" | ¡PACIFISTA!
“Un campesino nunca debería desminar su tierra”
Leer

“Un campesino nunca debería desminar su tierra”

Juan José Toro - abril 4, 2016

Hablamos con Jody Williams, ganadora del Nobel de Paz por impulsar la prohibición de las minas antipersona en todo el mundo.

Compartir

 

Foto: Santiago Mesa

 

La lucha de Jody Williams por cambiar el mundo ha ido escalando. Pasó de ser la pequeña que defendía a los niños que matoneaban en el colegio a ser la mujer que se echó al hombro la tarea de acabar con las minas terrestres en el mundo. A los 65 años, con un Nobel de Paz encima, esta rubia de facciones duras y ojos claros no se detiene. Viaja por todo el mundo defendiendo causas tan complejas que muchas veces la dicen loca, conspiracionista, paranoica.

A principios de los noventa lideró esa campaña sin precedentes que quería limpiar el mundo de minas. Las fuerzas armadas de decenas de países las usaban sin mayor reparo y no había un rechazo fuerte por parte de la sociedad civil. Pero Williams se empecinó en que estaba mal, en que no era normal, en que era desproporcionado, y pudo reunir a todo un movimiento que, en 1997, presionó el Tratado de Ottawa (o Convención sobre la Prohibición de Minas Antipersonales). Más de 150 países han ratificado ese acuerdo.

Casi veinte años después, Jody sigue pendiente de la lucha antiminas, pero se ha unido a otras causas en el camino. A principios de este siglo, junto a otras cinco mujeres ganadoras del Nobel de Paz, fundó Nobel Women’s Initiative, desde donde apoyan a mujeres activistas que trabajan por la paz, la equidad y la justicia. El eje de ese trabajo ha sido la violencia de género que se ejerce dentro de la guerra.

“Después de eso he seguido encontrando cosas que están mal en el mundo. Ahora son los robots asesinos. No son drones —explica Jody, que vivió más de una década en Centroamérica y habla bien español—, son máquinas programadas para matar sin necesidad de que un humano los maneje. Es asqueroso”. Todas sus peleas las defiende con la pasión de quien realmente las siente. Dice groserías y manotea. Aunque no se siente especial por haber ganado el Nobel, sabe que el galardón le da una visibilidad que es útil para poner al mundo a hablar de temas que de otra forma no se tocarían.

Este año vino por tercera vez a Colombia, como invitada especial de la Feria del Libro. Hablamos con ella sobre desminado, violencia de género y el papel que debe tener la sociedad civil en el posconflicto.

Durante la guerra de Vietnam, cuando usted empezó su activismo, existía la creencia de que oponerse a la guerra era hippie o comunista. ¿Eso ha cambiado?

Hasta fines de la guerra de Vietnam, en mi país todos los jóvenes llegando a los 18 años tenían que registrarse y había una gran chance de estar en las fuerzas armadas. Luego de eso empezaron con la idea de que fuera voluntario y la población ya no siente la necesidad de tener discusiones fuertes sobre intervenciones. Tu hijo no tiene que ir, solo tienen que ir los hijos de los pobres, entonces es otra onda. A ti eso no te interesa. Yo creo que mi país necesita volver a hacer obligatioria la prestación de servicio. Somos tan intervencionistas que el pueblo debe sentir en carne y hueso lo que es la guerra.

¿Ha sido más difícil profesar su activismo siendo mujer?

Yo nunca me he fijado en ser mujer. Soy un ser humano que quiere un mundo diferente y ahí voy. Aunque con Nobel Women’s Initiative apoyamos a organizaciones de mujeres activistas que también buscan una paz sostenible, con balance en términos de derechos entre hombres y mujeres. En la Iniciativa decidimos hacer una campaña contra la violencia sexual en conflicto.

En Colombia, como en muchos países, la violencia de género se ha ejercido física y simbólicamente. ¿Qué les dice a esas mujeres que han tratado de callar por defender los derechos humanos?

Creo que el movimiento de mujeres en este país, las sobrevivientes de esa violencia, no tienen que callarse. ¿Por qué tendrían que callarse? La impunidad en cuestiones de derechos humanos de las mujeres y el machismo hacen que si se les da la gana nos puedan joder. Pero mundialmente no es momento de callarnos. Claro que hay cambios en ese sentido, pero eso toma tiempo. De un día para otro no lo vamos a cambiar y nos debamos quedar quietas hasta que pase.

¿Por dónde empezar en Colombia, donde la violencia de género no solo hace parte del conflicto sino de la vida cotidiana?

Es un proceso de largo plazo. En mi vida no lo alcanzaré a ver. Pero creo que para lograr algo hay que empezar a enseñarlo desde kinder. No se trata de increpar a los niños diciéndoles “machitos”, sino hacerlo de una forma sutil: hacerle ver a niñas y niños que ambos tienen derechos, que son iguales. La educación debe enseñar que el hombre no tiene derecho a joder a la mujer solo porque puede hacerlo. Es decir, no se trata solo de darle más poder a las mujeres, sino de enseñarles a los hombres que ser macho no es lo mismo que ser hombre.

Vivir dentro de un conflicto de tantos años hace que a veces perdamos la perspectiva del horror. ¿Hay algo que desde afuera le sorprenda?

Sinceramente, cada conflicto tiene sus cosas diferentes, pero en general todos son iguales. Hay grupos luchando por poder. El de Colombia es igual que todos los conflictos que he visto: la gente con armas mata, hay violaciones sexuales como táctica de guerra, es todo igual. Una cosa que me choca a veces es que en cada conflicto creen que son especiales. El dolor de cada uno acá es especial, claro, pero vas a ver que al final es culpa de los mismo hijos de la chingada que están batallando por poder.

Algunos han insistido en que el proceso de paz sí se ha destacado sobre otras negociaciones en el mundo.

Una cosa que yo veo diferente del proceso de negociación es que se están fijando mucho más en los detalles. En El Salvador, por ejemplo, un 80% del acuerdo de paz solamente habló de que los combatientes dejaran las armas. Pero sobre los componentes sociales que dieron vida a la guerra solo hablaron unas palabritas en general. En el proceso colombiano se están fijando en detalles y eso toma tiempo pero al final será muy bueno.

En los noventa usted encabezó una campaña que le mereció el Nobel de Paz. Mucha gente olvida que antes de 1997 el mundo era totalmente distinto respecto a las minas.

Todos los conflictos del mundo usaban minas como si fueran cualquier arma. No pensaban el problema que estaba en el corazón de ese asunto: cuando acaba un conflicto, los soldados se van y se van sus armas, pero las minas no. Las ponen en el agua, las siembran en la tierra y las dejan ahí. Todo el mundo usaba minas sin pensar en las consecuencias. 54 países las fabricaban y las exportaban. Unos 80 países tenían tierra minada. Había más de 20 mil víctimas al año. Esas cifras se redujeron drásticamente.

Colombia firmó el tratado pero los grupos ilegales siguieron minando. ¿Ustedes trataron de integrarlos también en los compromisos que hicieron con los estados?

Dentro del tratado no abordamos ese tema específicamente. Pero trabajamos con una organización en Ginebra que sí lo hacía. Buscaron grupos ilegales, les platicaron y lograron que más de 15 firmaran declaraciones de no usar minas. Creo que la mayoría han cumplido. El problema es que como no son fuerzas oficiales no es fácil que firmen un tratado internacional. Igual todo el asunto no se trata de las campañas sino de la implementación.

¿La sociedad civil debe hacer seguimiento de esos procesos?

En los últimos días de las negociaciones en Oslo en 1997, los países creían la campaña declarara éxito y ya no íbamos a joder más con eso. Pero el día que terminaron le dimos a cada delegación de cada país nuestro plan de acción para la implementación. Y casi veinte años después la campaña sigue trabajando. Porque estamos pendientes. Es por eso, creo yo, que ha sido tan exitosa. La sociedad civil no puede permitir, para el desminado y para el resto de acuerdo, que todo se quede en palabras bonitas en el papel.

Aquí se firmó un acuerdo sobre desminado. ¿Qué le pareció?

El acuerdo de aquí es como el de casi todos los demás conflictos. Hay que hacer un plan nacional que indique dónde hay minas y luego mirar dónde empezar, de acuerdo al riesgo en que esté la población. Y hay que empezar casi desde cero, porque eso de que las quitan es una mentira. Ni las fuerzas armadas ni los grupos ilegales tienen mapas de dónde dejaron minas. Son puras pajas. Si las Farc los tienen y son diferentes del resto sería un milagro.

¿Quién debería encargarse del desminado?

Lo deben hacer todos. Las Farc tienen obligación. Las Fuerzas Armadas tienen obligación. Y deben usar la experiencia de las ONG que han trabajado con desminado desde mucho antes del acuerdo.

Aquí muchos civiles se han visto presionados a desminar sus propios territorios.

Un campesino nunca debería ir a su tierra para desminar. Eso pasa en todo el mundo, pero el Gobierno tiene la obligación de enseñar a esa gente que no deben hacerlo. Para eso están las ONG, que tienen mucha experiencia. O quienes pusieron las minas, que son los responsables de sacarlas de ahí.

Usted ha dicho que en estos procesos a la voluntad le hace falta plata.

No es que sea indispensable tener plata. Eso sí, en Colombia van a recibir mucho dinero de la comunidad internacional para implementar los acuerdos y he escuchado quejas de la sociedad civil que pide que también les lleguen esos recursos para trabajar por la paz, porque han jugado un papel grande en todo este proceso y han probado que deberían ser apoyados económicamente. La plata debe fortalecer los procesos que vienen desde abajo. Además le das un chingo de dinero al Gobierno y se acaba por la corrupción.