Mientras en La Habana se discute el desmonte del paramilitarismo, varios líderes sociales han sido asesinados por sicarios en departamentos como Cauca y Arauca.
“Ruin lo que le hicieron a Klaus Zapata. Joven de barrio, comunicador social, crítico de cine, agitador de la JUCO, hermano, tío, hijo… Nos lo mataron por ser comunista, por ser joven (…) Lo mataron al frente de sus compañeros de infancia, jugando un partido de micro… pero también de sus compañeros de la Universidad Minuto de Dios, de sus compañeros de lucha, de la cafetería, del programa radial, de todos aquellos que nos pensamos un mundo diferente”.
Eso dijo tras un megáfono un integrante de la Juventud Comunista (JUCO) el día que enterraron a Klaus Zapata. Su discurso quedó registrado en un video de la Escuela Popular Audiovisual de Suacha (sic), de la que hacía parte Klaus, un estudiante de comunicación social e integrante de la JUCO muerto a tiros el pasado 6 de marzo en Soacha, al sur de Bogotá. Una fotografía del rostro de Klaus circula en redes sociales junto a las de otras tres personas recientemente asesinadas, líderes de organizaciones sociales vinculadas a Marcha Patriótica y al Congreso de los Pueblos.
La seguidilla de crímenes ha profundizado la preocupación de la izquierda, por un lado, y de las Farc, por el otro, sobre las garantías de seguridad que existen en el país para los defensores de derechos humanos y los líderes sociales. Sobre todo, porque esas y otras muertes ocurren en un contexto de constantes denuncias sobre el accionar de grupos armados de corte paramilitar en barrios pobres y zonas estratégicas de los campos, estructuras que desde hace una década vienen asesinando dirigentes a cuenta gotas.
El tema se cruza con dos de los últimos debates que se llevan a cabo en la mesa de conversaciones de La Habana. Por un lado, la manera como el Gobierno garantizará la seguridad de los guerrilleros que dejen las armas y, sobretodo, de los líderes políticos y comunitarios. Y, por el otro, la hoja de ruta que usará para combatir a las organizaciones criminales que atentan contra defensores de derechos humanos y organizaciones de la sociedad civil.
El primer homicidio de la lista en la que figura el nombre de Klaus ocurrió el 28 de febrero, muy lejos de Bogotá. Ese día fue asesinada Maricela Tombé, una lideresa campesina de 36 años que presidía la Asociación Campesina Ambiental de Playa Rica, un corregimiento de El Tambo (Cauca). La asociación de Maricela hace parte del Coordinador Nacional Agrario (CNA), una confederación de organizaciones que defiende la constitución de territorios autónomos para los campesinos, la soberanía alimentaria y la protección del medioambiente.
El segundo crimen tuvo lugar en Popayán (Cauca), el 2 de marzo. Allí fue asesinado Alexander Oime, de 31 años, recién electo gobernador del resguardo Rioblanco Sotará, del pueblo Yanacona. Alexander era periodista, cantante, productor, líder comunitario y defensor del medioambiente. Durante su entierro, el vicegobernador de Rioblanco, Luis Palechor, dijo que “fue asesinado por defender nuestros derechos y el territorio; por luchar por una igualdad social”.
El otro homicidio es el de William Castillo, ejecutado por sicarios el 7 de marzo en El Bagre (Antioquia), una zona rica en oro y con presencia de cultivos de uso ilícito. Castillo era militante del movimiento político y social Marcha Patriótica y fundador de la Asociación de Hermandades Agroecológicas y Mineras de (la vereda) Guamocó. A finales de enero, la asociación de William lideró la Comisión de Verificación del Corregimiento de Puerto Claver.
Durante cuatro días, la Comisión recibió testimonios de los pobladores y recorrió las veredas para documentar violaciones a los derechos humanos. Como resultado de ello, produjo un informe en el que denunció que los frecuentes combates entre las Farc y las Autodefensas Gaitanistas ocasionaron el desplazamiento de al menos 500 personas. Asimismo, dejó constancia de que esa última organización secuestró a varios pobladores y señaló “a la comunidad de (ser) auxiliadora de la guerrilla”.
En el documento también se lee que “la única presencia del Estado (en el territorio) ha sido a través de sus Fuerzas Militares (…) Durante el recorrido se encontraron miembros del Ejército que no portaban reglamentariamente el uniforme y se hallaban acantonados en las viviendas y en las fincas, durmiendo en las hamacas y vistiendo de civiles”.
Pero con la de William no pararon las muertes. El 10 de marzo fue asesinado en Arauquita (Arauca) Milton Yesid Escobar, escolta de la Unidad Nacional de Protección encargado de la seguridad de Martín Sandoval, un integrante del Comité Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos y dirigente de la Unión Patriótica. Milton, atacado a tiros, también era de la UP y su padre, Rigoberto Escobar, es uno de los militantes del Partido Comunista en Arauca.
Ese mismo día, en zona rural de Arauquita, cayó muerto el líder comunal Gil de Jesús Silgado, que pertenecía a la Asociación Campesina de Arauca. Sobre estos dos crímenes, la UP emitió un pronunciamiento en el que dijo que “no se puede hablar de paz mientras el Gobierno no muestra voluntad política ni acciones para combatir el crimen organizado, ni el fenómeno paramilitar, verdadero obstáculo para la terminación del conflicto armado”.
Finalmente, el pasado 11 de marzo apareció muerta en Santa Rosa (Bolívar) Sharon Mármol Téllez, de 14 años. Su padre, Evelio Mármol, es uno de los integrantes de la Comisión de Interlocución del Sur de Bolívar, Centro y Sur del Cesar, de la que hacen parte varias organizaciones campesinas, de reclamantes de tierras, y defensoras de derechos humanos y el medio ambiente.
Según la Comisión, el cuerpo de Sharon apareció “con un brazo fracturado, los dientes partidos, ojos torturados, apuñalada y violada en un lote a tan solo 300 metros de su casa”. Indignada, la comunidad atacó la estación de Policía, lo que generó enfrentamientos y causó la muerte de otras dos personas.
Esos y otros hechos, como el asesinato en Sucre del reclamante de tierras Hernando Pérez, las recientes amenazas contra representantes de víctimas de Mapiripán (Meta), los panfletos amenazantes que circulan en Putumayo y la desaparición del líder del Catatumbo Henry Pérez, tienen consternada a la izquierda. En el fondo, lo que se cuestiona es la capacidad del Gobierno para cerrar el ciclo de la violencia política, que se supone es el punto de quiebre para arrancar la implementación de los acuerdos de La Habana.
Este lunes, el Gobierno se pronunció a través de la Consejería Presidencial para los Derechos Humanos. Dijo que “rechaza y condena las actuaciones de estructuras criminales, que han incluido homicidios y amenazas en los últimos días contra líderes de organizaciones políticas y sociales de la izquierda democrática colombiana, así como también contra defensores de derechos humanos”.
Además, declaró que “el compromiso del Presidente de alcanzar la paz incluye el otorgamiento de garantías para que los dirigentes de la izquierda democrática puedan ejercer sus derechos sin limitación alguna”, por lo que se acordó con la Unión Patriótica, el Partido Comunista y “las plataformas de derechos humanos” crear mesas regionales de protección en los departamentos donde han ocurrido los asesinatos.