La memoria debe ser un espacio de encuentro y de desencuentro para que los jóvenes revisen quiénes son y los adultos reconozcan sus aciertos y desaciertos.
Columnista: Andrei Gómez Suárez
En la última semana participé en múltiples reuniones y conferencias para tratar temas relacionados con la transición hacia la paz en Colombia. Tuve la fortuna de hablar con organizaciones de víctimas, defensoras de derechos humanos y representantes de la comunidad internacional. También interactué con estudiantes de la Fundación Universitaria Cafam, la Universidad Externado de Colombia y la Universidad de los Andes. Finalmente, para completar una semana increíblemente enriquecedora y transformadora, tuve la oportunidad de conversar junto con Leonor Noguera, Alejandro Castillejo y German Casas con el Presidente Juan Manuel Santos en un programa de Señal Institucional.
En cada uno de estos espacios compartí reflexiones sobre memoria, historia y verdad; hablé de la importancia de la solidaridad, la generosidad y el respeto en la construcción de confianza. Además revisité el pasado de nuestro conflicto no sólo a través de la historia sino también de la literatura; de varios autores colombianos que en novelas han plasmado el impacto de la violencia política y el conflicto armado en la sociedad colombiana de los últimos 70 años.
Sobre el acuerdo del Gobierno y las Farc que crea la Comisión de Esclarecimiento de la Verdad reconocí en la voz de organizaciones de víctimas la satisfacción por haber participado directa e indirectamente en las discusiones, también vi la preocupación de la comunidad internacional por un mandato ambicioso que puede resultar en nuevas decepciones por generar falsas expectativas. Aunque dicha preocupación parece desvanecerse por el optimismo que varios sectores de colombianos irradian cuando ven una oportunidad real de poner fin a la prolongación del conflicto armado. Al final, renuevo mi confianza en que vamos por buen camino.
Cuando hablo sobre el informe ¡Basta Ya! del Centro Nacional de la Memoria Histórica, y cito las estadísticas que se encuentran en el primer capítulo los estudiantes se sorprenden. No pueden creer que en Colombia haya más de 7 millones de víctimas, casi un 20% de la población de nuestro país, entre las que se cuentan alrededor de 13.000 casos de violaciones sexuales en el marco del conflicto armado y 5.700.000 de desplazados; figuras caracterizadas quizá por un gran sub-registro, si se tiene en cuenta aquellos casos que no se denuncian y consumen a familias enteras en silencio.
Las caras de jóvenes y docentes se desdibujan cuando les cuento que en algunos casos los paramilitares jugaron fútbol con las cabezas de sus víctimas, como en la pesadilla narrada por Evelio Rosero en su novela En el Lejero, o cuando menciono que los hornos crematorios para desaparecer los cuerpos de las víctimas existieron en Colombia hace un poco más de una década, o que muchas personas inocentes fueron vilmente asesinadas y vestidas de guerrilleros para convencer a la sociedad colombiana que el Estado iba ganando la guerra contra el “narcoterrismo” de las Farc, o que a los secuestros selectivos le sucedieron secuestros indiscriminados y masivos en las carreteras de Colombia por parte de la guerrilla, o que el desplazamiento forzado es una espiral sin fin que muchas veces no tiene puerto de destino como lo narra magistralmente Óscar Collazos en Tierra Quemada.
La crueldad que nos atraviesa sin que muchos la hayamos vivido es tramitada a través de la apatía y la indiferencia. Ambas son la materialización del miedo que nos inmoviliza, le decía al Presidente Santos, mientras Alejandro, Germán y Leonor hablaban de la relación del miedo con la incapacidad de imaginarnos la paz y su materialización en un mecanismo fuera de control que nos protege frente a lo desconocido pero nos impide avanzar en nuevas direcciones.
Acertadamente, el Presidente sugirió que el miedo alimenta un déficit de confianza que se convierte en un gran obstáculo para hacer pedagogía de paz. No le falta razón, la desconfianza nos ha acorralado y en esa esquina reducida hemos encontrado la excusa del “todo vale”; del “¿cómo voy yo?”. Así, hemos ido perdiendo la profundidad de la generosidad que creíamos nos constituía como colombianos, aunque muchos extranjeros vean hoy su reflejo. Sólo es un espejismo; una mala copia de lo que fuimos y, quizá aún más triste, de lo que podemos ser.
Después de una semana de ires y venires, de acuerdos y desacuerdos, de esperanzas y desesperanzas, de volver a nuestro pasado y reconocer como dijo una de mis estudiantes que “nuestros escritores no necesitan la imaginación porque en nuestro pasado violento la realidad supera la ficción”, he llegado a la conclusión que nos hace falta construir la memoria como un espacio de encuentro y de desencuentro; como un espacio para que los jóvenes revisen como llegaron a ser quienes son y para que los adultos reconozcan sus desaciertos y celebren sus aciertos. Enriquecer ese espacio con la historia y enriquecer la historia con la memoria es quizá un camino para encontrar una verdad que acomode a muchos sectores en narrativas que abran el debate sobre qué será ser colombiano antes y después de la firma de la paz.
En Twitter: @AndGomezSuarez