OPINIÓN Para el caso colombiano, el olivo puede ser reemplazado por maíz, yuca, plátano, papa o cualquier otro producto de los que siembran las manos campesinas.
Columnista: Jhenifer Mojica Florez*
Sin duda, el símbolo más extendido de la paz es el de una paloma blanca con una rama de olivo en su pico. Este ícono surge del Génesis, el primer libro de la Biblia. Cuenta la historia que, después del “diluvio universal” que inundó el planeta, Noé liberó a una paloma para ver si el nivel de las aguas había bajado y si, nuevamente, todas las especies que había salvado podían vivir en tierra firme. A su regreso, la paloma traía una rama de olivo, prueba de que se podía, después de la tragedia, vivir en paz con Dios y la naturaleza.
En su campaña de reelección, el gobierno de Juan Manuel Santos usó la paloma de la paz para defender el proceso de negociación que sostiene con las Farc en La Habana. El prendedor que el mismo Santos y todo su equipo llevan consigo desde entonces se asimila a los que usan los impulsadores de productos de belleza. La paloma de la paz, como las palomas de la Plaza de Bolívar, se multiplica en páginas web, programas de televisión, eventos y demás. Todo, con el afán de promover consenso y aceptación de los acuerdos para el posconflicto.
Pero olvida Santos por qué la paloma de la paz lleva una rama de olivo. Para el caso colombiano, el olivo puede ser reemplazado por maíz, yuca, plátano, papa, alverja, tomate, cebolla, lechuga, guascas, o cualquier otro producto de los que siembran las manos campesinas y que se constituyen en la base de nuestra alimentación diaria.
El olivo, prueba bíblica de que había tierra, significa la terminación del diluvio, de la tragedia, una nueva oportunidad, el resurgir de la vida, un mundo nuevo. Así, la tierra se constituye en el componente fundamental de un mundo nuevo, de la paz; con mayor razón en Colombia, un país azotado por la violencia, en donde la disputa por la tierra ha sido la causa del conflicto armado: más de 7 millones de desplazados, más de 6 millones de hectáreas despojadas, la mayor inequidad en la distribución de la tierra.
Dicen las cifras oficiales que, en nuestro país, el índice de GINI – que mide la inequidad en la distribución de la tierra- es superior al 83%, uno de los más altos del mundo. Es decir: muy pocos concentran la mayor cantidad de tierra, mientras que muchos están sin ella. Esto es preocupante en un país en el que gran parte de la población es campesina, para quienes la tierra constituye una necesidad vital y urgente.
El tema agrario fue el primer punto de discusión en la mesa de negociaciones de paz[1]. En este acuerdo, se pactó una reforma rural integral, que busca crear las condiciones de bienestar y buen vivir para la población rural, la disminución de la pobreza y la reactivación del campo, especialmente de la economía familiar.
La base de la reforma rural es el fondo de tierras, que tiene el propósito de lograr la democratización y reparto gratuito de la tierra a favor de las familias y comunidades más vulnerables. La paz depende de ello, de que las familias campesinas sin tierra, que siempre han sufrido la pobreza, marginalidad y violencia en el campo, así como de las familias campesinas de los militantes de los grupos armados que hacen parte del conflicto, tengan acceso a tierras, a un pedazo de territorio que les permita una vida digna, libre y feliz.
Es la tierra la condición para el posconflicto. Sin tierras, no hay reforma agraria integral, no hay desarrollo, no hay seguridad alimentaria, no hay vida campesina… No hay paraíso. A Santos se le olvida que sin tierra la paloma no hubiera regresado con la rama de olivo en su pico después del diluvio, que hubiera muerto en el intento, ahogada, desesperanzada. A Santos esto se le olvida al promover leyes como la del Plan Nacional de Desarrollo 2014-2018 y la que crea las Zonas de Interés de Desarrollo Económico y Social- ZIDRES[3], con las cuales reparte la tierra que se necesita para la paz a empresas, multinacionales mineras, energéticas, de infraestructura y agroindustriales.
La tierra es un recurso finito. Colombia tiene una extensión de 114 millones de hectáreas, de las cuales, casi 37 millones son de indígenas y población negra, 14 millones y medio son parques nacionales naturales, 3 millones son humedales, 41 millones son rondas en torno a áreas de explotación de minería e hidrocarburos, 48 millones son de reserva forestal, 38 millones están en ganadería extensiva… y sólo 5 o 6 millones son de uso agrícola, incluyendo cultivos como la palma y la caña de azúcar. Es decir, menos del 5% del territorio nacional es trabajado por manos campesinas.
Leyes como la ZIDRES toman predios que servirían para el Fondo de tierras para la paz y los entregan a empresarios para la implementación de monocultivos de grandes extensiones, tecnificados, que desechan el trabajo campesino y desplazan la producción familiar agrícola alimentaria.
Si Santos no le da prioridad a la implementación de la reforma agraria integral que requiere el posconflicto, por los compromisos que tiene con otros intereses, todos los que sí apostamos a la paz necesaria para superar la tragedia y no seguir matándonos, debemos seguir ejerciendo un duro control y denuncia de las políticas y leyes que van en contra de los derechos campesinos, que, en últimas, le quitan el olivo a la paloma.
*Abogada de la Comisión Colombiana de Juristas y ex subgerente de tierras rurales del Incoder.
[1] Mesa de conversaciones, Borrador Conjunto suscrito por los delegados del gobierno nacional y de las FARC- EP, del 6 de junio de 2014
[2] Oficina del Alto Comisionado para la paz, En qué va el proceso de paz. Política de desarrollo agrario integral, 2016
[3] Leyes: 1753 de 2015 y 1776 de 2016, respectivamente.