Producen 2.000 panes diarios desde la zona veredal de Puerto Asís, en Putumayo.
- Cada día, los guerrilleros de la zona veredal de Puerto Asís, en Putumayo, hacen 2.000 panes. En la imagen, el profesor Willington le enseña a los combatientes cómo moldear pasteles. Foto: Gabriel Corredor
William agarra una bandeja de panes moldeados y la lleva al horno. Camina despacio, cojea. “Hace 14 años pisé una mina instalada por las propias Farc en el Putumayo. Estaba en una misión y caí”, dice. Me cuenta que pasó la vida en el “orden público”, como llaman a los guerrilleros especialistas en combatir al Ejército, a los paramilitares y al ELN.
Tiene manos rudas y callosas, por eso es raro verlo amasando quilos de harina para hacer chicharronas, unos panes hojaldrados rellenos de queso y bocadillo. Tiene que trabajar sentado, “me canso muy rápido”, dice mientras los seis guerrilleros que trabajan con él lo molestan.
Son las 2:30 p. m., el calor traspasa los techos de zinc y plástico, en la zona veredal de Puerto Asís (Putumayo) y los trabajadores de la panadería Pan y Paz están a punto de terminar la producción del día. “A las 3:00 p. m. está comiendo pan fresquito”, me dice William mientras se seca el sudor con una camiseta en la que se ve la cara de Simón Bolívar.
Cada día, desde hace más de dos meses, Pan y Paz produce 2.000 panes. Hacen, además, tortas, pizzas y postres. Según el comandante de la zona veredal, ‘Martín Corena’, se cansaron de comer el “pan viejo y mojado” que les enviaba el contratista y le pidieron que, mejor, les mandaran los ingredientes. Ahora, los casi 500 combatientes que están reunidos en este lugar comen pan hecho en casa y recién salido del horno.
En febrero, los comandantes le pidieron al Gobierno un horno giratorio, un cuarto de crecimiento, batidoras, mojadoras, grameras, licuadoras, picadoras y molinos. Además, por su cuenta, trajeron de Neiva un profesor para que trabajara a diario con los aprendices.
El ‘profe’ se llama Willington. Es de Neiva y hace pan desde 1987. Empezó en un lugar llamado pan Coqui, en Soacha y llegó a trabajar en Carulla. Ahora tiene una pizzería en la ciudad donde nació y dejó encargado su negocio para venirse a enseñarle a hacer pan a los guerrilleros. Está sorprendido porque sus alumnos aprenden rápido, “son unos verracos”, comenta.
Apenas llegó al campamento, se encerró en la panadería con estos hombres y mujeres. Al principio, las jornadas comenzaban a las 7 a. m. y terminaban a las 9 p. m. Poco a poco se fueron convirtiendo en la despensa panadera de la zona veredal.
Al profesor le dicen camarada, le hacen chistes y le piden cosas del mundo de afuera. “Yo me metí a esta vaina porque tengo siete sobrinos en la guerrilla”, me dice mientras regaña a una guerrillera porque no prendió el horno a tiempo. Les muestra cómo cortar los trozos de harina, cómo moldear los mojicones y cómo armar la forma triangular de los pasteles.
“Me falta una semana para terminar el curso, pero no me quiero ir”, dice.
Los guerrilleros tampoco quieren que ‘Willy’, como le dicen, se vaya. “¿Qué vamos a hacer sin usted, profe?”, le dice una mujer que no quiso dar su nombre. “Es que todavía no hemos aprendido todo”, dice y reconoce que lo más difícil de la industria panadera es moldear la masa.
William está cansado, sin embargo. “Esta vaina es moledorcita. A veces es peor que la guerra”, dice. No le gustaría trabajar como empleado en una panadería cuando regrese a la vida civil, pero sí le gustaría tener su propio negocio “para enseñarle a los demás lo que aprendí acá en la zona veredal”.
Faltan 10 minutos para que las chicharronas estén listas. Mientras tanto, el comandante alardea del nuevo producto: “‘Iván Márquez’ se llevó muchos panes para Bogotá y hasta el presidente Santos comió de nuestro pan”, dice.
—¿Y le gustó?— le pregunto.
— Claro, le encantó— respondió ‘Corena’.
El altavoz de la zona veredal interrumpió al comandante. “Los periodistas deben salir de la zona porque no van a alcanzar a pasar el río”, decía una voz de mujer. Antes de que me fuera, William agarró una bolsa, sacó del horno cuatro panes y los empacó. Agarró otro con una servilleta y me lo pasó. “Pruébelo”, me dijo.
Estaba buenísimo.