Josefina, hermana de Alfonso Jacquin, uno de los guerrilleros que nunca apareció tras la toma del Palacio de Justicia, ilustró ese noviembre de 1985.
En una de las grabaciones telefónicas que salieron de la toma del Palacio de Justicia se escucha una voz agitada diciendo “Les habla Alfonso Jacquin, segundo al mando de este operativo. El presidente de la República no le ha pasado al teléfono al presidente de la Corte y se va a morir […] es increíble que el M-19 no es el que se ha tomado el Palacio de Justicia, se lo tomaron los tanques del Ejército […] el Ejército entró con sus tanques y están sonando los tiros, cuando entren en este piso nos morimos todos, sépalo.”
Alfonso murió durante la retoma y su cadáver nunca apareció. Su familia, además de su muerte, sufrió el estigma de estar relacionada con un guerrillero. Una de sus hermanas, Josefina Jacquin, más de veinticinco años después decidió contar la historia de ese trágico noviembre de 1985, recordado, además del holocausto del Palacio, por la avalancha que sepultó Armero.
Josefina se había ido joven de Colombia. Cuando murió su hermano, ella estaba en Florencia, Italia, estudiando artes. En 1986 intentó volver a Colombia, pero la realidad de esa época desbordó su aguante y terminó devolviéndose. Luego se fue a Estados Unidos, a seguir estudiando, y muchos años después entendió que la mejor forma de romper el silencio sobre su hermano era por medio del arte.
La obra se llamó Noviembre 1985. Son doce serigrafías y dos instalaciones con telas estampada. Josefina escogió ilustrarlo todo en pop-art, pensando en el contraste que podía generar pensar al mismo tiempo en la tragedia del Palacio y en las celebridades de Andy Warhol. Los retratos van desde Alfonso, su hermano, hasta María Mónica Urbina, la Señorita Colombia de ese año, pasando por Pablo Escobar, el narcotraficante más temido, y Omaira, la niña que murió frente a las cámaras en Armero.
Además de los rostros, está repetida varias veces, en collages y en distintos colores, la imagen de los tanques entrando al edificio. En esa imagen la puerta del Palacio es altísima, exagerada, y de ahí hacia adentro solo se ve negro, porque Josefina quería resaltar el agujero en el que siente que entró el país a partir de ese día.
En 2011 vino a presentar la muestra, justamente en el Palacio, pero la vetaron. Ahora vive en San Francisco, Estados Unidos, y viene pocas veces, en vacaciones, a ver a su familia. Hablamos con ella sobre su hermano, el arte, la violencia y la memoria.
Usted se separó de su familia y de Colombia desde muy joven. ¿Cómo era Alfonso antes de que usted se fuera?
Era muy inteligente, con un gran sentido del humor, muy coqueto. En mi casa se hablaba mucho de política. Se veían los discursos de Fidel Castro y se escuchaba Radio Habana Cuba. Cuando me enteré de que él andaba militando, me asombró que se hubiera metido en el M-19. Él era abogado y fue concejal, y en un momento decidió irse clandestino y dejar todo. La última vez que lo vi, yo tenía 22 años. Fue el 31 de diciembre de 1982. Me fui para Italia en enero de 1983.
En 1985, al momento de la toma, usted seguía en Italia. ¿Cómo se enteró de que su hermano estaba metido ahí?
Yo había tomado un rumbo completamente diferente: jamás tuve nada que ver con izquierda y ni con derecha ni con nada. Cuando pasó lo del Palacio, yo vi las imágenes por televisión e inmediatamente llamé a la casa y pregunté si Alfonso estaba ahí. Me dijeron “sí, nos tememos lo peor”. Por esos días ni se podía hablar mucho de la situación. La casa de mi papá la tenían vigilada unos tipos del Ejército que estaban acostados en el techo de los vecinos. Y no se habló más.
¿Cuál fue su reacción frente a la toma?
Una locura del M-19. Yo no la apoyo. Creo que perdieron el norte. Pero la retoma… a toda esa gente que se murió la mató el Ejército. Y al final nadie sabe qué pasó. Quién sabe cuándo vamos a conocer la verdad. Van a seguir obstaculizando la verdad sobre Alfonso. ¡Ni el M-19 quiere saber qué pasó con mi hermano! Petro y Navarro Wolf no quieren saber de todo eso porque es como una papa caliente. Porque eso les recuerda que lo que hicieron fue una cagada.
¿Y se vino para Colombia, en vista de lo que pasó?
Yo regresé en 1986, pero no por él sino por mí misma. Le quería dar una oportunidad a Colombia de vivir como adulta allá. Tenía como 26 años. Cuando llegué, mataban y mataban gente. El día que mataron a Pardo Leal, yo venía desde Villeta para Bogotá y nos pararon porque estaban buscando al asesino. Cuando llegué a la casa pensé: “qué alivio, llegué bien”. Uno tenía que celebrar que llegaba vivo. Todo el tiempo había bombas, estallaban buses, era constante.
Con lo de Pardo Leal la gente estaba en una putería tremenda. Un día me levanté y vi pasar unos tanques por la avenida y eso me pareció aterrador. ¡Estaba viviendo en Beirut! Entonces le dije a un amigo que trabajaba en el exterior que me sacara de aquí, que yo hacía lo que fuera. Él me consiguió un trabajo y el 2 de enero del 88 me fui otra vez.
¿Hubo amenazas o violencia contra su familia?
Los Jacquin no somos muchos. Entonces estaba la etiqueta de la hermana del guerrillero. Tener que escuchar comentarios de la gente que decía “bien hecho que mataron a ese hijueputa”. Lo de Alfonso afectó mucho a toda la familia. Sin él hubo un destino medio trágico. Un hermano, que desde antes tenía ataques de esquizofrenia, básicamente se volvió loco. La mamá murió de un ataque al corazón, un día que vio en las noticias una pelea del M-19. La hermana mayor vive sola por allá en una montaña y no quiere saber nada de nadie. Y las tres Jacquin que estamos en la vida pública somos unas guerreras.
¿En qué momento se dio cuenta de que el arte era la forma de volver a hablar de Alfonso?
Fue cuando me dieron la oportunidad en Berkeley de hacer una residencia artística. Entonces busqué una imagen que todos los colombianos reconocieran. Ahí me puse a pensar que yo había trabajado ya con el lenguaje de la guerra pero en otros sentidos, pasándole por el lado al hecho de que desde que nací mi país vive una guerra. La primera imagen que se me viene a la cabeza es un tanque al lado del Palacio.
¿Y por qué hacerlo en pop-art?
La imagen del tanque empecé a dibujarla grande, chiquita, de todas las formas. A repetirla, repetirla y repetirla. Y ahí me vino la idea de Andy Warhol de lo múltiple, de lo sistemático, y me puse a pensar en cómo repites una cosa hasta que ya no te duele. Ahí me digo: “qué mejor manera de representar esta historia que una estética pop”. Porque Warhol representaba a las celebridades que todos quieren recordar. Aquí era lo opuesto: yo iba a trabajar con las imágenes que se querían borrar.
Además de las ilustraciones de Alfonso y de los tanques, llama la atención la de Pablo Escobar, porque se ha dicho que él financió la toma del Palacio. ¿Esa fue la razón para meterlo?
Es justo eso. Hay una gente que dice que sí financió y otra que no. Es esa la tensión que quiero crear. Además está otro mito que dice que el M-19 había hecho eso para quemar los archivos de la historia del narcotráfico. Pero por otro lado dicen que al Ejército le convenía quemar esa vaina porque ellos también tenían enlaces con el narcotráfico. Lo que implica para mí haber puesto a Pablo es presentar esa duda que siempre quedó. Y también es para recordar que, puesta al lado de la imagen de la puerta del Palacio, uno entiende que después del 85 el país entró en la época más atroz. Pablo bombardeando a todo el mundo.
¿Cómo juegan ahí las imágenes de Belisario y Omaira?
Ilustré a Omaira porque quería mostrar que estos güevones del M-19 fueron tan de malas que, en una vaina quijotesca, querían traer a juicio a Belisario, pero mediáticamente Armero les quitó cualquier importancia que hubieran podido tener. A Belisario lo puse en una cabeza volando a raíz del mito de que a él le dijeron que se quedara a un lado porque el Ejército iba a hacer lo que se le diera la gana. Por eso dejé una cabeza ahí en el aire. Ese lo vendí, a mitad de precio pero lo vendí.
El que más raya con los demás es el de la Señorita Colombia. ¿Qué quería decir con eso?
La idea es que ella fuera la light. Colombia es un país de fútbol y reinados. Todo lo solucionan con fútbol y reinados. Fíjate en ese noviembre trágico: primero lo del Palacio, luego lo de Armero, ¡y hubo reinado, señores! ¿Sabes quién cubrió ese reinado? Virgina Vallejo, la amante de Pablo. Además en esa época la intención era mantener desinformado al país. Por eso no transmitieron lo que pasaba en el Palacio y censuraron la radio.
Hay otros personajes que uno se imaginaría en la serie. Plazas Vega, por ejemplo, o la misma Noemí Sanín, que mandó a poner un partido de fútbol durante la toma. ¿Cuál fue el filtro para meter a unos y a otros no?
Yo lo pensé, y tenía los retratos de todos ellos, pero resolví que el tanque entrando en el Palacio fueran los militares. Al final no quise individualizar porque me daba mucha rabia. Y Plazas Vega es un tipo horrible. Como dicen en la costa, esa es la “perrería”. La perrería es que no le voy a dar importancia.
Usted iba a exponer la obra en el Palacio. ¿Qué pasó?
Iba a presentarla y me vetaron. Hoy, cinco años más tarde, pienso que me estaba metiendo en la boca del lobo. Yo conocía a César Julio Valencia Copete, el juez, y entonces le conté de la obra y él vio que era un trabajo muy poderoso. Aunque ya no era presidente de la Corte Suprema de Justicia, me dijo que lo presentáramos allá. Yo no creía pero me dijeron que sí. Todo iba tan divinamente que yo no lo podía creer. Mandé a hacer los catálogos y todo. Yo ya había hasta pedido permiso para ir a montar la obra, organizar todo, las luces, el espacio, todo.
Pero, un mes antes, recibí un e-mail, ni siquiera de nadie importante sino de una secretaria, diciéndome que debido al contenido artístico de la obra ellos no podían presentarla. Ellos qué van venir a hablar de arte si no son ningunos curadores. Entonces hablé con César Julio y él me dijo que yo no tenía idea de lo que se había armado a raíz de la obra. Me explicó que había sido un samario, el hijo de uno de los magistrados que murieron, que dijo que de ninguna manera se podía presentar mi obra. Era por la cara de Alfonso. ¿No te das cuenta? Uno vuelve a ir un día de estos al Palacio y mira que los únicos muertos que tienen reconocimiento son los magistrados. Ni siquiera la pobre gente de la cafetería tiene estatus.
Luego sí la pudo estrenar en Colombia.
Después fue muy difícil encontrar quién mostrara mi trabajo. Al final, el que lo hizo posible fue un señor catalán que dirigía los museos de la Universidad Nacional. Yo creo que a él le gustaba un poquito la polémica. Además era catalán y le importaba un carajo. Pero me dio esa oportunidad.
A mí a la larga me gustó más que la obra estuviera en la Casa Museo Gaitán porque allá hicimos charlas con niños de colegio y me pareció que esa era la idea. A mí no me interesaba que estuviera en el Museo de Arte Moderno porque tú sabes quién va a esos museos, quién va a las galerías, y yo prefiero trabajar para un público más colombiano, más real, y que sirva para difundir la historia.
Esos espacios pedagógicos ayudan mucho con el tema de la memoria. ¿Ve un cambio de mentalidad en el país en ese sentido?
Toca relacionar todo con el arte. Un pueblo que no conoce sus errores está condenado a repetirlos. No podemos seguir diciendo que hay que dar bala. Es cierto que la gente no entiende hasta que no le toca, pero a mí me parece indispensable que salgan todas esas historias. Yo creo que tenemos que empezar a aceptarnos y ser capaces de poner las diferencias sobre la mesa.
También es cierto que además de la historia de la guerra hay muchos temas para construir paz. ¿Ha pensado trabajar algo más sobre la realidad colombiana?
Ahorita he pensado meterme con algo bien diferente. A veces pienso, por ejemplo, en trabajar con nuestros recursos, los animales, las selvas. Eso igual sigue siendo político. La fuerza del arte está en que uno exprese algo y hay muchas maneras de hacerlo.
De Alfonso decían que se proyectaba como un líder fundamental para el M-19. ¿Dónde se imagina que estaría ahora si todo eso no hubiera pasado?
En otro universo paralelo de pronto eso no pasó. Él se fue del país, después regresó y con Navarro Wolff se lanzaron de presidentes y vivieron felices y comieron perdices.