'Nos dijeron que nuestro secuestro sería al estilo Mandela: 20 años o más' | ¡PACIFISTA!
‘Nos dijeron que nuestro secuestro sería al estilo Mandela: 20 años o más’
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‘Nos dijeron que nuestro secuestro sería al estilo Mandela: 20 años o más’

Colaborador ¡Pacifista! - diciembre 21, 2017

El 21 de diciembre de 1997 las Farc se tomaron la base de Patascoy. Hoy, Pablo Emilio Moncayo cuenta cómo se vivió el ataque y su cautiverio.

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Pablo Emilio Moncayo. Foto: El Espectador.

Por: Julián Ríos Monroy 

En el límite de Nariño y Putumayo se extiende Patascoy, un cerro de más de 4 mil metros de altura que, en su cima, resguardaba la base de comunicaciones del batallón de infantería 9 del Ejército, atacada por miembros del Bloque Sur de las Farc el 21 de diciembre de 1997.

El ataque había sido advertido en un comunicado de la guerrilla en 1994, pero no se tomaron medidas para repelerlo. De hecho, meses antes de la toma, campesinos de la región alertaron a los militares sobre la presencia de “personas extrañas” investigando en la zona. Tampoco se prestó atención a dos informes de inteligencia de la Tercera Brigada, en donde se explicaban las fallas y medidas que debían ser adoptadas en la base frente a una inminente situación de peligro.

La inoperancia del Ejército para prevenir el ataque fue tal, que en 2005 el Consejo de Estado declaró como responsable de la toma al Estado colombiano.

Tras la arremetida de las Farc, diez de los 32 militares de la base murieron, 18 fueron retenidos y sólo cinco pudieron escapar con vida. Pablo Emilio Moncayo, quien pasó a la historia como el secuestrado vivo con mayor tiempo en manos de sus captores, habló con ¡Pacifista! sobre el ataque de hace 20 años, su experiencia en cautiverio y su liberación, que se logró el 30 de marzo de 2010, luego de más de 12 años retenido. Este es su relato en primera persona:

“El 20 de diciembre (un días antes de la toma), fue un sábado normal. Se realizaron las actividades de rutina, se cumplió con las revistas y normas de seguridad establecidas en el régimen interno de la base. También se establecieron los turnos de guardia: a mí me correspondía el turno de 10 p.m a 12, al teniente Mauricio Hidalgo, que en paz descanse, le correspondía el turno de 12 a 2 a.m., y le seguía, de 2 a 4 a.m., el cabo primero Hugo Fernando Naranjo.

Se realiza el relevo del teniente Hidalgo, hacia las 2 a.m., y cerca de 10 o 20 minutos después ocurre la primera explosión en el techo, en el límite de la habitación donde dormían los comandantes. Era una habitación adyacente, en donde estaban todos los equipos de comunicación. Yo me tiro al piso, porque empiezan a caer latas incandescentes. Ocurre una segunda explosión, siento que es del otro lado de la pared, dentro de la casa. Se derriba esa pared y me cae encima. Yo quedo atrapado dentro de esa estructura. El resto de compañeros salieron y reaccionaron, intentando repeler el ataque, pero son minimizados por la cantidad de personas en contra.

Recuerdo haber escuchado al soldado Chatez, que dormía en la misma habitación que yo, disparando su fusil desde la ventana que quedaba al lado de su cama, y también escuchaba las ametralladoras de la guerrilla, intentando combatir el fuego que provenía de la casa. Mientras el resto de soldados estaba por fuera, Chatez estaba disparando ahí. Las explosiones que logré contar fueron 80, antes de que terminara el ataque. Según lo que pensaban ciertos guerrilleros, fue la toma más fácil para ellos, porque no gastaron más de 20 minutos en realizarla. Pero yo que estuve ahí, lograron sacarme a las 5 a.m. Que yo recuerde, eran cerca de las 3:30 y aún estaban lanzando bombas. Eran bombas caseras: tarros de avena de aproximadamente 1 kilo, llenos de pentolita, tornillos y todo eso.

Constantemente gritaban los nombre de los comandantes y soldados, ellos tenían esa información. Los guerrilleros decían “entréguense, no se hagan matar”. Hubo un momento de silencio y salió una voz de la guerrilla pidiéndole a Hidalgo que se entregara. Respondieron con fuego y ahí inició nuevamente la ola de disparos y explosivos. El teniente Hidalgo ingresa a la habitación donde estoy, alcanzo a pensar que iba a ordenarme que comunicara el ataque a la base, pero la pared cayó sobre él y murió aplastado a los pies míos.

Días antes de la toma, se habían contemplado las distintas rutas de escape y se habían predeterminado puntos de encuentro en caso de que la tropa no pudiera resistir las primeras líneas de acción. Mi cabo Naranjo (junto con otros cuatro soldados), pudieron alcanzar una de estas rutas, que no era fácil para descender, porque en determinado punto llegaba a convertirse en un peñasco. Tenía que caminarse por el filo, por un camino que no creo que tuviera los 50 o 60 centímetros con respecto al barranco.

Los soldados, tengo entendido, se replegaron con el Cabo Libio José Martínez –que en paz descanse–, hacia el noroccidente de la base. Esa zona es una depresión y la guerrilla, en la parte superior, intentó reducirlos con granadas. Muchos de ellos quedaron heridos por esquirlas.

Posteriormente, los guerrilleros me localizan y ayudan a salir, porque no podía moverme por la pared y los escombros. Yo tenía unos rasguños menores, fracturado el tobillo derecho y dos disparos que cruzaron y me rozaron la espalda. Me ubican en la parte de atrás de la base, bajo una estructura de paneles solares que servían de alimentación para los equipos de comunicación. Ahí están reunidos los soldados, en su mayoría heridos. El soldado Guillermo Almeyda tiene un orificio en la cabeza, los soldados Andrade y Galindo tienen varios orificios en el pecho, el soldado Castillo tiene destrozada la mano y el tobillo, hay otros dos soldados que tienen quemado el rostro. Los que estaban más graves, la guerrilla no tenía forma de ayudarlos más, sino darle un calmante para el dolor y abrigarlos mientras tanto, porque al parecer las heridas que presentaban esos muchachos eran muy graves.

Los guerrilleros sencillamente nos llevan a la parte de atrás y nos dicen, en los términos que ellos manejan, que vamos a ser ‘prisioneros de guerra’. La persona que nos habla es alias ‘El Paisa’ de la Teófilo Forero. Él nos dice que “al igual que pasó con los soldados de la toma de Las Delicias, que duraron nueve meses, también ustedes van a durar retenidos un tiempo hasta que el gobierno acepte negociar”, pero se nos hablaba de meses, no de años.

Después de eso, cerca de las 7 a.m., nos organizan, nos ponen guardias, como dos o tres guardias a cada uno, y empezamos a bajar de la base hacia el campamento que ellos tenían. El campamento estaba en Nariño. Si usted tiene un mapa, se ubica el cerro de Patascoy y la Laguna de la Cocha, hacia el occidente baja el río Guamués y en seguida, cruzando la orilla más occidental, al otro lado del río, tenían ubicado el campamento los guerrilleros.

El ejército intenta localizarnos, marcan tropa en la zona. Muchos helicópteros estaban haciendo la búsqueda de nosotros, pero los guerrilleros ya tenían planificada la ruta de escape. De esa forma nos llevan hasta el oleoducto trasandino. El tramo es una carretera destapada, pero facilita mucho la movilización al pie del oleoducto, se llega hasta los tanques de Orito (Putumayo) y ahí nos embarcan en camperos y van hasta un punto donde se cruza el río y permanecemos bastante tiempo en el Putumayo. Estoy hablando los primeros días del cautiverio, hasta aproximadamente el 28 de diciembre o 1 de enero.

La sensación que teníamos era de angustia, porque se publica una noticia en la radio en la que daban por vivos a los que habían muerto y daban por muertos a los que habíamos quedado vivos. Eso sembró pánico entre los soldados, mientras escuchábamos las noticias en un pequeño radio de pilas decían: “No, qué angustia no poder enviarles una señal o decirles estoy vivo. Sáquenme de esa lista de los muertos”.

Los primeros meses, aparte de que es una etapa de adaptación y de aceptación, es una etapa muy dura, porque tiene uno que tratar de encajar en ese nuevo mundo, tratar de que las reglas tomen forma dentro de la vida de uno. Luego ya uno empieza a cogerle el tiro a marchas, a la comida, al baño, a la seguridad, al movimiento limitado, a que no puede hablar con los guerrilleros, etc. Y pues ya depende de qué forma uno quiera ver las cosas: si uno se deja caer en la angustia o desesperación o si uno opta por tratar de seguir con su vida, con su estilo de vivir, que no era fácil.

Por ejemplo, nosotros al principio, desanimados, sacábamos todas las cosas del maletín o del morral, sacábamos cobija y todo eso. Tratábamos de mantener todas las cosas del equipo por fuera: el toldillo, el plástico, la ropa, todo, y el equipo lo metíamos debajo de una construcción hecha con palos y con láminas de palma donde había una cama que tenía la altura de una cama normal, entonces tirábamos el equipo debajo de la cama. En una ocasión a alguien se le ocurrió buscar algo en su equipo, cuando saca el equipo de debajo de la cama salieron ranas, culebras, alacranes. Los guerrilleros siempre nos habían insistido que no dejásemos el equipo debajo de la cama, que organizáramos todo encima, pero nosotros no hacíamos caso, hasta que ya le paso al soldado esta situación. En medio de anécdotas fuimos aprendiendo que lo que nos aconsejaban los guerrilleros, muchas veces, era lo más indicado.

A nosotros no nos tenía un grupo específico. Nos cuidaba una delegación de la que hacían parte miembros de distintos frentes. Como era el Bloque Sur, elegían tres cuatro personas del Frente 32, del 48 y así.

La guerrilla con nosotros siempre implementó una misma política en cuanto al trato, con excepción de dos o tres personas. Es decir, el trato era bueno o aceptable. Ellos simplemente asumen un papel de guardias y eso lo cumplen. Cuando estábamos atravesando zonas cercanas a población civil, ellos incrementaban las medidas de seguridad, como poner esposas o amarrarnos, pero aparte de eso no implementaron ninguna cosa distinta.

Entre febrero y marzo de 1998 recibimos las primeras cartas de nuestras familias. Después de eso si tenemos que esperar un largo largo tiempo para que vuelvan a llegar pruebas. A mediados del 99 recibimos otra comunicación de nuestros familiares.

Al principio decíamos ‘no, en el momento menos pensado hacen algún tipo de negociación y nos liberan’, pero no fue así. Recuerdo tanto que en una ocasión, en diciembre del 98, nos dice precisamente ‘El Paisa’ que debemos prepararnos para algo estilo Mandela. Si usted recuerda bien, Nelson Mandela duró 20 años o más.

Las FARC liberan a 16 de nuestro grupo el 28 de junio del 2001. Ellos nos dan la información de que van a liberar unos secuestrados y nos piden una lista especificando grado y nombre y, después de que se pasa la lista, dicen que van a ser liberados los soldados, pero no mi cabo Libio Martínez y mi persona. Eso fue hacia marzo o abril del 2001. Nosotros nos quedamos con un grupo de 12 a 15 guerrilleros y en cuestión de unos días nos vamos del campamento en el que nos vimos por última vez con ellos. Fue una despedida muy triste. Hicimos una formación militar, intercambiamos unas cuantas palabras, les dimos unos consejos a los soldados y pues tuvimos que sostener y aguantar la tristeza y el impacto que nos producía la despedida de esa forma.

Aproximadamente para finales de julio o principios de agosto, Martínez y yo somos incluidos en el grupo de cuatro policías (retenidos en Caquetá), quienes si estaban en unas condiciones que impactaba solo verlos. Ellos recibían un baño cada tres o cuatro días. Su ropa era sucia, tenían el cabello largo, no se habían cortado la barba y estaban encadenados. Fue un cambio muy drástico porque nosotros no habíamos tenido esas limitaciones. Inclusive, recuerdo tanto que cuando llegamos allá donde ellos, nosotros no sabíamos si caminar hacia adelante o devolvernos, porque mentalmente pensábamos que se había cometido un error y que al sitio al que nos llevaban no era al que tenían que llevarnos.

Se encontraban –y que en paz descansen-, mi coronel Duarte Valero Edgar Yesid, mi mayor Elkin Hernández Rivas, el subintendente Álvaro Moreno. También estaba el sargento mayor Luis Erazo, él sí logró salir vivo de allí. Empezamos a conversar, a presentarnos, a conocernos y ya empezamos a intercambiar experiencias. Es ahí cuando nos damos cuenta de que a ellos los tienen encadenados porque el señor Álvaro Moreno ha intentado dos veces fugarse, desafortunadamente de manera infructuosa, porque lo volvían a recapturar.

En ese sitio duramos hasta el mes de octubre (de 2001) y luego nos mueven en lancha toda la noche y en la madrugada, hasta que tocamos tierra en una parte muy metida en la selva, casi que en los límites con Quiribiquete. Allá se dificulta la comunicación y pasó mucho tiempo para volver a recibir cartas de la familia, hasta el 2006.

Los familiares recibían mensajes. Incluso la guerrilla nos hacía escribir cartas de supervivencia, pero los familiares de los soldados de otras tomas recibían los mensajes, más no los nuestros. No sabemos por qué razón las cartas que enviábamos nosotros, los de este grupo de seis, no llegaban a nuestros familiares.

Para el 4 de febrero del 2007, inventan una historia de un intento de fuga por parte nuestra y el jefe guerrillero nos encadena y –por causa de la forma como nos pusieron las cadenas, que fue extremadamente apretadas al tobillo–, se produce una enfermedad que nos dio parálisis en las piernas. Mi mayor Hernández, el subintendente Moreno y mi persona estábamos totalmente paralizados de las piernas. Duramos así hasta aproximadamente el mes de agosto de 2007. Un tiempo antes, el 17 de junio del 2007, mi padre (el profesor Gustavo Moncayo), empieza a caminar el país exigiendo la liberación.

El jefe guerrillero en ese momento era un señor al que le decían Arturo Rojas. Nosotros era muy poco lo que hablábamos. Cuando se tenía la posibilidad de hablar con ellos era comentando de algún suceso del día. Por ejemplo, que habían cazado ‘x o y’ animal o que habían pescado cierta cantidad de peces y que nos iban a traer pescado fresco o frito, o llegaba de pronto a preguntar cómo queríamos la comida.

Nosotros (el grupo de seis), estuvimos juntos hasta el 9 de mayo del 2009, que fue la fecha en la que llega una comisión especial de guerrilleros y me separan del grupo en el que estoy de mis cinco compañeros. Ahí comienzo yo la larga marcha hasta el 30 de marzo del 2010 para poder ser liberado, casi un año caminando.

Esos fueron lo días más angustiosos de mi vida, porque siempre nos la pasábamos caminando y caminando y escasamente descansábamos en las noches y al otro día volvíamos a retomar la caminata. Siempre esquivando operativos militares porque, como se estaba manejando el tema de que iba a ser liberado, también había operativos militares que querían en cierta forma conseguir la liberación pero de otra manera. En unas 20 ocasiones fuimos bombardeados con morteros y en dos ocasiones con bombardeo de aviación.

Las desventajas son que el guerrillero va libre, va suelto, lleva su armamento y se puede defender, en cambio usted va amarrado, encadenado y no es lo mismo. Muchas veces esas marchas las realicé con los ojos vendados, porque ellos no querían que supiera por dónde nos estábamos moviendo. Aparte de los guardias normales, un guerrillero se encargaba de guiarme de la mano y de decirme qué obstáculos había o si me debía agachar, o él mismo me agachaba la cabeza hasta el punto que podía pasar los obstáculos.

El 18 de noviembre del 2009, en un campamento viejo de la guerrilla, después de tomar el baño, cerca de la 1:00 p.m. sufro una caída en el río y me quiebro dos costillas del lado derecho. A partir de ahí es peor el martirio, porque caminar con dos costillas rotas no es absolutamente nada fácil, muchos menos cargando peso y en las condiciones de la selva.

Los días cercanos a la liberación fueron muy angustiosos, porque uno no sabe qué esperar. Es decir, no sabe uno qué es lo que va a enfrentar más adelante. Son tristes porque uno desearía que lo mismo le sucediera a los compañeros que uno deja, y son angustiosos, porque a pesar de que se han dado todos los pasos para que las cosas se hagan, el tema de la liberación se va dilatando, hasta el punto de que casi que transcurre un año para poder recuperar la libertad.

La herida de las costillas no sanaba. El 30 de marzo del 2010, cuando me encuentro con la comisión de la Cruz Roja, la iglesia y la doctora Piedad Córdoba, la primera que casi me mata del dolor fue ella, con el abrazo que me dio, porque ellos estaban desprevenidos de todo eso.

Cuando tocamos tierra luego de ese viaje de casi dos hora y yo me bajo, veo que mi papá viene todo emocionado, y yo también tengo la emoción ahí latente de correr y abrazarlo, pero el inmediato movimiento de mi cuerpo me recuerda el dolor de las costillas. Tengo entonces que decirle a mi papá que se calme un poquito y que no me vaya a abrazar muy duro. El dolor era insoportable.

 

Pablo Emilio, junto a su padre: el profesor Gustavo Moncayo. Hoy sonríen después de la dura experiencia de la guerra.

No podía levantar los brazos, me dolía caminar, respirar, desafortunadamente todavía no había sanado. Mucha gente me critica y dicen:s “No, pero nosotros esperábamos que usted corriera y abrazara a su papá y antes le hace esas señas y con esa frialdad, como que no lo quisiera” y no era eso.

En el año 2012 mueren mis compañeros de cautiverio, en un intento de rescate que realiza el Ejército, más exáctamente del 26 al 30 de noviembre del 2012. Uno allá está siempre sentenciado a morir, la decisión la toman con orden de otros guerrilleros. Sangre fría, claro, usted tiene que tener unos nervios de acero para poderle disparar a una persona así de frente y después de tanto tiempo, porque los guerrilleros que estaban cuidándonos llevaban cerca de seis años y pues, no se puede hablar de amistad, pero usted sí puede lograr congeniar o sentir algo de aprecio hacia la persona que usted tiene y que está en condiciones inferiores de las que usted está”.