Los colombianos que permanecen fuera del país se preguntan por las garantías para ejercer política tras el fin del conflicto.
- Miembros del grupo Me muevo por Colombia en el Ángel de la Independencia en Ciudad de México, durante una manifestación en apoyo al paro agrario en 2014. Foto: Me muevo por Colombia.
Por Rafael Pabón
Tras la firma del cese al fuego bilateral entre el Gobierno de Juan Manuel Santos y la guerrilla de las Farc, el temor ante la falta de garantías para cambiar las armas por votos y el fantasma del genocidio de la Unión Patriótica surgen como los mayores retos para la consecución de una paz real. Esa es la consigna de cientos de colombianos que desde fuera del país continúan haciendo activismo por la defensa de los derechos humanos, a pesar de haber sufrido el peso de la violencia. Ellos encarnan aquello a lo que Colombia aspira en un futuro y que, por ahora, en su opinión, es mucho más seguro desde el extranjero: la libertad para hacer política.
El colectivo colombiano ‘Me muevo por Colombia’ ha hecho eco en México de muchos de los procesos sociales que se han dado en el país y ha contribuido a la construcción de memoria. Yarima Merchán, bogotana y una de las líderes del colectivo, es un ejemplo de esta convicción por el derecho a expresar posturas e ideologías propias.
Sus padres fueron torturados física y mentalmente en múltiples ocasiones por cuenta de su pertenencia al grupo guerrillero M-19. Una persecución que continuó incluso después de que se desmovilizaran con la Ley de Amnistía de 1982 del Gobierno de Belisario Betancur, que adelantó su propio proceso de paz y fracasó estrepitosamente sentando un sangriento precedente para el país.
“Recuerdo un día muy nítidamente, fue cuando sucedió la tragedia de Armero”. La ceniza caía como nieve blanca sobre una casa escondida en una serranía de Cundinamarca, el sitio en el que los padres de Yarima se refugiaron de la persecución estatal.
- Yarima Merchán, llegó a México en 1999. Sus padres fueron torturados por el Estado colombiano por pertenecer al grupo M-19. A pesar de que se acogieron a la Ley de Amnistía del Gobierno de Belisario Betancur, la persecución continuó durante varios años. Foto: Me muevo por Colombia.
“Era una casa muy rústica, yo estaba afuera cuando llegaron los del Ejército. A todos nos separaron, era parte de la estrategia psicológica para infundir miedo, para que mis papás no supieran si me había pasado algo”.
Toda la noche permanecieron en la casa, torturando y preguntando. La razón era simple: retaliación por la toma al Palacio de Justicia, acaecida exactamente una semana antes del desastre natural que arrojaba su ceniza irreal sobre las montañas.
El recuerdo de aquel año – y aquella época en concreto- se encuentra cincelado en la memoria de la arqueóloga. La persistente amenaza del Estado colombiano, que la alejó durante dos años de su padre, cuando este estuvo en la cárcel por el delito de rebelión; la incertidumbre, que obligó a su familia a refugiarse en las montañas; la impotencia ante los medios con los que contaba el Gobierno para coaccionar e intimidar.
A pesar de la esperanza que, para ella, arroja sobre el país el tratado de paz firmado por la guerrilla de las Farc el pasado 23 de junio, aún falta garantizar que los grupos insurgentes puedan desmovilizarse y hacer política con palabras y no con las armas, algo que no sucedió en la década de los 80, sostiene.
Para muchos de estos colombianos es difícil olvidar que tras firmar una tregua militar en 1984 y participar en la conformación del partido Unión Patriótica en 1985, las Farc intentaron hacer parte del proceso democrático del país, sin embargo, tras apenas un año de creación, más de 300 militantes de la UP fueron asesinados, un exterminio que continuó a lo largo de aquella década hasta la disolución del partido.
“Es importante que las personas puedan levantarse y pelear por sus derechos, por lo que quieren y lo que no”, asegura Yarima, quien ha ayudado a recopilar las historias de muchos de sus compatriotas que han tenido que salir del país a través del Foro Internacional de Víctimas, una iniciativa lanzada en el año 2014 para llevar sus intereses hasta La Habana.
Mercedes Olivares, miembro del mismo grupo de activismo colombiano en tierra azteca, comparte esta idea. La arquitecta caleña llegó a Ciudad de México en 1981. En Colombia hizo parte activa de movimientos estudiantiles de izquierda y, en medio de la lucha por defender un modelo económico de país diferente, alcanzó a intuir la falta de garantías y seguridad para quienes tenían una visión distinta.
“Después de que el Gobierno de Belisario Betancur firmara los acuerdos de paz con las Farc , me convertí en la primera y última representante de la Unión Patriótica en México”, explica Mercedes, recordando con una sonrisa melancólica aquel experimento fallido.
- Mercedes Olivares llegó a México en 1981. Fue la primera y única representante que tuvo la Unión Patriótica en tierra azteca, labor que desempeñó hasta la disolución del partido. Foto: Rafael Pabón.
En casi dos décadas de existencia –desde 1984 y hasta 2002- más de 3.000 miembros de la Unión Patriótica fueron asesinados. Una destrucción sistemática del partido. “Aunque es cierto que en el partido había guerrilleros, muchos de los que hacían parte del grupo eran solo civiles. Profesores, estudiantes, intelectuales que creímos en la posibilidad de hacer una política diferente”, recuerda Mercedes.
Desde que comenzó su labor como vocera del partido en tierra azteca, hasta la disolución del mismo, Mercedes fue viendo cómo morían uno tras otro muchos de los líderes de la UP que también habían sido sus amigos.
El proceso de paz con las Farc le da esperanza sobre un país mejor, sin embargo, advierte sobre la persistencia del fenómeno del paramilitarismo como uno de los mayores riesgos para que llegue a buen término una vez se entreguen las armas. “El país va avanzando poco a poco en la libertad de opinión, es mucha la sangre que ha derramado la izquierda y de algo ha tenido que servir”.
- Jornada realizada en Ciudad de México por la memoria de las primeras víctimas de la Unión Patriótica, Miguel Ángel Díaz y Faustino López, desaparecidos en 1985.Foto: Me muevo por Colombia.
Estas víctimas entienden que las auténticas batallas por los derechos civiles más fundamentales no conocen nacionalidad, género o raza. Se extienden sobre el tiempo de forma indefinida, animadas por su valor atemporal. Leonor Cortés, una de las activistas colombianas en México de mayor antigüedad, comparte esta opinión.
Llegó hace 54 años a Ciudad de México, para estudiar anestesiología, y tuvo que volver a Colombia poco tiempo después, para asistir al entierro de su hermano, Julio César Cortés.
Julio César había estudiado medicina en la Universidad Nacional de Bogotá, donde conoció al carismático Camilo Torres, el ‘cura guerrillero’. Cuando el religioso se unió a las filas de la guerrilla del ELN en 1966, debido a la creciente presión de la clase política contra su movimiento, el hermano de Leonor le siguió a la selva.
Torres murió a los pocos meses de haber ingresado a la insurgencia, en su primer combate contra el Ejército. Julio César Cortés fue fusilado tiempo después por la misma guerrilla del ELN, en una purga de intelectuales realizada por el comandante Fabio Vásquez Castaño, uno de los guerrilleros fundadores del grupo.
“Él era un médico, no un combatiente. Cuando se fue a la selva nos dijo en una carta que lo hacía para poder ayudar a la gente, que no podía vivir tranquilo sabiendo que en el país había personas que se morían por no poder acceder a los servicios sanitarios más básicos”. La desilusión ante la forma en que murió se convirtió en un recuerdo sempiterno para Leonor.
- Leonor Cortés llegó a México en 1962. Su hermano se unió al ELN junto a Camilo Torres. Poco después de la muerte del ‘cura guerrillero’, Julio César Cortes fue fusilado por miembros del grupo guerrillero bajo el mando del comandante Fabio Vásquez Castaño. Foto: Me muevo por Colombia.
El fin de la guerra podría ser el comienzo de un país en el que personas como el hermano de Leonor no tendrían que refugiarse en la selva para respaldar sus intenciones o ideologías políticas, sin embargo, para Mercedes, estamos lejos de que eso sea posible.
“No es fácil entender por qué siguen los paramilitares y gente armada, con apoyo de políticos con poca calidad humana. No puede ser que, después de deponer las armas, vuelva a pasar lo de la Unión Patriótica, no puede ser el exterminio, ni que vuelva a haber otro genocidio”.
Las tres mujeres coinciden en que los grupos ‘neoparamilitares’ son la más clara amenaza a lo que se ha venido construyendo desde el 2012 en La Habana. No es un secreto que la desmovilización de las Farc no implica la desaparición de todos los grupos armados en Colombia y lo que viene por delante es una lucha contra aquellos que, con el ejercicio de la violencia, continúan siendo una amenaza para la paulatina pacificación del país.
En un país en el que el derecho a hacer política, protestar y exigir es visto más como un desafío que como una reivindicación natural a la condición de ciudadano, el grupo pide un cambio de mentalidad. “Tanto el Gobierno como los ciudadanos de Colombia tenemos que demostrar que en Colombia se puede disentir sin disparar”. Esa es su esperanza.