El proyecto comenzó en el corregimiento de Vegalarga, Huila, donde los grupos armados desplazaron a sus habitantes.
El corregimiento de Vegalarga, en Huila, tiene la mala suerte —o buena, dependiendo del momento histórico en que se mire — de estar ubicado en la ruta que conecta a su departamento con los de Cundinamarca, Meta y Caquetá. En la década pasada estuvo asediado por la violencia: entre 2001 y 2011, por ejemplo, tuvo que soportar 25 tomas de grupos armados ilegales. En sus calles solo quedó un grupo de policías. En Neiva, ciudad en la que está ubicado Vegalarga, la Unidad de Víctimas registró 58.278 desplazados por la violencia.
En Vegalarga se pueden ver las huellas de los cilindros bomba. En julio de 2000, la guerrilla de las Farc entró al pueblo y lanzó estas bombas durante 11 horas consecutivas. El último ataque de un grupo armado fue en 2010, cuando un carro bomba de las Farc explotó en la mitad del pueblo, dejando una persona muerta y 10 heridas.
Edwin Rodríguez es uno de los habitantes que conoce la cruda realidad de la guerra en el Huila. Con sus propios ojos tuvo que ver 17 de 25 tomas de grupos ilegales. Cuando ocurrió la explosión del carro bomba sus padres, quienes viven en Vegalarga, lo llamaron inmediatamente. “La mitad del pueblo está destrozado”, le dijeron. En ese entonces Edwin se encontraba estudiando producción y dirección de cine en Bogotá.
Cuando Edwin volvió a Vegalarga recordó la teoría de la ventana rota: si hay una ventana rota en un edificio, es muy probable que las personas rompan el resto de las ventanas al cabo de un tiempo. Además, un escenario como este inspira inseguridad, violencia. Los transeúntes preferirán cambiarse de andén, alejarse, y Edwin Rodríguez no quería eso para su municipio.
Fue entonces cuando lanzó el proyecto “Mil colores para mi pueblo”. En un comienzo, él lo llamó la “bombardeada de sensibilidad” porque los habitantes se animaron a pintar sus casas para transformar, desde lo físico, el pasado. En donde estaban los cilindros bomba plantaron flores. Poco a poco, la gente de municipios cercanos comenzó a visitar Vegalarga sin temor. El proyecto de Mil colores para mi pueblo fue creciendo. Edwin lo llevó a otros corregimientos del Huila afectados por el conflicto. Uno de ellos es El Paraíso, Huila, donde los pobladores pintaron 500 botas de caucho como símbolo del fin del conflicto.
Más adelante el proyecto se trasladó a Tolima, donde nacieron las Farc. Luego siguió a Cundinamarca, Caquetá y Bolívar. Con la ayuda de voluntarios y habitantes locales, logró de cambiarle la cara a 27 municipios alrededor de todo Colombia.
“Antes de hacer cualquier cosa en los pueblos cuadramos una reunión con sus pobladores y les preguntamos qué le quieren contar al mundo”, nos cuenta Edwin por teléfono. “Los lugares que intervenimos suelen ser muy estigmatizados. Por eso hablamos de diferentes temas. Les preguntamos cómo se sienten, qué están haciendo”.
Los voluntarios de Mil colores para mi pueblo llegan a determinado lugar, hablan con las personas que viven allí, les entregan las herramientas, la pintura y les preguntan cómo quieren pintar sus casas. “Ellos se sienten orgullosos de hacerlo, además sacan de su tiempo y es su mano de obra, entonces lo aprecian más que si un tercero lo hiciera”, nos dijo Rodríguez.
A los habitantes les presentan diseños, colores, les muestran algunos ejemplos. “Más allá de la estética — en seis años cualquier pintura exterior se cae— la intervención es solo una excusa para que ellos entiendan que unidos pueden mejorar muchas cosas en su pueblo”.
La iniciativa de Edwin tuvo tal acogida que la compañía de pintura Tito Pabón creó un programa de responsabilidad social para donar a Mil Colores. Se han construido parques, han mejorado zonas comunes y han impulsado proyectos productivos para las víctimas del conflicto.
Mil Colores también interviene en lugares que han sido construidos por desplazados del conflicto, como sucede en algunos barrios de Ibagué. Buscan, al final, un apropiación del espacio. “Verde es de esperanza, amarillo es de ilusión”, decían los pobladores del barrio El Bosque en Ibagué cuando Mil colores para mi pueblo les preguntó cómo querían pintar las casas.
Con ayuda de voluntarios y empresas privadas, el proyecto ha logrado sostenerse por más de cinco años. Rodríguez cuenta que a pesar de que le han intentado pedir dinero al gobierno, no quisieran “estar aliados a un grupo político porque restringiría el acceso a ciertos pueblos. Y tampoco buscamos promocionar a personajes políticos a cambio de jornadas de pintura y empoderamiento”.
“Los victimarios también hacen parte de la reparación simbólica, ¿dónde caben en este proyecto?”, le pregunté a Edwin.
“Empezamos un proceso de perdón entre víctimas y victimarios con el proyecto Memorias a color”, nos respondió Edwin. En esta iniciativa, se le entrega una casa de cartón y unos colores a personalidades reconocidas, víctimas y victimarios. Cada casa viene con postales que cuentan la historia de un lugar, incluyendo relatos de reconciliación. La persona que recibe la casa la pinta como quiera, la interviene.
Estas casas fueron creadas por 120 desmovilizados de varios grupos armados. “Las casas las llevábamos a diferentes territorios, le mostrábamos a la gente cómo los excombatientes las habían hecho y ellos contaban su historia; las llevamos a Pasto, Neiva, El Salado, Málaga y Bogotá. Se hizo todo un trabajo para que las víctimas aceptaran trabajar en conjunto con los victimarios”, recordó Edwin de la primera jornada de entrega de casas. En total, los excombatientes hicieron 300 casas.
Esta es tan solo una iniciativa de las muchas que se han creado en torno al conflicto colombiano y que, por la agenda mediática, son poco visibles. Hoy, por estas intervenciones de la sociedad civil, el corregimiento de Vegalarga puede ser visto con otros ojos, no con los del estigma.