OPINIÓN | En estos tiempos, los servidores públicos deberían ser agentes de la reconciliación por encima del resto de sus funciones.
Por Isabel Pereira*
¿Cómo debería ser una burocracia para la paz? ¿Habrá que pensar las cosas de manera distinta, operar desde una lógica diferente?
Reconociendo que han pasado años de gobiernos indiferentes, que traen como consecuencia la creciente desconfianza e incredulidad de los pobladores rurales ante el Estado, y que los funcionarios públicos son los representantes simbólicos de ese Estado, ¿cómo hacer que los servidores públicos sean agentes de reconciliación y paz? Todas estas preguntas cobran fuerza hoy, contando que la Presidencia anunció que iniciará el proceso de elaboración de los Planes de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET) en 16 zonas del país que incluyen 170 municipios en su mayoría ubicados en regiones periféricas.
En su libro de 1992 ‘La producción social de la indiferencia’ Michael Herzfeld presentó su estudio sobre la burocracia contemporánea. No nos dice nada sobre el pos-conflicto o la implementación de un acuerdo de paz como el colombiano, pero releo los pasajes de este estudio antropológico hoy, pensando que en el momento de inflexión actual del país necesitamos servidores públicos para la paz, y para eso habrá que despojarse de la indiferencia. El antropólogo inglés introduce su libro con la pregunta “¿Cómo sucede que en sociedades justamente famosas por su hospitalidad y calidez, a menudo nos encontramos con las más mezquinas formas de indiferencia burocrática a las necesidades y sufrimientos humanos?” (Michael Herzfeld, 1992. Traducción personal)
En el panorama actual y al menos de los próximos años mientras tengan vigencia los programas que implementan el Acuerdo de Paz, los funcionarios públicos deberán pensarse a sí mismos como agentes de la reconciliación entre ciudadanos y Estado, y ver más allá de si comenten fallas en su desempeño. El gobierno central desplegará funcionarios desde los centros urbanos a las zonas rurales a construir paz, ante condiciones de desconfianza y quizá pesimismo. Además, se trata no solo de ‘expandir’ la burocracia o ‘llegar’ a la periferia, sino de aprovechar el conocimiento y la experiencia de los servidores públicos locales.
Recuerdo un seminario privado en el que escuché a un líder comunitario contar cómo, a lo largo de muchos años, se han acercado a cuanta entidad pública existe para insistir en pedir un hospital, un médico y una farmacia abastecida con medicamentos esenciales para su pueblo. Pasan los años y nada cambia en su municipio. Pero él dice que hay que “seguir a ver si un día llegamos a tener derechos”. Esta narración se repite en todos los rincones de Colombia, y particularmente en las zonas rurales donde, con la excusa del conflicto armado, el Estado no le ha solucionado las necesidades básicas a la gente.
Recuerdo también a las mujeres cocaleras en Putumayo, para quienes el primer recuerdo del Estado es una avioneta descargando glifosato en los cultivos de sus fincas. Se me viene a la mente el campesino cocalero del Guaviare que, tras quedarse sin su sustento por cuenta de la erradicación forzada por la Policía decía “el Gobierno está burlándose de nosotros”. Todo ello habla de una experiencia particular con el Estado y de la burocracia que ha tratado con indiferencia el sufrimiento y las necesidades de sus ciudadanos.
Los lugares del pos-conflicto están atravesados por esta realidad repetida año tras año, dolor tras dolor. Basta con ver el listado de municipios priorizados para la implementación del punto 1 del Acuerdo –Reforma Rural Integral, definidos en el Decreto 893 de 2017. Ahí, el gobierno dice que impulsará la presencia del Estado en “las regiones afectadas por la carencia de una función pública eficaz”. Además el decreto dice que la finalidad de los Planes de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET) es “hacer del campo colombiano un escenario de reconciliación”. Solo por dar un ejemplo, el PDET para la zona Pacífico y Frontera Nariñense incluye 11 municipios, que según el Departamento Nacional de Planeación (DNP) tienen un promedio de cobertura de acueducto del 17%. En dos de esos municipios – La Tola y Santa Bárbara – la cobertura apenas alcanza el 0.4%, mientras que el promedio nacional de cobertura de acueducto es del 83.4%, y el promedio para Nariño es de 69.2% (las cifras que reporta el DNP corresponden al censo 2005).
No son horas de explicar o justificar por qué Santa Bárbara tenía en el 2005 un índice de Necesidades Básicas Insatisfechas (NBI) del 100%. Tampoco de dar excusas de por qué se han demorado tantos años en lograr cobertura total del acueducto, ni de por qué en ninguno de estos municipios rodeados de agua ni siquiera la mitad de su población tiene agua potable. Pero sí son horas de trabajar, para generar unas condiciones necesarias para vivir y quedarse en el territorio. La implementación de algunos componentes del Acuerdo de Paz le apuntan a solucionar este y otros problemas del campo.
Para transar entre el pesimismo y la tarea por cumplir, propongo que los funcionarios públicos des-aprendan el hábito de defender la función desempeñada. Digo des-aprender desde mis propias experiencias dentro y con la burocracia. Conozco algunos funcionarios públicos, trabajo con otros muy de cerca, y yo misma lo fui por algún tiempo. Recuerdo el aprendizaje de defender el trabajo del Estado y el Gobierno, defender las decisiones y explicar las limitaciones del accionar público. Recuerdo que ahí adentro aprendíamos casi sin proponerlo, cómo defendernos hacia afuera, pues sabíamos de la desconfianza y constante crítica hacia el Estado colombiano. En general, quienes trabajan en el sector público son personas honestas, bien formadas y comprometidas con el país. Pero a veces se enredan en la inercia organizacional, y ponen adelante las excusas antes que el perdón y el reconocimiento. Al funcionario público le vendría bien hablar menos y escuchar más con humildad y empatía.
Para Herzfeld, la complicación fundamental que explica por qué los ciudadanos nos sentimos tan lejanos y adversos a la burocracia es que “mientras la gente a menudo actúa como si clientes y burócratas fueran dos clases distintas de seres humanos, separados por alguna división maniquea del bien y el mal, son manifiestamente participantes de una lucha simbólica común, usando las mismas armas, y guiados por las mismas convenciones”. Nos recuerda además que “los burócratas son ciudadanos también” y de la mano del etnógrafo Britan (1981) resalta que “la meta más básica de cualquier burócrata o de la burocracia, no es la eficiencia racional, sino la supervivencia individual y organizacional.”.
A este ejercicio de des-aprender los malos hábitos del accionar público, las entidades deben sumar otras dos tareas: por un lado, se deben promover procesos institucionales para hacer sensibles a los servidores públicos sobre las emociones de las que reviste la construcción de paz, que permitan explicar el descontento y desconfianza de los ciudadanos. Por otro lado, se debe asegurar que los servidores públicos sean reflejo de la diversidad socio-económica, racial y étnica del país, para contar con burócratas que tengan trayectorias de vida diversas, y no la típica historia de la persona blanca, de zona urbana, con el mismo tipo de formación.
En la hora de la paz los servidores públicos son el símbolo del estado ante los pobladores rurales en las zonas del conflicto. No bastará sólo con que sean buenos gestores de los recursos públicos sino que necesitamos que sean buenas personas, capaces de superar la indiferencia, reconocer el dolor, y cumplir la promesa de hacer del campo colombiano un escenario de reconciliación. No se trata de cumplir con el trabajo sólo por cumplir con la ley, sino hacer que la ley sea el instrumento con el que las comunidades vuelvan a confiar en el Estado.
*Investigadora del Centro de Estudios de Derecho, Justicia y Sociedad, Dejusticia *