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Los excocaleros que hoy viven del bosque que antes tumbaban
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Los excocaleros que hoy viven del bosque que antes tumbaban

Andrés Bermúdez Liévano - diciembre 27, 2018

ProyectoCOCA | En el Guaviare, frutas como el asaí ofrecen grandes oportunidades a excocaleros que, a su vez, conservan el bosque amazónico.

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Este artículo forma parte de nuestro Proyecto Coca II – Misión Rural. Para ver todos los contenidos haga clic acá.

Andrés Bermúdez Liévano

Trocha Ganadera, Guaviare

“Ese allá es un macano. Este de acá, un guamo bonito. Ese, un pavito. Ese chiquito es el milpesillos. Esta que se enreda una vainilla. Allá un moriche”.

Flaviano Mahecha va recorriendo un claro en el bosque de menos de cincuenta metros cuadrados. A donde mira, extiende su brazo y señala otro árbol cuya fisonomía se sabe de memoria, como si leyera de una enciclopedia botánica.

“Y esta de aquí es la palma de asaí, el tesoro del que estamos viviendo”, dice, señalando una esbelta palmera cuya copa está oculta entre la densa copa de otros árboles, que no dejan ver los pequeños frutos morados que llevan años de boom comercial en Brasil y que en Colombia está despertando.

“Si nosotros hacemos un análisis del bosque que tenemos, hay mucho que nos puede dar para comer y mejorar nuestra calidad de vida. Hay potencial alimenticio y económico, sin hacerle daño al bosque”, dice este campesino de mostacho largo, sombrero marrón, pantalón a cuadros y bota de caucho.

En una región como San José del Guaviare, que se forjó a partir de la bonanza cocalera y en medio de un profundo olvido estatal, cientos de campesinos hoy están viviendo del mismo bosque que antes pelaban para sembrar las matas de coca.

Ahora, en vez de desmontar y deforestar la selva amazónica en cuyas puertas ellos viven, su sustento económico depende de mantenerla en pie y de entender, justamente, el potencial de cada planta de su interminable catálogo vegetal.

Flaviano Mahecha revisa una de las plantas de cocona, también llamado lulo amazónico, en su finca.

De sembrar coca a cuidar árboles

Años de guerra hicieron que regiones amazónicas como Guaviare, Caquetá o Putumayo –por no hablar de otras más lejanas– estuvieran desconectadas del resto del país, física y psicológicamente.

Eso explica, en parte, que mientras en todas las ciudades de Brasil hay puestos de venta de raspados energéticos de asaí –que allá llaman açaí– a corredores, caminantes y otros deportistas activos, en Colombia apenas hemos oído de este llamado ‘súper fruto’ de origen selvático y excepcionales cualidades nutritivas.

“Del asaí solo sabíamos cuál era la palma. ¡Ah, y cortábamos las varas para hacer corrales y para colocar la antena de los televisores para que cogieran mejor señal! Pero nunca supimos que ese fruto era tan especial”, dice riéndose Flaviano.

Él es uno de los 175 campesinos, repartidos en 39 veredas de la antigua Trocha ganadera, que hoy cosechan este diminuto fruto de las hilachas que descuelgan del penacho de la palmera y que forman parte de la Asociación de Productores Agropecuarios por el Cambio Económico del Guaviare.

Esta cooperativa campesina, más fácil de recordar por su nombre abreviado de Asoprocegua, es un ejemplo del tipo de iniciativas productivas que pueden ayudar –al mismo tiempo– a generar alternativas por fuera de la coca y conservando los ecosistemas amazónicos.

“Acá no había otro producto: todo era ilícito. Y todos: el que no sembraba y recolectaba, transportaba o vendía comida. En Guaviare no había quien dijera que no vivía de la coca”, recuerda el vicepresidente Rafael Antonio López, sentado en la espartana oficina de la cooperativa a escasos metros del río Guaviare. Como tantos campesinos guaviarenses, él la sembró en su finca de la vereda Gualandayes.

“Nos salimos de trabajar lo ilegal. No nos enriquece como la coca, pero nos libramos de problemas y no le estamos haciendo daño a nadie. Con un solo gramo de alcaloide, le estábamos haciendo daño a mucha gente”, le complementa Flaviano, quien no tuvo coca, pero sí vivía de cuidar y abonar los cultivos de otros.

Asoprocegua nació justamente en una de las épocas más duras para el Guaviare, cuando durante el primer gobierno de Álvaro Uribe arreciaron los operativos de fumigación aérea con glifosato –que gradualmente fueron cansando a mucha gente de tener coca– pero no había ningún apoyo estatal para otra actividad que sí fuera legal.

Gracias a un proyecto de la Unión Europea, en 2004 empezaron a sembrar árboles maderables como abarco y frutos como cocona, arazá y borojó. Rafael sembró cinco hectáreas de árboles, intercalando los arbustos frutales entre ellos, convencido ya de dejar una actividad que –en sus palabras– “solo nos traía cosas negativas: porque si se le vendía a la guerrilla, los paras lo mataban a uno, y si se le vendía a los paras, la guerrilla lo mataba”.

Sus primeros cultivos legales, irónicamente, fueron diezmados por los frecuentes sobrevuelos de avionetas asperjadoras. “Quedó seco todo. Murió el 65 % de las hectáreas que sembramos. Pusimos las quejas y el secretario de agricultura del departamento le tomó fotos, pero no pasó nada”, recuerda López.

En esa época fundaron Asoprocegua, persuadidos de que unidos podrían lograr mayor incidencia. Esos primeros años fueron de ensayos y errores, de altibajos que les daban ingresos para vivir por temporadas y luego épocas de sequía económica. De grandes obstáculos para sacar sus productos, en una región cuyas trochas destapadas se vuelven barrizales intransitables en invierno. De productos innovadores que no pegaban en el mercado como la mermelada de cocona, una fruta esférica de color amarillo pollito que algunos llaman el lulo amazónico.

“¿Pero quién compra acá mermelada, que no es de la canasta de primeras necesidades? Solo si le sobra”, dice Rafael López. “Nosotros somos buenos para producir, pero nunca vendíamos”.

Como en tantos casos de sustitución de cultivos de uso ilícito, la cadena comercial se volvió uno de los principales obstáculos. Sin compradores, estos procesos –que no suceden de la noche a la mañana sino que se juegan a lo largo de varios años– se caen con facilidad. Faltaba un aliado crucial.

En la planta de Bioguaviare en San José se procesa el asaí cosechado por los campesinos de Asoprocegua.

Una alianza improbable                                                        

Tras una fachada blanca y anodina en una calle destapada de San José del Guaviare, se esconde una hilera de máquinas metálicas y un cuarto frío que trabajan sin parar de lunes a viernes.

Esta planta es parte del secreto para que el asaí que los campesinos de Asoprocegua cosechan tenga un mercado real. Su propietaria es el Consorcio Bioguaviare SAS, la empresa que procesa el asaí, que se encarga de que la pulpa violeta que le extraen se mantenga en los adecuados niveles de frío y que luego se la vende a los clientes en Bogotá y otras ciudades.

Solo que no es una empresa cualquiera: sus dueños forman una improbable alianza entre distintos talentos y habilidades, que podría ser un modelo para otros procesos de sustitución de coca en todo el país.

Sus socios, en partes iguales, son los campesinos locales de Asoprocegua, los ingenieros de alimentos de Bioingen y los emprendedores de Selva Nevada.

“Unimos las tres fuerzas: la social, la técnica y la empresarial, en igualdad de condiciones y valorando las fortalezas de cada uno”, explica Alejandro Álvarez, un economista bogotano que hace diez años fundó la marca de helados Selva Nevada, cuyos sabores vienen de frutas colombianas poco comunes.

Esa alianza, que nació hace cuatro años, ya está literalmente viendo sus frutos: en 2017 procesaron 80 toneladas de asaí, que podrían llegar a duplicar este año. De su único comprador hace un par de años, que eran justamente los helados de Álvarez, ahora tienen una decena como Alsec, Corpocampo o Selvática.

Por ahora están concentrados en incrementar la producción de asaí, aunque ya tienen otras dos líneas de negocio identificadas: el aceite extraído de los frutos de burití y seje, muy valorados en la industria cosmética, y los desechos del fruto de asaí, cuyo contenido nutricional los hace aptos para otros usos que aún están explorando.

Saben, sin embargo, que conquistar el paladar de los consumidores es difícil, aun cuando se trata de especies autóctonas. Como dice Flaviano, “dar a conocer un producto nuevo es la pelea más grande: la gente está pegada a lo tradicional, como la uva, la mora o la fresa”.

En Colombia lo están haciendo de la mano de empresas pioneras, como Selva Nevada o la cadena de restaurantes Wok, que están ayudando a abrir ese apetito por los frutos selváticos con sus helados y jugos naturales.

“Nuestro propósito es elaborar productos alimenticios a partir de frutos de la biodiversidad colombiana y, a través de esto, alternativas económicas en la región que apoyen la conservación”, dice Alejandro Álvarez, quien justamente empezó su carrera trabajando en el grupo de negocios verdes del Ministerio de Ambiente antes de fundar su heladería hace una década.

 

Un bosque productivo

“Entre más limpio un potrero tenga, más plata tiene. Ese es la cultura acá. Nosotros estamos demostrando que esa idea es absurda”, cuenta Flaviano. Parado en la esquina de su casa señala hacia el horizonte, donde –detrás de varios potreros de vacas y un pozo rodeado de palmas moriches– está su pedazo privado de selva.

Los campesinos de Asoprocegua son parte de un grupo amplio de habitantes de zonas fronterizas de la Amazonia y otros bosques que están ayudando a cambiar el paradigma tradicional de que hay que ‘desmontar’ y dejar la tierra libre de vegetación para que pueda sea productiva.

Flaviano Mahecha se para enfrente de su fragmento de bosque productivo, preservado en medio de su finca, en San José del Guaviare.

 

Ya viven de dos tipos distintos de plantas que se dan dentro del bosque. Por un lado, de los frutales amazónicos: una larga lista de frutas desconocidas por la gran población incluso en un país que se precia de tener una variedad casi infinita en sus plazas de mercado. Ahí están la cocona, el asaí, el camu camu, la bombona, la pomarrosa brasilera, la piña amazónica, el seje o milpesos, el milpesillo o el moriche.

Y, por el otro, de los árboles nativos maderables que pueden ir tumbando para vender sin alterar el bosque. Ahí, una vez más, la lista es larga: el abarco, el cachicamo,  el achapo, el cuyubi. “Hemos trabajado con lo que hay acá: no hemos plantado nada nuevo. Además, estos son los ahorros del futuro”, dice Flaviano, mientras abraza la corteza de un abarco, que será una suerte de pensión que piensa dejarle a sus cinco hijos.

Mientras tanto, han ido aprendiendo a reducir el terreno en el que tienen sus vacas lecheras, para pasar de una ganadería extensiva y muy demandante de espacio a una mucho más rentable, gracias a la rotación de potreros que permite recuperar pastos y suelos y a los bancos forrajeros –con plantas como el matarratón– que dan a los animales otras fuentes de proteínas.

Todo esto les ha permitido empezar a ver el bosque amazónico como una alcancía, en vez de un estorbo.

Hay un cuarto actor, más invisible, que también ha sido indispensable para que estas cadenas comerciales sean viables: el Instituto Sinchi, que es el brazo de investigación del Ministerio de Ambiente en la Amazonia y cuyo trabajo está centrado –como ya contó Proyecto Coca al visitar los caucheros de Caquetá– en opciones productivas que sean viables para los campesinos y que ayuden a conservar la selva tropical.

Han sido justamente proyectos del Sinchi, con financiación de Colciencias, los que han permitido adelantar investigaciones sobre cómo construir cadenas comerciales para especies nativas como el asaí, el seje y el moriche – algo que han denominado ‘biocomercio’. Este trabajo evidencia cómo el sector ambiental y, de manera particular, sus institutos de investigación –como el Sinchi, el Humboldt o el IIAP del Pacífico– están aportando soluciones concretas a problemas serios.

“Todavía no nos damos de cuenta qué más tienen nuestros bosques en plantas medicinales, cosméticos, ornamentales, cortezas, nueces, látex, raíces. Es un trabajo de investigación muy amplio. ¿Qué más hay que podemos consumir y que sea un mercado adecuado?”, se pregunta Flaviano.

A cambio, los campesinos –como los de Asoprocegua– se comprometen a conservar los relictos o parches de selva en sus fincas, frenando la tala de bosques en las zonas más vulnerables de la Amazonia.

“Acá es donde hay deforestación y el tema es justamente la reforestación. Se trata de una restauración productiva, que parte de la innovación y de transferir esa tecnología a los productores”, explica Luz Marina Mantilla, la directora nacional del Sinchi y caqueteña de origen, sobre proyectos como el de asaí o el de investigación científica en caucho que relató Proyecto Coca. “Las comunidades están dispuestas a hacer acuerdos y eso es una ventana de oportunidad. Son alianzas de restauración con todos los actores del sector”, añade.

El valor de esos fragmentos tupidos de vegetación en las fincas es que permiten que haya conectividad, que es como los biólogos llaman al hecho de que los animales puedan moverse libremente, que las semillas circulen y que haya flujo genético entre las especies. De paso, el bosque garantiza que se secuestra carbono, con lo que se contribuye a reducir las emisiones de gases de efecto invernadero que causan el cambio climático.

Esto a su vez, se fortalece en la medida en que los campesinos se unen no solo para defender su mercado (como hace cualquier gremio), sino también para hablar de temas ambientales. Los fruteros de San José no están solo en Asoprocegua, sino fundaron también –con apoyo de la cooperación alemana– la Mesa Forestal del Guaviare y la de la Amazonia.

Nada de esto –ni la conservación de la selva ni la sustitución de la coca– sería viable, sin embargo, sin esa cadena comercial estable que han forjado con sus aliados.

Como dice Rafael López, “nosotros cumplimos con traer los frutos y cuidar los bosques. Los otros transforman y los otros venden. No podemos vivir el uno sin el otro”.