Cada vez más, las historietas se están tomando buena parte del mercado editorial colombiano. Y el conflicto parece ser el tema preferido. ¿Son los cómics la nueva forma de hacer memoria histórica?
Por: Diego Legrand
«¡No todos los superhéroes tienen que ser Avengers!», ruge de pronto José Luis Jiménez, como si se sintiera ofendido de la pregunta que le hice sobre los protagonistas de su cómic. «¡Tenemos que crear nuestros propios héroes nacionales y dejar de hacer copias baratas de los mangas o de las historias de Marvel!», exhala enseguida, con el mismo tono.
«Nosotros no escribimos para los snobs que creen que Los Once es una copia barata de Maus… ¡y se sienten mejor cuando lo dicen!», añade su hermano Miguel.
A estas horas del día, su barba en candado y sus lentes de pasta gruesa que reposan sobre una nariz ancha, la dan un aire de astronauta desmañanado.
«Hemos tenido desde señoras que han venido a decirnos que compraban el libro para que lo leyera su hijo que estaba en el Ejército, ¡hasta desmovilizados del M-19!», retoma José Luis, mientras acomoda la melena negra que se escapa debajo de su boina de metalero. «Quizá sí estemos en un credo muy usado en estos momentos, pero lo mejor que le podría pasar a este país es que la memoria histórica se ponga de moda…».
- Imagen de ‘Los Once’.
Son las once de la mañana y nos encontramos en el pequeño estudio-apartamento-sala de grabación del colectivo de artistas Sharpball, en la Caracas con 56, con Miguel y José Luis Jiménez. Aún falta Andrés Cruz Barrera para que esté completo el grupo creador del cómic Los Once. En el cuarto del fondo se escucha en loop su último proyecto de motion comic con el rapero El Propio Mod sobre la historia de los niños combatientes “pisa suave” de la guerrilla.
“Soy un fantasma, para nadie existo….
Soy la cara de la pobreza campesina
Mi inocencia y fuerza son la respuesta a tu injusticia…”
En 2013, en respuesta a una convocatoria fallida del Instituto Distrital de las Artes, en la que los jueces descalificaron a la mayoría de los trabajos así como a la historieta colombiana en general, este grupo de artistas-músicos-diseñadores decidió narrar en forma de fábula, con ratones, cuervos y perros de presa, la historia de once civiles desaparecidos durante la toma del Palacio de Justicia en 1985 por los guerrilleros del M-19.
Inspirada abiertamente en la novela gráfica Maus, de Art Spiegelman, ganadora del premio Pullitzer, sobre la deportación judía durante la Segunda Guerra Mundial, y en Rebelión en la Granja de George Orwell, Los Once vio el día finalmente gracias a una recolección de fondos en internet y el apoyo de un amigo diseñador particularmente comprometido con el proyecto.
Desde entonces se ha vuelto un parteaguas en una vena que ya venía reventando desde hace rato, de jóvenes artistas treinteañeros, deseosos de encontrar nuevas formas de narrar un conflicto en el que han crecido.
«El Cómic es nuestro lazo con las nuevas generaciones, nuestra forma de interesar a chinos que tienen acceso a todo el material del mundo sobre lo que sucede en el país, pero que no le paran bolas», señala Miguel al respecto.
«En este país todo el mundo cree que está luchando en el bando correcto, pero tanto en la guerrilla como en el Ejército hubo chinos que murieron simplemente por cumplir órdenes… Así que decidimos mejor contar la historia de los civiles desaparecidos, que quedaron presos entre dos fuegos, porque ellos son los verdaderos héroes de ese día», concluye, con un especie de nudo en la garganta que trata de desatorar en vano.
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Aunque el boom de la novela gráfica colombiana sobre la guerra es reciente, la tradición de la historieta en el país es mucho más antigua.
Desde las primeras tiras publicadas por Adolfo Samper en El Mundo al día, en 1924, hasta las historias sobre Seguridad Ciudadana de Fabio Tuñon, creadas en el año 2000 para enseñar a los vecinos de una comunidad a defenderse de los delincuentes, pasando por las narraciones de las aventuras de un cacique indígena relatadas en Calarcá, de Carlos Garzón, en 1969, existieron cientos de autores que trataron de situar al cómic dentro de la historia cultural nacional.
Pero la dominación a ultranza de la televisión y la radio en la transmisión de los aconteceres cotidianos durante la segunda mitad del siglo XX, así como los altos costos de impresión e importación de papel en un país en el que el cómic fue excluido del régimen de bienes culturaless (y de sus beneficios impositivos) hasta 2012, forzaron durante mucho tiempo a la historieta a esconderse en fanzines, revistas independientes y esfuerzos de artistas aislados en espera de tiempos mejores.
«Ahora es el momento del cómic», me explicó por teléfono el editor de la revista Larva, Daniel Jimenéz, unos días antes de la entrevista con los autores de Los Once.
«Aunque todavía no hay realmente fondos institucionales que apoyen su desarrollo, la historieta colombiana ha ganado en visibilidad gracias a la aparición de internet y al fortalecimiento de un público nacional que ahora espera historias más comprometidas con ciertas lecturas. Más atrevidas en sus posiciones, como lo están haciendo nuevos fenómenos de humor negro y ácido llamados Pablo Pérez o Jhonny B», concluyó, desde Medellín, el organizador del principal festival sobre la novela gráfica en Colombia: Entreviñetas.
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Son las 12 del día y me dirijo apresuradamente a mi siguiente cita con el director de otro proyecto relevante para la narración del cómic colombiano moderno: Manuel Tovar.
Es el co-director del proyecto transmedial 4Ríos, que se planteó narrar la historia de cuatro masacres acontecidas en el siglo XX en Colombia a través de cómics en formato digital, maquetas de realidad aumentada y dispositivos para exposiciones, entre otros.
Como si todos se hubiesen puesto de acuerdo, Manuel también vive en Chapinero, sobre la avenida Caracas, a unas cuadras del estudio de animación en el que reposan las maquetas del proyecto. A pesar de su joven edad, el volumen de su cabello que encuentra su barba en unas patillas hirsutas lo hacen parecer más grande de lo que es, hasta que comienza a sonreír.
«La verdad, es que no estamos en posconflicto todavía por más que nos quieran hacer creer lo contrario. Hemos vivido tantas cosas que sentimos como si las masacres de Bojayá, perpetrada por las FARC en 2002, o la del Naya que hicieron las Autodefensas en 2001, fueran hechos históricos, cosas lejanas… Pero están más cerca de lo que parecen», plantea de entrada, en tanto desfilan en su computador los borradores de la recién liberada novela gráfica sobre la masacre del Naya, de la que ¡Pacifista! hizo una reseña recientemente.
«El Naya es un poco particular dentro del género del cómic, porque desde un inicio ha sido realizada con técnicas muy audiovisuales y con rotoscopia (calcas de fotografías de actores reales) para darle un aspecto más realista de lo que generalmente se logra con el dibujo. Un poco a la manera de la película de Richard Linklater, A Scanner Darkly, que filmaron con actores reales que fueron deformando en cómic a medida que avanzaba la locura del protagonista…».
En el ordenador, aparece la figura de un hombre en camuflado militar, sosteniendo una sierra eléctrica sobre la cabeza de un hombre agachado, amenazándolo:
“Ustedes lo que no quieren es cantar…
Pero les vamos a enseñar a cantar…”
«Puede ser que por eso se vea diferente del género al que estamos acostumbrados en Colombia, donde nuestros referentes del cómic siempre han sido Memín Pingüín y las historietas de Marvel y DC», retoma de pronto, una vez terminada la escena, «pero me parece que de esta forma contribuyen a generar una cultura propia del cómic en Colombia, donde no existen escuelas del género y en dónde todos venimos de mundos diferentes: del cine, de la ilustración o de la fotografía. Aunque con la misma meta, claro: narrar lo que pasó, antes de que se nos olviden las masacres ocurridas en este país sin memoria…», concluye, mientras hurga en su bolsa antes de recordar que tanto el disco duro como su libreta con los bocetos del cómic del Naya le fueron robados durante una asalto el mismo día de la presentación del proyecto.
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Recientemente, algunos cómics como Los Once o El Naya han sido tímidamente llamados a ser parte de programas educativos de fomento a la lectura en el país. Ya que frente a la alta tasa de analfabetismo que aún azota numerosas regiones de Colombia, la narrativa aguda y generalmente mordaz que caracteriza a la historieta parece presentarse como una herramienta pedagógica de invitación a la lectura adecuada, en momentos en los que la memoria histórica busca nuevos canales de expresión para ampliar su difusión.
Pero no sólo al interior del país ha tenido repercusión la novela gráfica sobre el conflicto colombiano, sino que últimamente ha logrado atraer a artistas de diversas nacionalidades interesados en comprender su lógica.
En 2011 unos dibujantes franceses decidieron viajar a Colombia. bajo la invitación de sociólogos locales, para averiguar qué era lo que le daba el sabor tan particular a esta tierra de la que habían sido desplazados los cientos de campesinos que retrataron en el Caquetá a cambio de sus historias de vida.
«Lo que hicimos fue llamar a la escuelas de varios pueblos para proponerles clases de dibujo y así llegar allí con un pretexto para retratar a los habitantes. Les propusimos intercambiar sus retratos por relatos de sus historias y funcionó. Supongo que porque todavía no hay paramilitares dibujantes en Valencia y se sentían en confianza, o porque hablamos tan mal español que debíamos parecer los payasos del pueblo», cuenta Edmon Baudoin desde su estudio en Francia, mientras acaricia su tupido bigote con una mano demasiado firme para sus 72 años y la sonrisa pícara de un niño pequeño.
«Sobre la falta de cultura del cómic en Colombia es difícil especular», suelta de pronto el autor galo. «El propio editor no creía mucho en el proyecto al principio a diferencia de lo que sucede en México, dónde el el mercado editorial es más desarrollado… Pero se entiende, la gente de esos pueblos no tiene plata para comprar comida, ¡qué van comprar un cómic que les costaría una semana de salario…!».
Antes de realizar El sabor de la tierra junto con Jean Marc Troubs, Baudoin tuvo una experiencia similar en México, dónde fue a escribir la desaparición de mujeres en Ciudad Juárez. Con la misma técnica que empleó luego en Colombia, retrató un mapa aterrador de la realidad de ambos países en lugares a los que un periodista difícilmente habría podido acceder.
«Lo que sucede con el dibujo es que permite profundizar la relación del dibujante con el sujeto al que observa durante horas para poder retratar. La da el tiempo necesario para escuchar relatos y empatizar con personas que de otra forma probablemente se asustarían ante una cámara fotográfica. Pero no sólo eso, sino que le da al lector también un momento para detenerse y reflexionar sobre una imagen, un diálogo o un hecho histórico, en lugar de simplemente atravesarlo como suele suceder con artes más efímeras…», explica cuando se le pregunta sobre las ventajas de las historietas para narrar situaciones de conflicto, antes de despedirse.
Aunque no existen datos precisos sobre el número de novelas gráficas que se están realizando sobre la guerra en Colombia, la explosión de una generación treinteañera, migrante digital, ávida de narrar lo que pasa, ha dado visibilidad a un fenómeno que, aunque existía desde hace tiempo, siempre se había ocultado en las sombras de los grandes medios.
Pese a la falta de apoyo institucional, las nuevas formas de financiamiento comunitarias (en la red o transmediales) de este tipo de proyectos ha facilitado la aparición de una casta de autores y dibujantes, empeñados en hacer relatos que mantengan vigente la memoria histórica a las nuevas generaciones.
«Y este es solo el comienzo», dice finalmente José Luis Jiménez, «ahora viene la era del cómic en Colombia».