“Todas las vidas valen'' es el nombre del primer museo de memoria urbana al aire libre en Bogotá. Estuvimos ahí y hablamos con sus promotores.
Los puentes en Bogotá no son simples construcciones. Algunos, por ejemplo, se convirtieron en la casa de algún habitante de calle; los obreros los han adaptado como andamios para colgar pancartas naranja con el letrero: “obra en la vía a 500 metros”; algunos negocios –desde los esotéricos hasta los de ‘aprenda a bailar’– los han vuelto tablero de publicidad; algunos tienen hasta pequeños caspetes o tienditas donde venden cigarrillos y tinto y no sé qué más debajo de los puentes. Con todo el cemento y lo grises que son, los puentes tienen vida por eso no extraña que lo quisieran transformar en un museo.
Queda en la avenida Boyacá, a la altura de la calle 80, en el occidente de la capital, y es el primer museo al aire libre del mundo.
No hay taquillas, tiquetes, filas ni burocracia. Queda en lo que se puede denominar la mitad de la nada, un espacio solitario, oscuro, hecho para espantar peatones, no para recibirlos, uno de esos lugares donde uno sabe que no debería sacar el celular. Pero sobre esos cimientos sin gracia se levantó esta obra magnífica de arte y resistencia.
El arte como catalizador del duelo
Como en un museo, uno ve las obras y se activan recuerdos, referencias; uno ve rostros y trata de reconocerlos. Unos posan sonrientes y otros serios y otros, unos a blanco y negro y otros a todo color. Hay caras conocidas, la memoria las devuelve a la vida.
La Fundación Diego Felipe Becerra Lizarazo, en compañia de Alta Consejería para los Derechos de las Víctimas, la Paz y la Reconciliación, con el apoyo del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación, hicieron posible que, desde noviembre de 2020, 51 grafiteros se tomaran las columnas de la Calle 80 con Boyacá para pintar 46 rostros de víctimas de asesinato en medio de hechos de abuso policial, líderes y lideresas sociales y firmantes del Acuerdo de paz.
– En este país el que protesta, el que no está de acuerdo con las políticas del Gobierno, el que denuncia la corrupción, el que denuncia abuso de la autoridad está expuesto a la muerte.
Quien habla es Gustavo Trejos, con una voz que apenas escuchaba entre las sirenas de ambulancias, bocinas, camiones a diesel y tractomulas ruidosas.
Trejos sabe de lo que habla, él lo vivió en carne propia. Su hijastro, Diego Felipe Becerra, con apenas 17 años, una noche de agosto de 2011, fue asesinado: el disparo de un policía le segó la vida a ‘Tripido’, ese era su nombre artístico, un ‘pelao’ grafitero cuyo recuerdo no solo rescatan sus padres, Gustavo y Liliana Lizarazo, sino miles de bogotanos desprevenidos que ven su rostro pintado debajo del puente.
– Es absurdo que un niño de 17 años pierda la vida a manos de un policía.
Su caso se hizo popular y el nombre de Diego Felipe se volvió un símbolo contra la violencia policial organizada. Sucedió el viernes 19 de agosto de 2011 en la Avenida Boyacá, pero con 116. Tras el homicidio, la escena del crimen fue contaminada y se plantó un arma, en complicidad con uniformados de varios rangos. Desde entonces han logrado cuatro condenas, una contra el Patrullero Wilmar Alarcón, quien, “desgraciadamente”, dice Trejos, quedó libre “y está prófugo desde hace 4 años”. Otros tres policías purgan su condena y, actualmente, se libra un proceso contra otras 10 personas, entre coroneles, abogados, tenientes, intendentes y civiles.
– Acá no solo está mi hijo pintado. Vea, hay unos que se pintaron al lado y lado del muro y algunos en las columnas y también frases alusivas a la reconciliación. Todas las vidas valen.
Esta es una exposición al aire libre, por eso ofrece otro tipo de reflexión. La gente desde sus carros o en el agite del transporte público tiene poco tiempo para verla o detenerse a contemplarla, pero se la encuentra en su rutina, todos los días.
Los óleos impetuosos de Suba
– El muchacho con una gorra, el que está ahí detrás, es Jeison Conde, yo lo pinté.
Quien habla es Fabian Sabogal, uno de los 51 artistas urbanos que intervino los monstruos de concreto hasta hacerlos parecer enormes patas luminosas y coloridas.
– Él es un ‘pelao’ que vivía en Soacha, uno de los falsos positivos del gobierno Uribe.
Sabogal se emociona al mencionar que la mamá de Jeison lo llamó la tarde anterior para expresarle su gratitud por el grafiti.
– Todas las personas que pintamos acá nunca se imaginaron que tendrían un homenaje, pues lo tienen ahora. (…) A veces solo nos importa la vida de “unos importantes”, pero no, todos al final aportamos a la sociedad. Llevo 13 años pintando realismo y letra en la localidad de Suba. Hoy nos están dando el espacio para expresar nuestro arte, pero, por lo general, a nosotros nos toca salir a apropiarnos del espacio.
Salir a las calles a “fluir” es la consigna de estos artistas. Lo hacen en medio de la represión policial y también social. Bogotá es para ellos un lienzo inagotable repleto de tags, de letras, stickers, rayones, rostros y figuras que parecen gritar a la par de la vida caótica de la ciudad.
Son pinturas en una pared, son efímeras. Las verán por un tiempo los conductores estresados que bajan del trancón de la calle 116; los motociclistas que paran debajo del puente de la 80 a ponerse sus impermeables cuando empieza la lluvia; los imprudentes que cruzan como en una carrera de 100 metros vallas la avenida Boyacá; los ciclistas, patinadores y atletas que disfrutan de la ciclovía los domingos. Algunos ni siquiera se fijarán, otros se pasearán por allí como en un museo, otros pocos lo verán como el altar de sus muertos queridos, y pensarán en los millones de puentes que deberían pintarse para que cada víctima tenga el suyo.
“Con esta violencia absurda que hemos tenido nosotros, de intolerancia por parte de la ciudadanía, de la fuerza pública, de los actores armados ilegales, pueden ser casi un millón de personas las que podemos pintar en todos los puentes de Colombia. No más los falsos positivos son más de 4.000 jóvenes. Esperamos no seguir pintando rostros de víctimas en los puentes, porque todas las vidas valen”, concluye Gustavo Trejos para explicar por qué su dolor debería ser el dolor de todos.