La historia de El Castillo, Meta, es la de todo el piedemonte llanero. Violencia bipartidista, guerrillas, exterminio de un partido político, arremetida paramilitar, abandono del Estado. Todo. Pero una visita nos bastó para darnos cuenta de que sus habitantes quieren seguir adelante.
Texto: Ana Karina Delgado Diaz www.anakarinadelgado.com
Venían de Boyacá y entraron, como todos los otros que llegaban, tumbando monte. Los dos eran del Partido comunista, y los dos, él y ella, eran recios trabajadores, como unas mulas trabajaban a la par de sol a sol. –En esas épocas las mujeres éramos distintas, ella parecía un hombre de puro trabajadora, pero eran distintas, aguantaban mucho esa mala vida que les daban– dice Marina recordando la historia de sus suegros, colonizadores de un pedazo de tierra que en ese entonces aún no bautizaban como El Castillo. Su suegra tuvo 11 hijos, casi 12. Él, además de esos 11 tuvo otros 9 con la siguiente mujer que ya traía consigo cuatro niños más. Los hijos los tuvieron allá en el monte, uno tras otro y tras otro, ella pariendo y él recibiéndolos. Cuando la primera mujer se envenenó embarazada del último hijo, había acumulado años de “planeras”, de golpizas colgando de un árbol como sobrevolando la hoguera que el viejo prendía a sus pies. La segunda mujer, ya en otra época, pensó en planificar, en detener la interminable gestación, pero la idea no terminaba de gustarle al viejo. En medio de la selva, con un mundo por fundar, los hijos son mano de obra, son los que poblarán los fundos vecinos; la tierra se coloniza llenándola de hijos.
Kilómetros más allá de Villavicencio, rumbo a la cordillera Oriental, transita raudo y caudaloso el rio Ariari delimitando una región a su paso. Una región socioeconómica, cultural, una región unida por el legado de violencia que acumula. La historia en la zona y en gran parte del llano empieza no hace mucho, con la colonización que ya traía consigo la marca de la violencia. Todo comienza por allá a mitad del siglo pasado, tan sólo un par de generaciones atrás. Nuestros abuelos los liberales, los conservadores, los militares que al galope persiguieron furiosamente a Guadalupe Salcedo llano adentro; nuestras abuelas preñadas temiendo que al papá de su decena de hijos le dieran, ahora sí, el tiro de gracia a orillas de un barranco, tiro que parecía merecer por vestir su orgullo de un color en un pueblo pintado de otro.
De Caldas, Santander, Cundinamarca, Huila y Tolima, la gente bajó en ramilletes aterrorizada hacía las llanuras y el piedemonte. Unas familias llegaron autónomamente y fueron armando ranchos; otros, apoyados por el Partido Comunista, fueron constituyendo colonias agrícolas y sindicatos agrarios de forma organizada; fueron fundando caseríos, fueron haciéndose de la tierra que los recibía tras la huida. Aquí en la región del Ariari, donde el Estado no participó del proceso de colonización, la vida empezó a consolidarse a través de procesos organizativos colectivos; las iniciativas y los desarrollos tenían la forma de convites, de trabajo conjunto para abrir los caminos, para construir las escuelas, para crear comunidad. En estos convites, en estas formas específicas de colonizar, parece residir la vocación solidaria y de trabajo comunitario de la zona. Lo que vino después, cómo hito histórico para la región y el país y directamente enraizado en estos procesos de colonización y sus causas, fue el nacimiento de las Farc.
En esa época, a Alexander no lo llamaban como lo llaman hoy, aunque parecían intuir su destino. Cuando venía bajando al caserío, montado en su caballo iba entonaba aquello de: Usted me va a perdonar /si alguna vez le ofendí la flor cuando es vulnerable / no abandona su jardín. Quién lo oía de lejos pensaba: allá viene el Cantor de camino. Eran siete hermanos que junto a papá y mamá vivían en la casa de yaripa o guadua en Puerto Esperanza, un caserío de El Castillo, en la parte alta del Ariari. Ellos iban y venían, algunas veces muy cerca a los guerros que iban rumbo a las montañas o bajando de ellas. Una vez, aún lo recuerda, con velocidad adolescente alcanzó en pocos minutos a enamorarse; era linda, muy linda y también conversaba bonito; con su camuflado y su AK47 al hombro charlaba sentada a su lado; él lo pensó, pensó en seguirla monte adentro, pensó: si me convida, me voy. No lo convidó, pero aún así a los 14 años, entrados los años 80’s, se fue de andariego a buscar su camino como cantante y no volvió hasta muchos años después, cuando su casa ya no era casa.
Entre 1965 y 1985, según pobladores de la zona y estudiosos de la historia, hubo una relativa paz. El movimiento popular y social en el Meta prosperó en medio de algunos enfrentamientos, de una reforma agraria armada, además de la simultánea aparición y florecimiento del narcotráfico de la mano de la bonanza marimbera y coquera, lo que necesitó de la formación de los primeros paramilitares que funcionaron como una estrategia de vigilancia y protección del nuevo negocio.
En esos días los guerros hacían de ley, entregaban tierra así fuera a la mala e imponían leyes, así alcanza a recordar entre risas Marina, cuando mirando de reojo la fotografía de su matrimonio que cuelga orgullosa en la pared, casi vuelve a verse a si misma abriendo trocha con machete durante una semana.
Por ese entonces juntos cuidaban fincas ganaderas, por eso había un arma en la casa, para cuidar –y menos mal yo no sabía apuntar mucho, dice ella, porque el día que finalmente descubrió que su esposo estaba enamorado de otra mujer y llevaba con ella años ya, salió a buscarlos enfurecida y terminó abalanzándose contra ella: un tiro, un par de puñaladas cuando su esposo le quito la pistola y un tacazo de billar que le partió la clavícula cuando él la volvió a desarmar. -–Él solo me dijo, aténgase a las consecuencias, usted sabe. Y sí, los dos sabían. Al día siguiente, después de ordeñar las vacas, vieron llegar a la guerrilla en una camioneta. –Me tocó abrir trocha por allá con hacha y machete, pero no duré sino 7 días, porque tenía un amigo y llegó a hablar por mi. Me tocó pagar una multa de 480 mil pesos y eso porque la vieja no se murió, porque si se llega a morir, me van quebrando a mi también. Vendió una marrana de cría y otro lechón para conseguir la plata, que hace 18 años era bastante más que hoy.
En 1985, con las negociaciones del gobierno de Betancour y las Farc, nace la UP como proyecto político. A ese proceso de cambio se unieron comunistas, liberales, conservadores, estudiantes, campesinos, organizaciones sindicales, sociales, populares y muchos otros sin partido político que creyeron en un cambio, en una opción democrática y desarmada para el país. Lo que vino después ha sido, a lo mejor, vastamente documentado: se ha hablado de genocidio, de exterminio de un partido político, de una opción política; de lo que no se ha hablado suficiente es de los intereses económicos que subyacían tras la campaña de exterminio, del status quo tambaleante, de la esmeralda, de la tierra del latifundista, del narcotráfico. Zonas como el Meta, el Magdalena Medio y el Urabá antioqueño se convirtieron en bastiones del nuevo partido político y por ende fueron también focos de su exterminio. En esta danza de muertos cayeron no solo miembros de la UP, también del PCC (Partido Comunista Colombiano), múltiples organizaciones sociales y de defensa de los derechos humanos, además de SINTRAGRIM el sindicato agrario más antiguo de la zona, partícipe directo en la colonización, que al igual que la UP terminó políticamente casi exterminado.
El alto Ariari se fue llenando de muertos con banderas amarillas y rojas, en los caños y caminos se ejecutaron masacres de hombres y mujeres de política, todo eso pasaba por el caserío, por el pueblo y las veredas mientras Alexander, que se había escapado un domingo de casa, anduvo raspando coca, trabajando en lo que bien pudiera y deambulando entre el Meta, Casanare, Arauca, Venezuela, Caquetá y el Vichada, ganando plata, tomando cerveza y enamorando mujeres, cantando por los caminos y volviéndose prematuramente un hombre, hasta que fue a dar a las calles de Bogotá, a hacer de los parques y las iglesias su casa. Allí, después de varias aventuras, encontró en una “taguara”, una cantina, su camino junto a un sabio detrás de un enorme arpa. Juntos empezaron a cantar esa música que suena tan a caballos y reses, tan a vasto e interminable llano.
“Ceder es más terrible que la muerte” se llama un libro en honor a una fuerte frase del desaparecido Josué Giraldo Cardona, abogado defensor de derechos humanos y de victimas de la UP, en la introducción de este libro donde en más de 150 páginas desfilan los muertos, los procesos, la impunidad, decían los sobreviviente del Comité Cívico por los derechos humanos del Meta: “Al entregar este documento a numerosos lectores, lo hacemos con la convicción de que la esperanza está viva, aunque este encadenada. La última estrategia de las estructuras genocidas que buscan condicionar el futuro a sus inconfesables propósitos, es la estrategia del olvido. Este libro quiere afirmarse como una pequeña resistencia a esa perversa estrategia. Es derecho inalienable de todo pueblo y de toda colectividad conservar la memoria de sus sufrimientos y de sus victimas”. Y esto lo decían ellos por allá por 1997 sin saber que tras el aparente exterminio de todas esas organizaciones, se venía a pasos de fiera la política de la Seguridad Democrática y el Plan Patriota como complemento del Plan Colombia. Entre 1998 y 2002 se instauran y adelantan los Diálogos del Caguán entre el gobierno Pastrana y las Farc. En 2002 los diálogos se rompen y arranca el gobierno de Álvaro Uribe Vélez. Este periodo, desde el 2002 hasta el 2008 aproximadamente, es el de la arremetida paramilitar y el terror contra la población civil. Ese mismo que para otros sectores de la sociedad representó una sensación legitima de seguridad, de retorno de la presencia estatal, un abandono del miedo en las veredas, en las carreteras y caminos, en el Meta fue la guerra y sobre algunos de sus pueblos se dibujó una diana que parecía verse a kilómetros.
La zona de despeje para los diálogos comprendió La Uribe, Mesetas, Vista hermosa y La Macarena en el Meta y San Vicente del Caguán en Caquetá; pero la arremetida del Ejército Nacional en macabra sociedad con lo que algunos llaman con un tufo a eufemismo: “civiles armados de la estrategia encubierta del Estado” llegó más allá de los límites de estas poblaciones, hasta otras consideradas corredores guerrilleros, asentamientos de colaboradores de la guerrilla, pueblos guerrilleros. Entre estos pueblos, El Castillo, su casco urbano, sus caseríos, sus bastos campos, sus caminos, los caños, los ríos.
Con vocación de izquierda y de trabajado comunitario, Marina estuvo ahí, vio morir a sus amigos, y aguantó con su esposo, que a pesar de todo, nunca se fue ni con aquella mujer, ni con ninguna otra –Marina, yo no me la merezco a usted, pero yo de está casa me voy es cuando me muera, recuerda que él decía, y cumplió, se quedó hasta que una enfermedad se lo llevó, pero estuvo con ella manejando su campero en los días más aterradores. Lo llamaban a medía noche “los paras” y lo obligaban a llevar una res hecha carne allá arriba, donde ellos estaban, ella se quedaba aterrorizada viendo dormir a sus hijos, imaginando el peor escenario, pero él siempre consiguió volver.
Alexander, ahora convertido en El Chichanero, cantautor de música llanera, grabó sus discos, hizo sus conciertos y aprendió a vivir con y del arpa, el cuatro, el bajo y las maracas; escribió canciones sobre dios, el amor, el desamor, el llano, la parranda, y años después, muchos años después, volvió a Puerto Esperanza cantando:
A las cinco de la mañana salí de mi pueblo cámara, en la era de los 80, a dar mi primera andanza.
A las cinco de la mañana me tomé un tinto cerrero, veinte años que se fueron y volví a mi pueblo cámara.
Lo que se encontró más que su pueblo se parecía al triunfo de la selva sobre el hombre.
Cantando por el camino / mi alegría se reflejaba / cuando llegué al caserío / mis ojos casi lloraban /
al ver mi pueblo y sus calles enrastrojadas / techos, casas por el suelo de esta guerra despiadada.
Me devolví hacia otras tierras lejanas con rabia y con sentimiento / con un dolor en el alma.
En su momento, la guerra –tal como sucede con tantos pueblos de Colombia- convirtió a El Castillo en un lugar deshabitado. Los árboles se abrieron camino por las ventanas y rompieron las paredes. La casa donde creció El Chicanero aún es un rastrojo; pero, poco a poco, desde hace nueve años, la gente comenzó a retornar. Niños, jardines, caballos y hombres con cerveza en mano hacen parte del nuevo paisaje. En El Castillo, a pesar de la memoria dolorida, mantienen la dignidad intacta.