La reciente golpiza a un grupo de jóvenes en El Redentor abrió una puerta para sostener una conversación necesaria sobre la justicia restaurativa.
Pablo salió de prisión hace 15 días. En teoría no es una prisión, sino un Centro de Atención Especializada (CAE). “Viene siendo lo mismo, solo que CAE es el término que usan para hablar de las prisiones para menores de 18 años. Yo estuve ahí 17 meses por un delito que cometí”, me dice Pablo mientras caminamos en dirección a una casa en Chapinero, donde nos van a dar una charla sobre justicia restaurativa. Camina sin agachar la cabeza, sonriente, luciendo su ropa ancha y varios piercings. Mueve las manos mientras habla con firmeza. “No le puedo definir lo que se siente estar libre”, me responde antes de entrar al lugar en donde nos citaron.
-¿Viste lo del CAE El Redentor, cuando los policías le pegaron a los jóvenes? Le pregunto.
– Claro, así es muchas veces allá. Y pues no sé qué piensan los operadores de esos centros. Si usted deja a un perro encerrado cuatro días y le pega y le pega pues va salir con más rabia a la calle.
Hace un mes, en el CAE El Redentor, donde cerca de 300 jóvenes están privados de la libertad, la Policía cometió un acto de maltrato y abuso. Acostados, en ropa interior y siendo filmados, más de 10 jóvenes fueron golpeados con un palo mientras otros policías les gritaban e insultaban. Este episodio nos puso a Pablo y a mí en el mismo recinto: la casa de la fundación suiza Tierra de Hombres – que trabaja con los jóvenes privados de la libertad en Bogotá –. Allí nos tomamos un café con otros periodistas. La idea detrás del desayuno era clara: explicar la diferencia entre la justicia punitiva y la restaurativa. Estos términos, a simple vista aburridos, son la puerta para comprender dos formas muy distintas de resolver los conflictos entre los seres humanos.
Cuando Pablo hablaba de la rabia que sentía por los castigos, recordé –de inmediato– los relatos de algunos excombatientes de las Farc y de las Autodefensas. El odio y anhelo de venganza solo generan nuevos ciclos de violencia; muchos lo entendieron y por eso se acogieron a los acuerdos de paz. La justicia transicional, donde en primer lugar están los derechos de las víctimas, su reparación y las garantías de no repetición, tiene que ver con ese momento en el que Pablo reflexiona sobre el castigo. “Yo le pedí perdón a la víctima. Al principio no quería, por orgullo, pero me liberé porque me perdonó, me dijo que no sentía rencor hacia mí. Sentí algo diferente”.
Él y sus tres compañeros, sentados al lado de los funcionarios de la fundación y de frente a los periodistas, estaban dando una lección de paz. Estar dispuestos a decir la verdad, a responder las preguntas de unos extraños era un acto de valentía y reconciliación. Nadie los obligó a estar ahí. Los invitaron y, como me lo dirían más adelante, asistieron para hablar sobre sus vidas cuando estaban privados de la libertad. La gente no entiende, me decía uno de ellos, “lo que se siente eso… la impotencia tan grande, todo lo que se le viene a uno a la mente”. Sus experiencias nos hablan sobre eso que la mayoría de colombianos no hemos vivido y tampoco comprendemos muy bien: someterse a la justicia.
Un capítulo que se cierra
Hablar sobre los delitos que cometieron y los detalles del pasado sería trasladar esta conversación sobre justicia restaurativa a un escenario de revictimización. Ellos ya pasaron por un juicio, ahora quieren hablar sobre el perdón. Esa fue la primera claridad. La narración no tenía que ser la que usualmente buscamos los periodistas: dónde naciste, qué hiciste, qué sentiste, porqué lo hiciste. No. Eso ya se lo dijeron a sus víctimas, a sus familias, a la comunidad que, como ellos dicen, lastimaron y ahora quieren reparar.
Primero habló Jorge, quien pasó tres años en un CAE. Resume su caso rápidamente para hablar sobre las proyecciones de vida: “Entre los 13 y los 14 años empecé a consumir drogas en el colegio. Cogí varios vicios y comencé a robar plata”. Su testimonio pasa a otro lugar: las posibilidades. “Uno piensa que es difícil pero se puede hacer. Yo estoy estudiando en el Sena administración de empresas. Ya estoy haciendo las prácticas. No es necesario robar, vean mi caso”.
“Encontrar trabajo es difícil cuando se sale de un CAE, pero es posible” dice Juan, otro de los jóvenes. No obstante, antes de pensar en trabajo, en proyectos futuros, es necesario pasar por un cambio: “Yo en mi caso por lo menos aprendí a quererme a mí mismo. Si no lo hacía, no podría querer a la gente. Dejar la droga fue el primer paso para quererme a mí mismo. Hoy me levanto, voy a trotar, a montar bicicleta, ayudo con trasteos para ganar algo de dinero, eso es tener un cambio de vida”.
Eduardo, el tercero en hablar, asiente con la cabeza: “Uno antes tenía muchas dificultades en la casa y no se daba cuenta y por eso cometía errores. Yo estuve 23 meses privado de la libertad y pues en ese tiempo pude reflexionar. Hoy le doy gracias a Dios de estar afuera. Veo a la familia de una forma diferente. Ya no soy tan grosero y desde que recuperé la libertad pues me la paso mucho tiempo con mi abuelita, colaborándole”. Pablo interviene al final comentando que estuvo 17 meses en un CAE, que ahora está pasando papeles para terminar el bachillerato y que le gustan los procesos de reparación.
En los cuatro testimonios de presentación hubo un factor en común: antes de pensar en el futuro y de pedir perdón tuvieron que pasar por un cambio que no fue fácil. No todos alcanzan esos momentos de reflexión a los que ellos llegaron. Y existen unas condiciones para que no suceda. De eso se trató la segunda parte de la charla.
Lo que puede cambiar, lo que piensan
Bogotá tiene seis CAES, cinco para hombres y uno para mujeres: el Hogar Femenino. Los operadores de estos centros varían. El único CAE que depende de la Alcaldía es Bosconia, los demás dependen del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF), entidad que contrata – a través de licitación – a diferentes empresas para que operen cada uno de los centros. En el cambio de operadores, dijeron los jóvenes, es cuando muchas veces comienzan los problemas. El tiempo de permanencia de los operadores varía: puede que se ganen la licitación durante varios años o que sean remplazados en el lapso de uno o dos años.
“Con el cambio de operadores se crea el descontrol”, dice Juan. En su caso, cuando estuvo privado de la libertad y llegaron nuevas personas a ‘poner orden’, las cosas se complicaron: “Llegan nuevas personas a tratar de someter. Tratan de educar intimidando y por eso es que cambian los comportamiento de los muchachos”. Jorge interviene: “Los cambios de operadores son bruscos. A mí me tocó un operador que quitó los talleres de carpintería, de diseño gráfico. Había un man que era un guache completo, le tiraba la comida al piso a uno y todo. Eso sí daba mucha rabia”.
Cuando estaba en el CAE, Jorge se mostró molesto en varias ocasiones por los cambios que hizo el nuevo operador. “Lo que los nuevos funcionarios hicieron fue sacar a algunos pelados para que hablaran bien de ellos con la gente del ICBF. Les daban alguna recompensa, una llamada a celular o algo así, entonces a muchos no nos creían”. El vínculo entre los jóvenes privados de la libertad y el ICBF está deteriorado. Los cuatro jóvenes coincidieron en que los operadores tienen un poder del que muchas veces abusan y el Estado no está presente.
– ¿Cómo cambiaba la vida con ese cambio de operadores? Les pregunté.
Mire, me dice Pablo, “los talleres en los CAE son muy importantes, ahí es donde uno canaliza la energía. Si uno no la canaliza se llena de muchos pensamientos, de mucha rabia. A muchos pelados no los dejaban tener esferos ni lápices. ¡Imagínese ese aburrimiento! Cuando estuve en El Redentor tuve días en los que pasé más de 10 horas pensando cosas. Eso era muy difícil. Después de pasar por ahí sí creo que las instituciones deberían escuchar nuestros sueños, darnos un pequeño empujón. A mí me habría gustado ver talleres de dibujo, de aerografía… Habría estado contentísimo con eso”.
Eduardo miraba reflexivamente a Pablo, como recordando escenas que parecían olvidadas: “Uf, sí, toca hacer un balance de los talleres, de los que nos gusta. Porque cuando no tenemos cosas que hacer o los talleres no nos llaman la atención pues surgen muchos pensamientos rebeldes. Es que sí, es como una energía que se siente. Y muchos pelados la canalizan peleando entre ellos. Si no la canalizan no se puede dormir, se siente mucha euforia”.
– ¿Y cómo se asoma ese sentimiento de perdón en un ambiente tan difícil?
Eduardo levanta la mano. “En el círculo que se hacía por la mañana comenzábamos a hablar. En uno de esos me acuerdo que se habló sobre el daño que se hizo antes de llegar ahí. Nos decían ‘es que ustedes no solo cometieron un delito, sino que hicieron daño’. Yo antes veía lo que hice como ‘un error’, pero ese día me puse a pensar en eso del daño, en que le había hecho daño a alguien y a mí mismo. Por eso es que digo que toca perdonarse a uno mismo primero para que luego lo perdonen a uno”.
Jorge, reflexivo, mirando la mesa, responde: “Es que eso es como modificar los sentimientos. Es algo de la vida, de ser mejor persona, no es tan fácil, no es tan fácil. Yo salí del CAE y volví a reincidir y una persona que me acompañó en todo eso me ayudó a entender eso del daño, del daño que me estaba haciendo y que le estaba haciendo a mi familia. Así seguí adelante”.
A Pablo se le vino una imagen a la mente con la pregunta: “Hubo un amotinamiento en la 30 con 12, me acuerdo muy bien. Yo vi a las madres gritando afuera, preguntando por sus hijos. Me asomé y dije, juepucha, vea cómo se preocupan las mamás . No sé pero me sentí re presionado, me puse a pensar en todo mi pasado, en cómo llegué a todo esto. Son momentos así cuando uno se pone a reflexionar sobre lo que hizo y se da cuenta de que tiene que pedir perdón. Si yo hubiera cometido el error que cometí después de los 18 años me habrían podido dar 22 años de cárcel. Ese día me di cuenta de que la vida me había dado una segunda oportunidad”.
Juan fue el último en responder. En su caso, la reflexión sobre el perdón llegó escribiendo: “Escribía mucho. De hecho se publicó un libro donde yo hablo de esas reflexiones. Estando privado de la libertad pensé en la separación de mis padres, en todo lo que me pasó en mi infancia. Traté de entender por qué llegué ahí. Ahí entendí que tenía que pedir perdón. Luego me preguntaba ¿Qué voy a hacer cuando salga? ¿Cómo voy a vivir? Se dio la oportunidad de que le pidiera perdón las víctimas y la verdad lo hice y lo haría mil veces. Haría todo lo necesario para enmendar el daño que causé”.
La justicia restaurativa
Hubo un momento en el que todos estábamos en silencio. La palabra la tenía Antonio Varón Mejía, consejero nacional de justicia juvenil restaurativa para Tierra de Hombres y exdirector nacional de protección del ICBF. Lo que dijo, desde su rol como profesor y antes director en una entidad pública, tiene valor para los jóvenes que quieren entender por qué hay que buscar otras maneras de resolver los conflictos.
En su paso por el ICBF le tocó ver cómo se intentaba implementar –con toda una serie de obstáculos– el Sistema de Responsabilidad Penal para Adolescentes, de 2006. “Antes, cuando existía el Código del menor no había un proceso de responsabilidad, es decir, el menor no era responsable ante la ley. Después, cuando se expide la Ley 1098 de 2006, se comienza hablar de justicia restaurativa, de reducción del daño porque los jóvenes sí son responsables ante la ley”.
Es un sistema que tiene dificultades, admite Varón. En la justicia restaurativa, el castigo no está en el primer plano. Y eso es algo que a veces no entienden los operadores, como tampoco la sociedad civil que muchas veces exige más penas duras, más venganza. Alrededor de este sistema existen algunas contradicciones. “Cuando yo era director de infancia en el ICBF, en 2011, hubo en debate sobre la seguridad de los CAE. Alguien se preguntó ‘¿se debe crear un Inpec para los temas de infancia?”. Esta visión de la seguridad se aleja de la justicia restaurativa y por eso implementar ese sistema no ha sido fácil.
Las personas que trabajan en Tierra de Hombres tratan de explicarlo frecuentemente: “Una cosa es violar una norma, otra dañar el vínculo social, romperlo”. ¿Cómo se repara ese vínculo social? Esa es una pregunta que Colombia no ha logrado responder y está tratando de hacerlo, escuchando a todas las partes del conflicto, en la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP). Cuando salió el video del maltrato en El Redentor también salieron a la luz los deseos de venganza de muchas personas que en redes sociales pedían castigos similares, como si con más ‘rejo’ se llegara a una reflexión profunda sobre el perdón.
En la sala, lo noté al final, estaba la mamá de Pablo. Reconciliarse con su familia es uno de los primeros pasos para entrar en ese mundo de la justicia restaurativa. Por eso ella estaba ahí. “Él es mi hijo único”, me dijo. “Fue privado de la libertad a los 15 años y eso fue muy duro para mí. Cuando a ti te llaman y te dicen que tu hijo está retenido es muy duro. Es algo que no le deseo a ninguna mamá. De todo esto quedan varias lecciones pero la más importante es estar pendiente de él, darle siempre más amor, más afecto”.
“No es fácil”, decía Pablo en frente de su madre, quedándose en silencio unos segundos. “En los primeros meses es muy duro asimilar que uno está ahí, se sienten muchas cosas. Yo me sentía en un globo negativo del cual fui saliendo. Poco a poco fui controlándome hasta caer en cuenta que había cometido un error, luego que era más que eso, que había un daño que le causé a la víctima. Con un programa de la Procuraduría pude acercarme a la víctima y pedirle perdón, decirle que en ese momento no tenía recursos pero que quería trabajar por reparar ese daño que causé. Lo que le decía: me sentí liberado”.
La justicia transicional parece un concepto desconocido por momentos. Que Pablo le apueste a pedir perdón y reparar simbólicamente puede ser una lección para todos los que se someten a la JEP. Irse por el otro lado, por la justicia a la que nos hemos acostumbrado, podría significar repetir otros patrones. Según el informe estadístico del INPEC en 2017, el 78,6% de las personas que pagaron su pena (14.860) reincidieron y cometieron otros delitos. ¿Cómo evitar la reincidencia y buscar, por esa misma senada, la reparación de las víctimas y la verdad? La respuesta está en construcción, pero lo que están viviendo los jóvenes recluidos en los seis CAES de la ciudad tiene que ver con el Acuerdo de Paz.
Víctimas y victimarios se tienen que encontrar, hablar de su dolor, de sus sentimientos en algún espacio. Pablo lo sabe. Y no es fácil. La idea de fugarse, de sentirse en libertad, estuvo siempre presente. Estar encerrado sin entender muy bien las razones lo llevó a un estado de angustia que solo él y sus compañeros pueden entender. Pablo decidió tomar otro camino, quizás más largo, para encontrar la libertad. “Uno se frustra, se levanta de mal humor, como todas las personas. Hay jóvenes que dicen, no aguanto más y me vuelo, así sepan que lo van a perseguir. Pero si uno tiene sus redes de apoyo, si uno tiene esos espacios para reflexionar sobre el daño, se puede seguir”.
Nos despedimos antes del mediodía. En libertad, con su mamá a su lado, Pablo cruzó la calle, la misma que transitamos en la mañana, agradecido por regresar a su casa.
*Todos los nombres fueron modificados para proteger a los jóvenes.