ANÁLISIS | Al omitir la palabra, Duque es coherente con la estrategia comunicativa del uribismo desde el 2002; estrategia negacionista del conflicto armado.
Por: Jaime Santamaría*
En el momento que escribo este artículo se contabilizan 68 masacres en lo que va corrido del año y 98 desde que inició el gobierno de Iván Duque. El pasado fin de semana (exactamente el 24 de octubre) ocurrió la masacre número 69 en 2020.
Fue a propósito de la matanza de ocho jóvenes en el municipio de Samaniego, acaecida el pasado mes de agosto en en Nariño, que el presidente optó intencionalmente por omitir el uso de la palabra masacre. Pero, ¿qué es una masacre y por qué algunos no quieren mencionar el término?
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Los filósofos trabajamos con conceptos. Sabemos que el uso de una categoría puede tener consecuencias políticas y, por eso mismo, puede ser materia de disputa por parte del poder. Un ejemplo de esto es la negación tajante por parte del gobierno de Iván Duque de la palabra masacre. Fue a propósito de la matanza de ocho jóvenes en el municipio de Samaniego, acaecida el pasado mes de agosto, que el presidente optó —intencional y estratégicamente— por omitir el término y hablar de homicidios colectivos.
En lo que siguió del mes de septiembre y octubre continuaron los asesinatos del mismo tipo, pero la negación en el uso del término también permaneció sistemática. En el momento que redacto esta columna se contabilizan 68 masacres en todo el 2020 y 98 desde que inició el gobierno de Iván Duque. Para entender mejor estos usos y omisiones conviene revisar en detalle la palabra y ver también sus alcances políticos en el contexto colombiano. En lo que sigue intentemos responder a la pregunta: ¿qué es una masacre?
En la masacre las víctimas están en situación de vulnerabilidad
Para Wolfgang Sofky, en su “Tratado sobre la violencia”, a diferencia de un combate o una cacería, las víctimas de la masacre son cuerpos totalmente indefensos. Esto se puede asociar con lo que también dice Adriana Cavarero en su libro “Horrorismo”: “no es cuestión de inventar una nueva lengua, sino de reconocer que es la vulnerabilidad del inerme, en cuanto específico paradigma epocal, la que debe venir a primer plano en las escenas actuales de la masacre”.
Esta vulnerabilidad paradigmática refiere a personas que, en contextos de guerra, no tienen garantizado el cumplimiento de sus derechos fundamentales. Hablamos de “vidas desnudas”, un término que acuña el filósofo Giorgio Agamben y que señala a grupos de la población que, por su condición particular (migrantes, enemigos políticos, campesinos estigmatizados como guerrilleros) se pueden torturar, matar o desaparecer sin ningún tipo de garantía política o jurídica; son personas matables. En la historia reciente del conflicto colombiano, y según el Informe Basta ya, esto se cristaliza en el hecho de que el 80% de las personas asesinadas han sido civiles y solo el 18.5% han sido combatientes. Es decir, en los últimos 40 años, de cada 10 muertos, 8 fueron civiles. Hablamos de una guerra contra la población civil desarmada y, adicionalmente, con altos niveles de impunidad.
El poder esconde la mano —de una piedra que no ha tirado necesariamente— para evadir cualquier señalamiento de responsabilidad y de garantía de derechos humanos.
Así, cuando hablamos de masacres se hace palmario el hecho de que existen grupos de personas a las que el Estado no quiere o no puede o no le conviene brindar las garantías sociales mínimas de seguridad. En otras palabras, el incremento de las masacres es un signo distintivo de la violación de derechos humanos y de la falta de garantías políticas con respecto a la vida. Sería irresponsable decir que el Estado hace matar, pero sí podemos afirmar que el Estado abandona a comunidades y pueblos enteros al vaivén de los intereses de poderes criminales, paraestatales y mafiosos. Esta relación compleja, de acción y abandono del poder, ejemplifica una modalidad de la “necropolítica”, un neologismo que acuñó el camerunés Achille Mbembe y con el que interpreta formas de violencia extrema en la poscolonia (África, América, Asia); en contextos singulares de guerra, emergen poderes esquizos que parecen funcionar solamente según lógicas de producción de cadáveres a gran escala.
La masacre señala desmesura
Aunque parezca obvio, la masacre es un acto de violencia extrema dirigida a un grupo de personas; es decir, implica una intensidad y un número. De este modo, la masacre refiere inmediatamente a un exceso (donde aparece la fuerza, la sevicia y la sangre) que se ejerce sobre una cantidad de personas (por lo menos más de tres). Muchos de los estudiosos refieren el hecho de que la violencia propia de la masacre deja de ser un medio y se convierte en un fin; no buscan una meta ulterior. La masacre nos hace retroceder con espanto ante un poder que no se contenta con matar, sino que lo hace cruelmente. Mientras Mbembe habla de la guerra en la poscolonia, dice:
Aquí, la ficción entre una distinción entre fines de guerra y medios de guerra se desmorona, al igual que la idea según la cual la guerra funciona como un enfrentamiento sometido a reglas, oponiéndose a la masacre pura, sin riesgo o justificación instrumental.
Son famosos los cortes postmortem durante la época de la Violencia donde los pájaros o chulavitas no solo mataban, sino que necesitaban rematar y contramatar (alusión al libro de la antropóloga María Victoría Uribe “Matar, rematar y contramatar. Las masacres de la Violencia en el Tolima”). De la época de la consolidación de las AUC, desde 1997 hasta el 2005, nos parecen obscenas las narraciones de masacres como las de El Salado, El Aro o Mapiripán; obscenas en términos de brutalidad y también del número de muertos. Gabriel García Márquez, en un “País para alcance de los niños”, mientras habla de la violencia de nuestra historia, dice que “nuestra insignia es la desmesura”. En definitiva, se puede decir que cuando hablamos de la masacre nos referimos a eventos que pertenecen al género de lo esperpéntico, un tipo de literatura que raya con lo grotesco, lo absurdo y que parece estar alejada de lo convencional, del orden o la realidad.
La masacre supone lugares cerrados y zonas de excepción
Sobre la dimensión espacial de la masacre, Sofky dice que las masacres necesitan lugares cerrados para que las pasiones puedan desplegarse libremente. La vereda, la comunidad o la finca son rodeadas y las carreteras bloqueadas. La masacre dispone dispositivos del terror para que nadie puede escapar y nadie pueda entrar. En el caso de Colombia, las masacres ocurren, normalmente, en zonas rurales donde no hay ni Estado, ni ley, ni Dios; ocurren en zonas de excepción. Según un estudio de Margarita Sergé, titulado “El revés de la nación”, la violencia colombiana cabalga junto a una concepción particular del territorio que se remonta hasta la época colonial. Según esta mirada espacial, existen “territorios salvajes”, “fronteras” y “tierras de nadie”. María Victoria Uribe, en su libro “Antropología de la inhumanidad”, dice que las masacres no se pueden disociar del contexto rural donde ocurren; contextos donde la desidia y el abandono estatal son la constante. Si arriba dijimos que la masacre es sinónimo de falta de garantías sociales y jurídicas con respecto a los sujetos, ahora debemos decir que también evidencia la inoperancia del Estado en grandes extensiones de tierra; a veces por incapacidad, a veces por complicidad y otras por ineptitud. Otras veces por complejas relaciones y pugnas con las castas locales.
La historia del término en la tradición académica colombiana
En Colombia nuestra historia de sangre y carne abierta nos ha obligado a pensar y desarrollar tradiciones de pensamiento que se han apropiado de un modo específico de las palabras. Acá, surgió una línea de investigación que proviene de la sociología, la antropología y la historia, principalmente, que se conoce como la violentología. Debemos mucho al trabajo que hizo el CINEP y los esfuerzos de la Universidad Nacional, a través del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales (IEPRI). Menciono esto porque también tenemos una historia particular del uso del término masacre que no podemos obviar.
Se puede decir que en Colombia el uso del término masacre se hace común con el texto “Bandoleros, gamonales y campesinos: el caso de la violencia en Colombia”, un libro de 1983, escrito por el filósofo y abogado Gonzalo Sánchez. Vale mencionar que este ultimo fue director del CNMH hasta hace solo un par de años. El libro de Sánchez habla del exceso durante el periodo de la Violencia (que va después de la muerte de Jorge Eliecer Gaitán hasta finales de los cincuentas con la imposición del Frente Nacional). Se trata de un contexto de guerra campesina, con especial intensidad en el Tolima y los Llanos, que libraban dos bandos: conservadores y liberales. Aun resuenan en el imaginario popular los cortes de franela y corbata que practicaban los “pájaros” o “chulavitas”.
Las masacres de hoy no pueden verse por fuera de una economía globalizada y neoliberal del crimen que produce modos de excepción
Esas masacres tuvieron un modus operandis específico y es María Victoria Uribe quien formaliza toda esa historia en el libro “Antropología de la inhumanidad: un ensayo interpretativo sobre el terror en Colombia”. La antropóloga quiere entender la violencia en Colombia usando como clave de lectura la masacre y su tecnología. La pensadora nos da la siguiente definición sucinta: “la masacre es la muerte colectiva de varias personas, provocada por una cuadrilla de individuos y caracterizada por una determinada secuencia de acciones”. La masacre responde a una lógica, tiene rituales y una técnica, es decir, no son hechos productos de la locura o eventos fortuitos.
Además de la tradición de la violentología, habría que mencionar el esfuerzo del Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) hasta el año 2017. Bajo la dirección de Gonzalo Sánchez, quien con otros investigadores (como María Victoria Uribe, Fernán González, Teófilo Vásquez y otros; todos provenientes de la violentología), apostaron por el uso del término masacre como grilla de inteligibilidad de las políticas de la muerte entre 1980 y 2012. Menciono informes importantes como “La masacre de Trujillo” (2008), “La masacre de El Salado. Esa guerra no era nuestra” (2009), “La masacre de Bahía Portete” (2010), “La masacre de El Tigre” (2011), “Informe Basta ya” (2014), “Memoria de una masacre olvidada. Mineros de Topacio y San Rafael” (2016).
Pequeños ejércitos y escuadrones de la muerte funcionan al modo del emprendimiento y la privatización de la muerte
En todos estos informes, tal como lo evidencia el “Informe Basta ya” a través de cifras, la palabra masacre hace alusión clara a un tipo de acción donde los victimarios son, principalmente, actores estatales o paraestatales; son muy pocas las masacres hechas por grupos guerrilleros. De hecho, me atrevo a decir que la masacre es un signo distintivo del poder paramilitar hasta el año 2003. Los siguientes dos gráficos, dan cuenta de que, en la historia reciente, la masacre aparece casi siempre al lado del paramilitarismo y la colaboración de la fuerza pública —algo que el gobierno actual no querrá aceptar. El primer gráfico presenta la cantidad de masacres en relación de cantidad y victimario entre 1980 y 2005. El segundo gráfico muestra la distribución de los actos de sevicia por los diferentes victimarios.
¿Por qué Duque se niega a usar la palabra?
La palabra masacre, como lo hemos visto, refiere a actos de violencia extrema donde un poder militar ejecuta a un grupo de personas en estado de total vulnerabilidad. Esto es posible en zonas de excepción, donde el gobierno no llega por conveniencia, por incapacidad o por ineptitud. En el caso del uso de la palabra en la historia académica colombiana, nos une con la Violencia donde los pájaros y los chulavitas (agrupaciones policiales conservadoras) las usaron extensamente en el sur del Tolima. También su uso nos recuerda una historia de barbarie que protagonizó el paramilitarismo en Colombia de la mano de la casa Castaño.
Así, usar la palabra masacre nos conecta con una historia sangrienta del conflicto que inicia con la muerte de Gaitán, pasa por la locura del paramilitarismo en el cambio de siglo y, de algún modo, parece renovarse y reaparecer hoy. Usarla parece transmitir la idea de que vivimos en un país donde todavía perviven manifestaciones de esa guerra. Al omitir la palabra, Iván Duque es coherente con la estrategia comunicativa del uribismo desde el 2002; estrategia negacionista del conflicto armado. En este contexto se entiende la elección Rubén Darío Acevedo como director del CNMH y quien abiertamente ha negado la existencia del conflicto en el país. Asimismo, al hablar de homicidios colectivos el problema parece perder su connotación sistemática y se asocia rápidamente con un problema de crimen organizado, delincuencia común o narcotráfico. Y no es que hoy no sea así, solo que las dinámicas de estas empresas criminales no se pueden entender sin el pasado de guerra que las ha precedido.
Las relaciones con el poder oficial también son porosas, de ahí que el uso u omisión de algunas palabras (entre ellas masacre), no sea un acto de descuido, sino haga parte de una estrategia cobarde del poder para seguir respondiendo a esa economía global neoliberal
Al evitar el uso de la palabra masacre, además, el gobierno cree, ingenuamente, que puede salvar la imagen del país ante los ojos internacionales en lo que respecta a garantías de derechos humanos. Podrá seguir afirmando cínicamente, ante la ONU o la Unión Europea, que el proceso de paz avanza, que los líderes sociales cuentan con las garantías de seguridad mínimas y que los desmovilizados de las FARC tienen la seguridad necesaria para que no los asesinen. Pero, a pesar del discurso negacionista, las masacres son un factum innegable, sus víctimas siguen siendo personas civiles e inermes, que están en zonas de excepción (espacios sin Dios ni ley), donde el Estado o no puede llegar o no le conviene estar. El poder esconde la mano —de una piedra que no ha tirado necesariamente— para evadir cualquier señalamiento de responsabilidad y de garantía de derechos humanos. Y seguir vendiendo una idea de progreso y desarrollo económico a los inversionistas extranjeros que vienen ávidos de recursos naturales.
¿Quiénes son los perpetradores de las masacres hoy?
Lo más difícil para los que queremos pensar estos asuntos, es que ahora no tenemos liberales y conservadores, guerrilleros y paramilitares. Ahora tenemos una lógica de crimen organizado y delincuencia común; en eso el presidente parece tener razón, pero niega que muchos de los grupos emergentes operan en las mismas zonas donde antaño estaba la guerrilla o el paramilitarismo. Además, muchas de las lógicas necropolíticas que mueven a estos grupos se conectan inexorablemente a la violencia de hace solo unos años (10 o 20). Lo nuevo es que la violencia hoy, sin banderas políticas o ideológicas, se conecta con el mercado global de un modo más evidente y explícito. Es decir, las masacres de hoy no pueden verse por fuera de una economía globalizada y neoliberal del crimen que produce modos de excepción —no por casualidad— en Gaza, en México, en Honduras, en Colombia, etc. Pequeños ejércitos y escuadrones de la muerte funcionan al modo del emprendimiento y la privatización de la muerte.
Uno de los retos que tenemos los académicos es pensar estos procesos localmente, pero sin perder de vista la economía global que los hace posible. Se trata de pensar el lado oscuro de la economía capitalista que produce y propicia zonas de excepción en el sur global; algo que Sayak Valencia ha llamado “capitalismo gore”. Hablamos de verdaderas organizaciones empresariales del narcotráfico, de la trata de personas, de la prostitución infantil, de la extracción de minerales, de la venta de armas; organizaciones con redes elaboradas que conectan economías aparentemente distantes como las de Ecuador, Colombia, Panamá, Honduras, México y EE.UU. Las relaciones con el poder oficial también son porosas, de ahí que el uso u omisión de algunas palabras (entre ellas masacre), no sea un acto de descuido, sino haga parte de una estrategia cobarde del poder para seguir respondiendo a esa economía global neoliberal. Aunque la trasnacional y el cartel narcotraficante no sean más que dos caras de una misma moneda capitalista.
*Jaime es profesor Universidad del Norte. Investigador REC-Latinoamérica y El Caribe. Lo pueden encontrar acá.