En ocho municipios del suroccidente se busca enseñarle a los niños sobre paz a partir del reconocimiento de su cuerpo y sus límites.
“Cuando se enfrentaban el Ejército y la guerrilla nosotros vivíamos en la parte alta de la montaña. Entonces los helicópteros nos pasaban por encima de la cabeza y la guerrilla estaba abajo voleando bala. Una vez a un vecino le cayó un explosivo en la casa. Era normal”. Lo dice Jaider, un niño de 13 años, bajito y de rasgos indígenas, que vivía en El Pedregal, una vereda de Caloto, Cauca.
Hace años que, por esa misma violencia que para él era normal, sus papás no aguantaron más y se bajaron de la vereda para buscar un poco más de tranquilidad en el casco urbano. Jaider es curioso. De esa época, donde las bombas eran parte del clima, no recuerda mucho, pero ahora quiere entender cómo eso todavía le afecta a su pueblo. Si le preguntan por qué cree que para muchos niños es normal la violencia, entrecierra los ojos con fuerza y, torciendo la boca en un gesto de duda, dice que a él también le gustaría saber.
El año pasado, quizás dándole vueltas a preguntas similares a esa, el Gobierno expidió un decreto reglamentando la Cátedra de la Paz, que desde inicios de 2016 debe ser una asignatura obligatoria en todos los colegios del país. A muy grandes rasgos, la Cátedra pretende ser un espacio donde niños y jóvenes reflexionen alrededor de temas tan complejos como qué tiene que ver la guerra con ellos o cómo pueden contribuir para vivir en paz.
A la Cátedra de la Paz, sin embargo, le han salido opositores en el camino. La mayoría de las críticas apuntan a que es un intento más de solucionar los problemas con decretos y no con reformas profundas. Víctor Hugo Viveros, gerente de proyectos de la Fundación para la Educación y el Desarrollo Social (FES), explica parte de esa visión: “¿para qué una cátedra que enseñe la paz si la paz es una consecuencia natural de un modelo?”.
Pensando abordar temas similares a los de la Cátedra, pero desde ángulos distintos, la Fundación FES y el programa Colombia Responde juntaron esfuerzos para crear una iniciativa llamada “Habilidades para la vida, la paz y la reconciliación”. En las mismas montañas del norte del Cauca donde Jaider se asomaba a ver los enfrentamientos entre militares y guerrilleros, esa alianza está tratando de sanar las heridas que durante décadas dejó la guerra.
Colombia Responde, que llegó hace unos tres años a ocho de los municipios más golpeados del suroccidente del país, identificó una serie de carencias que tenían los niños y jóvenes de la región. Aunque muchas de esas carencias parten de que en municipios como Caloto o Toribío la tasa de necesidades insatisfechas sube del 60%, el problema que identificaron tenía mucho qué ver también con la forma en que, a raíz de un pasado violento, las relaciones entre la sociedad civil, desde los niños hasta los adultos, estaban muy deterioradas y nadie parecía darse cuenta.
Con ese diagnóstico, la Fundación FES, en cabeza de Víctor, trazó un plan para trabajar en los colegios. La idea fue trabajar desde tres frentes: formación en derechos humanos, prevención de reclutamiento y uso del tiempo libre. La forma de meter esos temas en el plan de estudio, sin embargo, no contempla, como sí lo hizo la Cátedra de la Paz, la creación de asignaturas nuevas. Se trata, en cambio, de buscar la forma de hacerlo de manera transversal.
Un ejemplo. Cuando empezó a funcionar el programa, hicieron una encuesta con niños y jóvenes sobre varios temas. Les preguntaron, primero, si en su territorio había presencia de actores armados ilegales: el 90% dijo que sí. Más adelante, sin nombrar a los actores armados, les preguntaron si sentían que su territorio fuera inseguro: más de la mitad dijo que no.
De ahí en adelante seguían preguntas más reveladoras. No sabían responder, por ejemplo, si sus relaciones sexuales eran consentidas (cuando la tasa de embarazos de jóvenes es altísima), ni lograban entender qué era lo malo de que un grupo ilegal los sedujera para entrar a sus filas (cuando la tasa de reclutamiento también era preocupante). La primera estrategia que se trazó, cuenta Víctor, fue trabajar con los profesores. “En Caloto, algunos docentes acudían a grupos armados para solucionar sus problemas. Luego, iban a enseñarle a un niño sobre convivencia. Ahí había algo mal”.
Y no solo eran los profesores. A medida que se metían más en la región, se daban cuenta de que muchas relaciones estaban deterioradas. La señora que soltaba una retahíla de insultos contra un niño que cometió un pequeño error; el mismo niño que golpeaba a su compañero cuando no estaba de acuerdo; el cura que enviaba mensajes de odio hacia sectores de la población que no seguían los preceptos de su religión.
Con los niños, con los profesores y con la comunidad se trabajó de manera similar. La idea era invitarlos a preguntarse por sí mismos, por el ser. En ejercicios que por momentos podían parecer clases de educación sexual, los invitaban a trazar fronteras desde sus cuerpos, a pensar a quién le permitían atravesar esas fronteras y las de quién atravesaban. Eso, dice Víctor, no era para pensar la sexualidad sino para reflexionar entorno a cómo se tejían las relaciones con otros sujetos políticos y sociales. Era, en suma, un ejercicio sobre los derechos humanos.
En el colegio, esas actividades se incluyeron a través del núcleo de competencias ciudadanas, que ya existía en la Ley General de Educación, mucho antes de la Cátedra de la Paz. Los niños no sentían que estuvieran obligados a aprender contenidos sobre un tema difícil (drogas, sexualidad, violencia), sino que los invitaban a reflexionar sobre su cotidianidad. Los hacían ver en perspectiva algunas cosas que ellos sentían que eran naturales: la venta de drogas en los colegios, el reclutamiento, el sexo sin consentimiento, las riñas callejeras. Y les permitían llegar por su cuenta a deducir que ciertas cosas que antes parecían normales ya no lo eran tanto.
Jaider, que participó con entusiasmo en todas las actividades que les propusieron, siente que sus compañeros no identifican que el programa de “Habilidades para la vida” les haya enseñado sobre temas de conflicto. Quizás porque nunca se hizo explícitamente. Pero él sabe que sí. Jaider, que desde antes quería saber cómo la guerra dejó marca en su pueblo, siente que poco a poco todos lo van entendiendo. Dice que, con iniciativas de ese estilo, se van dando cuenta de que muchas de las cosas que hacían no eran ni tan normales ni tan buenas como creían, y agrega que “ahora que lo sabemos, cambiar esas cosas sí depende de nosotros, de los jóvenes”.