Exguerrilleros, exparamilitares, exmilitares y víctimas decidieron confrontar sus miedos y sus prejuicios para reconciliarse a través del arte.
En la foto de arriba aparece una mujer que entregó su cuerpo durante cinco noches para que los paramilitares no violaran a su hija. Hay una exintegrante de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) que por su dureza solía ir a la vanguardia en los combates. También están una mujer que cuando militó en las Farc fue obligada a abortar a los siete meses de embarazo, un joven que se unió a un grupo paramilitar cuando los guerrilleros mataron a su hermana y dos exmilitares que perdieron sus piernas tras pisar una mina. ¿Por qué sonríen?
Hace diez años, muy probablemente todos ellos estaban en la guerra, víctimas o victimarios. Eran, ante todo, enemigos. Una de las mujeres recuerda: “A mí me ponían al frente a un militar y me daban ganas de matarlo”. Otra: “A los paramilitares era a los que les tenía más miedo, más asco, más rabia”. Uno más: “Yo no podía escuchar la palabra ‘izquierda’. Odiaba la izquierda y eso me hizo cometer cosas horribles”.
Los antiguos enemigos se miraron a los ojos por primera vez hace dos meses y medio. Alejandra Borrero, actriz y directora de Casa E, y el coronel (r) Carlos Arturo Velásquez, pusieron la primera piedra. Él llegó con una propuesta para diseñar un proyecto artístico sobre militares víctimas del conflicto. Alejandra lo pensó bien y lo visitó con una contrapropuesta: si iban a trabajar con actores del conflicto lo justo era que todos estuvieran incluidos.
El proyecto arrancó con apoyo de la Agencia Colombiana para la Reintegración, la Organización Internacional para las Migraciones y la Unidad de Víctimas. Entrevistaron a posibles candidatos que quisieran participar en esta idea. Había de todo: jóvenes que fueron niños reclutados, madres que perdieron a sus hijos en la guerra, víctimas de crímenes de Estado, exparamilitares, exguerrilleros, exmilitares. Veinte llegaron a Casa E, como si se tratara de un reality, sin saber muy bien qué esperar de sus compañeros.
Al principio las miradas fueron duras. La misma Alejandra confiesa que si le hubieran propuesto trabajar con alguien que perteneció un grupo armado le habría dado miedo. El primer ejercicio fue una presentación alternativa: escribieron sus historias en papelitos, las revolvieron y a cada uno le tocó introducirse al grupo contando la vida de otro. No sabían quién era quién. Ellos trataban de tantear con la mirada: ese tiene cara de paramilitar, esa señora parece víctima, él seguro es un militar.
Cuando las identidades fueron reveladas hubo celos, rabia y miedo. Yulitsa, una líder negra del Chocó, recuerda que solo era capaz de hablarles a las otras víctimas. Nada para los victimarios, mucho menos si habían sido paramilitares. Alicia, quien vio morir a cuatro hijos cuando eran apenas unos niños, dice que se la pasaba llorando si miraba a los ojos a los demás. Los exguerrilleros no querían compartir con los exparamilitares. Los militares no aceptaban que nadie les dijera que en las Fuerzas Armadas también había victimarios.
El proceso se llama Victus. La idea madre es la reconciliación. No se trata de un perdón de palabra, que a veces puede ser superficial o por compromiso, sino más bien de intentar entender por qué pasó lo que pasó y cuál es la parte humana que está detrás. Los ejercicios fueron variados: bailaban, estiraban para relajarse, se daban la mano, se miraban al espejo.
El norte fueron los cuatro elementos: el fuego, que ayuda a ver en medio de la oscuridad; el aire, que representa el aliento de vida; el agua, por la fluidez que hace falta para cambiar, y la tierra, que es la base de todo, incluida la guerra. A fuerza de reflexiones, las relaciones entre los participantes empezaron a cambiar. Los saludos, antes forzados, se volvieron efusivos. Los abrazos se ablandaron. Brotaron tímidamente las primeras sonrisas. Todo, dice Alejandra Borrero, fue canalizado a través del arte.
Que algunas cosas cambiaran no quería decir que todo estuviera bien. Tuvieron discusiones políticas, se sacaron verdades en cara, hubo roces y llanto. Pero fueron entendiendo que la reconciliación no se trata de olvidar y mucho menos de guardarse la rabia para no incomodar. Cuando había problemas, se sentaban sobre las tablas del escenario y discutían. Se exaltaban, claro, pero poner las diferencias sobre la mesa los tranquilizaba. Veían que sus sentimientos no eran exclusivos y que sus problemas no eran imposibles de resolver.
Tras diez semanas de estar trabajando juntos se sentaron nuevamente en círculo. Ahora todos saben quién es quién. Uno por uno, alzan la mano y se presentan de nuevo. El discurso es totalmente distinto: “Aquí somos una familia”, “yo a ustedes los quiero”, “aprendí que uno no debe juzgar sin conocer”, “ahora me siento más fuerte”. Cuando terminan de hablar, espontáneamente se paran y se funden en un gran abrazo grupal.
El martes pasado presentaron una muestra de lo que había pasado dentro de Victus. No fue precisamente una obra de teatro sino una demostración de que el arte puede ser un elemento esencial para la reconciliación. La muestra artística empezaba por una galería de fotos y videos del proceso. Luego seguía un recorrido por una cronología dibujada por ellos mismos, donde aparecían marcados los hechos más relevantes en su vida. Este día perdí un hijo, este día me traté de cortar las venas, este día abandoné la guerrilla, este día no quise darle la mano a un paramilitar, este día lloré. Este día abracé a un militar por primera vez, este día aprendí a mirar a los ojos, este día me valoré, este día empecé a perdonar.
Frente a la cronología estaba una muestra de pequeñas cajas con objetos adentro. Las llamaron “cofres de sanación”. Allí representaban casi los mismos momentos que en la línea de tiempo. Fotos de sus hijos, insignias militares, dibujos de la guerra, arco iris, flores, corazones. Una de las mujeres explicó cuál había sido el ejercicio: “En el cofre de sanación debe estar lo bueno y lo malo, porque de eso se trata la reconciliación: de aceptar el pasado para poder afrontar el futuro”.
Después de la instalación, el público entró a la sala. Pocos minutos después, con las luces apagadas, llegaron los veinte por la parte de atrás. Caminaban en fila e iban abrazando a los asistentes. En el escenario, al ritmo de tambores, se presentaron. Se formaban en parejas y le decían al público quién era su compañero: “Ella es Alicia. Alicia es fuerza, es amor, es madre”. Todos los sonidos, que incluían paisajes sonoros de balaceras en medio de la selva, fueron hechos por ellos. Al ritmo de esa música, cada uno, en una frase, dijo quién había sido antes: “Me reclutaron a los nueve años. Era la mascota. Me oriné en mi primer combate”.
Al final cantaron un corrido compuesto por ellos mismos. “Toiticos somos iguales / aunque pensemos distinto / si nos vemos como humanos / se acabaría el conflicto”. La presentación acabó con una de las mujeres enredando a los protagonistas y a los espectadores en una gran madeja de lana. El público aplaudió de pie. Quedaron tan felices que, tras acabar la función, siguieron montados sobre el escenario: cantaron y bailaron nuevamente su canción.
El proceso va a continuar. La idea, explica Alejandra Borrero, es que en algún momento ellos puedan volver a sus regiones a transmitir lo aprendido. En palabras de uno de los integrantes: “La idea de Victus es tan importante que van a hacer falta otros dos millones de ejercicios como este. Aquí somos veinte. Debemos encontrar la forma de que seamos los cuarenta millones de colombianos los que nos reconciliemos”.