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El son de Bellavista
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El son de Bellavista

Staff ¡Pacifista! - febrero 21, 2015

En uno de los barrios más empinados y peligrosos de Soacha, hay un grupo de jóvenes cambiando la realidad de sus cuadras. Los timbales y el guasá los tiene a un paso de viajar a Noruega.

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Por: Juan Miguel Hernández

Hace 11 años cuando Mary* salía del colegio los niños chiquitos se escondían. Ahora, corren a abrazarla. En ese momento estaba en décimo grado. Tenía 14 años, mucha rabia y era parte de una banda de micro-tráfico organizada dentro del colegio. Ahora tiene 25, canta y toca el guasá. En un mes se irá para Noruega con el grupo de música del Pacífico Son de Bellavista, y es el referente de muchos jóvenes del barrio.

Mary estuvo varias veces al borde de la muerte. Tomaba trago y traficaba armas. Tenía a su cargo una compleja red infantil de expendio de droga y figuró dos veces en las listas de “limpieza social”. El negocio era sencillo, no tenía pierde. Un muchacho iba a la L, compraba marihuana, bazuco, o lo que fuera, se lo entregaba, y ella lo distribuía dentro de los salones.

Cada vez ganaba más plata, más reconocimiento y más enemigos. Ya no podía caminar tranquila. Sus papás estaban preocupados. Cuando menos lo imaginó, la dinámica violenta del barrio la había absorbido. A los 14 años empezó a asumir roles de adulta. Así, de un momento a otro, sin avisar, se volvió una mujer con deudas, jefes y miedos. Cambió las muñecas, por los puñales. Llegó a un punto de no retorno. Guardaba paqueticos de droga en la mesa de noche; fajos de billetes debajo del colchón y armas en el fondo del morral.

Una tarde, sentada en el borde de la cancha del barrio, vio la muerte. A lo lejos, desde una camioneta blanca con vidrios polarizados, alguien bajó la ventana, sacó un cañón y le apuntó. Mary siempre estaba alerta, un amigo le había advertido que tenía que cuidarse, que la estaban buscando. Entonces arrancó a correr. Por suerte logró esconderse en las montañas. Cuenta que las brigadas de limpieza social aún funcionan así. Un día cualquiera, suben al barrio a acabar con lo que no les gusta. Con lo que les huele mal, con lo que les parece feo. Buscan, a toda costa, desaparecer lo que “daña” el barrio. Acaban con los drogadictos, con las prostitutas, con los ladrones, con el que no está de acuerdo, con el que piensa distinto, mejor dicho, con el que se les ocurra, dice Mary.

Las muertes siempre quedan impunes. Nadie responde. La gente no denuncia, la Fiscalía no investiga y la Policía no aparece. Casi siempre las bandas de limpieza social, en una estrategia macabra para amedrantar a la comunidad, dejan los cadáveres en lugares visibles.

Mary no aguantaba más. Estaba sola. La habían echado del colegio. Peleaba a cada rato con su familia, y paulatinamente, sus amigos se fueron yendo. Unos estaban lejos, otros en la calle y otros, muchos, estaban muertos.

Las calles de la empinada Bellavista en Ciudadela Sucre.

***

Un domingo de 1995, cuando el maestro, Carlos Guerrero, llegó a Bellavista no había nada. No había buses, ni pavimento, ni agua. Solo gente. Los lotes estaban medio baldíos y llegaban, como en una procesión, un montón de familias desplazadas desde Buenaventura a construir sus casitas de lata en terrenos empinados e inestables.

Mientras el maestro Guerrero hablaba con la comunidad, se iba convenciendo de que era ahí, en ese barrio de gente afro, desplazada por la violencia, donde tenía que empezar a trabajar. Después de participar como voluntario, ofreciendo su conocimiento y su experiencia, en distintas fundaciones, aparecía por fin una oportunidad perfecta para construir un proyecto propio que incidiera de forma directa en la vida cotidiana de una población. Entonces, enamorado de los niños, decidió volver.

Y lo hizo con tanta regularidad y compromiso que desde hace 19 años la Fundación Arte sin Fronteras no ha dejado de trasformar la vida de los niños y jóvenes de Bellavista, el sector más alto de Ciudadela Sucre y uno de los barrios más peligrosos de Soacha. Según la Unidad de Víctimas del Gobierno Nacional, hay 38.805 víctimas del conflicto armado solo en Soacha. En 2013, la Unidad de Atención y Orientación (UAO) del municipio atendió alrededor de 300 desplazados al día.

Poco a poco y a destiempo, como quien no quiere la cosa, con talleres cada ocho días, y con un grupo de niños untados de arcilla que pintaban mamarrachos en acuarela y hacían muñequitos en plastilina, el proyecto empezó a convertirse en una alternativa real para hacerle frente al abandono y a la violencia.

El maestro Guerrero no tiene carro ni toma wiski y está convencido de que el arte construye tejido social, abre las fronteras, ofrece nuevos horizontes y es una herramienta fundamental para construir la paz desde lo más cercano, desde lo más íntimo.

Además de música y celebración, el pasado sábado también hubo tiempo para pintar el Centro Cultural por la Paz.

***

Al principio, la Fundación dictaba talleres de pintura, música y teatro. Los cursos eran gratuitos y los profesores eran estudiantes voluntarios de la Academia de Artes Guerrero de Bogotá. Como en el barrio no había un sitio adecuado donde trabajar, casi siempre se reunían en la cancha o en la calle. Con el paso del tiempo, el ambiente del barrio empezó a cambiar. Si bien, todas las semanas seguían los muertos, la escasez de agua y comida, ahora se respiraba distinto. Estaba naciendo una alternativa real para combatir la delincuencia. Entre semana, los niños alternaban sus tareas con los libretos y con las crayolas. Estaban, por fin, aprendiendo a soñar.

Pero la violencia continuaba. Los enfrentamientos entre bandas criminales eran frecuentes y un día empezaron las amenazas. El maestro Guerrero se había encargado de quitarle la carne de cañón a la guerra. Entonces, los dueños del barrio, encargados de las triquiñuelas y los abusos, se pusieron las pilas. Había que sacar a la Fundación de Bellavista.

Mary fue una de las afectadas. Desde el primer día asistió con determinación a los talleres. Era una negrita con una sonrisa encantadora. Le gustaba bailar. Tenía en la sangre el sabor del Pacífico y en la voz el eco desgarrado del mar. Mary y muchos otros niños no pudieron volver a los ensayos.

Como en el barrio no se podía trabajar, el maestro Guerrero decidió llevar los niños a Bogotá. Cada ocho días, se montaban en un bus contratado por la Fundación y llegaban a la Academia de Artes Guerrero. La logística era difícil, muchos no podían ir, se desmotivaron. Todos los sábados la Fundación tenía que garantizar el trasporte y la alimentación de casi 75 alumnos. Una cosa era salir de la casa a disfrutar y a aprender, ahí al lado, en su barrio, con su gente y otra, muy distinta, era ir hasta Bogotá, a dos horas de camino, compartir con niños extraños y volver cansados al atardecer. Esa metodología era complicada para todos.

Yúlían y Karina, por ejemplo, empezaron desde chiquitos. El maestro Guerrero los vio crecer, son como de su familia y parte esencial del Son de Bellavista. Yulian canta desde los 8 años. Tenía un grupo de Reggeton con unos amigos. Karina, a la misma edad, ya tocaba los timbales, la marimba y el guasá. “La fundación nos ha brindado la oportunidad de creer en nosotros mismos. De creer que somos talentosos y podemos hacer cualquier cosa. Tenemos muchas herramientas que no conocíamos. Nos han dado la oportunidad de crecer en un entorno distinto. Con el arte hemos podido ver que hay más caminos. La Fundación nos ha mostrado otras opciones”, asegura Karina.

Yulian es líder de la banda. Canta y compone. Tiene una voz educada y melodiosa. Le gusta la salsa y se ganó una beca de un año para estudiar producción musical en Noruega. El arte ha trasformado su vida. Los niños lo adoran, quieren ser como él. Con dedicación y con esfuerzo ha logrado romper la brecha social que condena a muchos de sus amigos a la violencia.

Jóvenes de Bellavista en el carnaval de la Fundación.

En 2009, después de muchos intentos y cuando el barrio parecía estar más tranquilo, el maestro Guerrero volvió. Le dijo a la comunidad que la Fundación tenía los recursos necesarios para construir un centro cultural, pero que había una condición: él ponía la plata y ellos la mano de obra. Entonces todos los domingos, desde las ocho de la mañana, los abuelos, los padres y los jóvenes de Bellavista se dedicaron con rigurosidad, como si estuvieran diseñando su propia casa, a construir el Centro Inclusivo por la Paz.

Un día, en 2011, cuando el Centro estaba terminado, Mary decidió volver. Quería cambiar. Empezó a ir de vez en cuando a los talleres de música y danza y, poco a poco, recordó su talento. Ingresó al proyecto Formador de formadores, que consiste en una metodología pedagógica para compartir su experiencia con los niños. La idea es ser tejedores de sueños.

Desde ese momento Mary se ríe. Quiere ayudar a la gente de su barrio. Defiende a ultranza los derechos de las mujeres y se imagina estudiando medicina o trabajo social. Tiene propósitos en común con su grupo y proyectos compartidos con la fundación: “Con Son de Bellavista queremos tocar en conciertos y en presentaciones, estamos produciendo un nuevo disco, y nos vamos a Europa a la producción de un musical. Con la fundación queremos derribar las fronteras. Llevar el proyecto a otros países”.

* Nombre cambiado por petición de la fuente.