El Consejo Regional Indígena del Cauca nació en 1971. Hoy, es una de las experiencias de lucha étnica más importantes de América Latina.
Por Felipe Chica Jiménez
Al lado de Luis Acosta, a quien apodan “Lucho”, los otros indígenas se ven pequeños. Sus casi dos metros de altura y su cuerpo fornido resaltan entre los cultivos de caña de la finca La Emperatriz, donde porta el bastón de chonta que lo responsabiliza como coordinador nacional de la Guardia Indígena.
Mientras el sol comienza a pegar duro, a eso de las diez de la mañana, una minga de al menos 200 indígenas nasa avanza hacia los cultivos de caña con machete en mano. Otros 300 permanecen cerca, al lado de la carretera que de Santander de Quilichao conduce hacia Corinto (Cauca).
Los indígenas están entre La Emperatriz y el resguardo de Huellas hablando y preparando alimentos; están en la Minga por la Liberación de la Madre Tierra. Entre tanto, el Escuadrón Móvil Anti Disturbios (Esmad) se instala a 200 metros de distancia.
Ese mismo día y a esa misma hora, en el resguardo La María, otros tres mil indígenas nasa, guambianos, yanaconas, coconucos, emberas, totoroes, inganos y guanacos, celebran los 45 años del Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC), una de las experiencias de lucha étnica más importantes de América Latina.
Todo comenzó hace 45 años, en un contexto de reforma agraria, cuando los primeros gobiernos del Frente Nacional se repartieron el Cauca luego de que la violencia bipartidista expulsara indígenas y campesinos hacia el pie de monte del macizo colombiano. Las tierras planas terminaron en manos de políticos y terratenientes, mientras que el bloqueo norteamericano a las exportaciones de azúcar provenientes de Cuba potenció la expansión de la industria cañera en el norte del Cauca.
Rápidamente, el departamento se llenó de grandes extensiones de caña, lo cual motivó la conexión de esa zona con el Valle del Cauca. Entonces, el dirigente Manuel Quintín Lame lideró la “recuperación de tierras” inspirando al padre de Luis Acosta a tomarse, junto a otros indígenas, los terrenos de la empresa Cartón de Colombia en la cuenca del Naya. Hasta que las Farc los desaparecieron.
Es 24 de febrero de 2016 y la Minga por la Liberación de la Madre Tierra continúa avanzando. Hombres, mujeres y niños van cortando caña. Luis dirige la guardia en puntos estratégicos para evitar desórdenes. La tensión se siente, el Esmad observa. “Desde que inició esta ocupación de tierras han muerto ya dos indígenas en la Emperatriz”, dice Luis.
Para comprender la Minga es necesario regresar hasta la masacre del Nilo, ocurrida el 16 de diciembre de 1991. Ese día, tal como ha comprobado la justicia, fueron asesinados 20 indígenas por miembros de la Policía. Entonces, el CRIC y el extinto Instituto de Reforma Agraria (Incora) acordaron la entrega de 15.663 hectáreas para las víctimas de la masacre. No obstante, a los indígenas de Corinto solo se les entregó una finca de 236 hectáreas en Puerto Asís (Putumayo), donde hasta la fecha no vive ninguna familia Nasa, por no considerar esa zona como parte de su territorio.
Además de los monocultivos, el tráfico de marihuana también ha agudizado los conflictos por la tierra en Corinto. El narcotráfico ha hecho menos rentable la vida campesina y ha generado disputas por el agua y el fluido eléctrico. Por eso, según Marina, una de las consejeras del resguardo López Adentro,“desde hace dos años, y cada tanto, los indígenas vienen a la finca La Emperatriz a cortar caña y a sembrar maíz como acto simbólico para decir que esas tierras les pertenecen”.
Y es que la distribución de la tierra en el Cauca, como en el resto del país, sigue siendo precaria. El resguardo de Corinto, uno de los más consolidados de la zona norte, tiene 2.800 hectáreas de las cuales 117 son para la protección ambiental y unas 1.053 podrían albergar algún tipo de cultivo bajo tratamientos costosos. El resguardo está compuesto por unas 2.550 familias, por lo que cada grupo familiar tiene menos de una hectárea para sembrar.
En ese escenario, el CRIC ha sido indispensable para mantener unidas a las comunidades. Quizá sea por eso que a pesar de la violencia sigue en pie. En 45 años de existencia, la organización cuenta con el trágico saldo de más de 640 líderes asesinados en el Cauca, entre sabedores ancestrales, gobernadores, consejeros y miembros de la guardia indígena. Sobre esos delitos, Luis asegura que “la comunidad no acepta que militares y políticos asocien a los indígenas con grupos insurgentes, porque la responsabilidad de muchos de esos crímenes es de las Farc”.
Pese al horror que dejaron tras de sí las masacres paramilitares de El Nilo, Gualanday, El Naya, San Pedro y Santander de Quilichao, algunos indígenas, como “Lucho”, no se sienten víctimas del conflicto: “Somos guerreros milenarios, por eso el CRIC nunca está quieto y no se doblega ante la guerra”. Y agrega que “el conflicto armado, lejos de ser un factor de desintegración para nosotros, ha sido el motivo para consolidar la organización como una plataforma de lucha”.
El verde de la tierra y el rojo de la sangre son los colores del CRIC. En la minga, todos reconocen que el movimiento indígena ha experimentado cambios dramáticos: finalizando los 60, los indígenas vivían de la servidumbre en las haciendas de algodón y de café; en los 70, crearon el CRIC y arrancaron las ocupaciones de predios, en oposición al Pacto de Chicoral, con el que el presidente Misael Pastrana sepultó las posibilidades de una redistribución de la tierra, y en los 80, un puñado de ellos creó el grupo guerrillero Quintín Lame.
No obstante, Luis dice que “como el indígena es guerrero, pero no de armas, sino de palabras y actos de resistencia, las autoridades ancestrales decidieron ordenar la desmovilización del Quintín Lame”, como efectivamente sucedió en 1991.
Años después, frente a la necesidad de ejercer control en el territorio y defender a las comunidades, surgió en Tacueyó la Guardia Indígena, que hasta la fecha se conserva como uno de los símbolos de autoridad más sólidos del CRIC. Luis pone sus manos sobre su estómago templado y mira el regreso de la Guardia hacia el sitio de concentración. El himno de la organización empieza a sonar, se alzan los bastones, y la bandera del CRIC comienza a ondearse sobre los terrenos de la finca La Emperatriz.
En 2005, la guardía le demostró su autoridad al país. Ese año, las Farc secuestraron a Arquímedes Vitonas, el alcalde de Toribío. Un día después del secuestro, 500 indígenas salieron hacia las montañas del macizo buscando a la guerrilla. Cruzaron ríos y treparon hacia las cimas desde donde se ve el nevado del Huila y el valle parece un tapete verde, por los monocultivos de caña. Al sentirse presionados por la fuerza de la masa, los guerrilleros liberaron a Vitonas.
En la memoria de los indígenas también está el día en que fueron asesinados dos guardias en el cerro Berlín, en Toribío. Entonces, la comunidad capturó a siete guerrilleros y se los entregó a la justicia luego de aplicarles ‘remedio’. Un par de días después, la guardia cortó en trozos los fusiles de los guerrilleros frente a una asamblea de más de siete mil indígenas.
Como estos episodios, muchos otros han tenido lugar en estas montañas, poniendo a la comunidad en la mira de los actores armados. Las masacres paramilitares quedaron atrás y la modalidad actual de violencia pasó a ser silenciosa. Después de emprender la Minga por la Liberación de la Madre Tierra, los indígenas empezaron a recibir panfletos firmados por Los Rastrojos y las Águilas Negras.
Ante esas situaciones, la comunidad se apega a la palabra de los mayores o sabedores ancestrales. Sentados alrededor de la tulpa (casa comunitaria) donde se hace el fuego y se masca la hoja de coca, los mayores hablan entre ellos y hacen trabajos con plantas para proteger a las comunidades en las jornadas de minga.
Las más de 15 judicializaciones por daños a la propiedad y rebelión que se han hecho contra indígenas capturados en las jornadas de minga, junto a la condena a 16 años de cárcel por secuestro que se le impuso a Feliciano Valencia, uno de los líderes más importantes del Cauca, parecen dar a entender que el CRIC ha tocado nervios sensibles del poder.
A pesar de eso, la organización continúa avanzando. Nació con solo cinco resguardos y ahora cuenta con 112, pertenecientes a ocho pueblos indígenas, representados en el Movimiento Alternativo Indígena y Social (MAIS), con el que han conseguido la alcaldía de Toribío en tres ocasiones.
Paralelas al CRIC se han consolidado otras asociaciones que han jugado un papel clave para el desarrollo de las comunidades, como la Asociación de Cabildos Indígenas del Norte del Cauca (ACIN) y emisoras comunitarias. Además, “la recuperación de terrenos”, que para otros es “invasión”, ya alcanza el 35% del área del departamento. Luis dice que “la mayoría de esas tierras son bosques de protección fundamentales para enfrentar el cambio climático y la producción de agua. Otras son ácidas y escarpadas, donde no se puede cultivar”.
En cuanto al proceso de paz entre el Gobierno y las Farc, la expectativa de los indígenas es evidente. Ya en los cabildos del norte del Cauca se comienzan a escuchar propuestas para la etapa de posacuerdos, como la de crear “centros especiales de armonización” para reintegrar a los excombatientes indígenas por las vías del trabajo y la aplicación del remedio con plantas.
“La guerrilla y los paramilitares se alzan en armas, nosotros nos alzamos en bastones de mando. Nuestra arma es el maíz, la cultura, palabra, nuestras canciones, nuestros rituales y el azadón para trabajar la tierra. Eso demuestra que somos un pueblo que no se doblega ante la guerra y eso el país lo debe tener claro”, concluye Luis.
Ese día, como casi siempre que hay minga en La Emperatriz, hubo mucho gas lacrimógeno. Fue una confrontación leve, sin heridos ni capturados, y el viento soplaba tan fuerte que los gases se disipaban rápidamente…
@felipechica6