Llegamos a Marquetalia, la vereda del sur del Tolima en la que nació la guerrilla, y encontramos los vestigios de la guerra que hoy son usados como museo por "los de afuera".
Para llegar a Marquetalia, la vereda tolimense sobre la que recae el mito de origen de las Farc, hay que arrancar desde Gaitania y atravesar, durante casi dos horas, una carretera destapada que revuelve las tripas con violencia. Primero se llega a La Arabia, una finquita que se volvió punto de referencia porque hasta ahí entran los particulares y los UAZ, unos jeep rusos que cubren rutas en el sur del Tolima. Luego hay que montar la bestia, si se tiene, porque si no toca caminando, y agarrar una trocha que serpentea la cordillera y cruza varias veces el río Atá. Ese tramo puede durar dos o cuatro horas más, según el temple del jinete, que siempre va con el abismo al lado.
Más de cincuenta años después de que Manuel Marulanda y sus hombres recorrieran esos caminos y esquivaran al Ejército durante la Operación Marquetalia, lo único que le queda de ‘República Independiente’, como llamó Álvaro Gómez a estos territorios en 1962, es el abandono del Estado. Arriba en la vereda, con un paisaje cercado por montañas verde oscuro, hay una casa de un piso que ahora habita una familia. El jardín de la casa tiene túneles de dos o tres metros, trincheras enmalezadas y pedazos de un helicóptero derribado hace años por la guerrilla. Ese pequeño museo es la representación de la guerra que no ha dejado salir adelante a los campesinos e indígenas que viven en la montaña.
La llegada a la selva
La violencia en el Tolima siguió derecho desde la Guerra de los Mil Días. La lucha por la tierra, el estigma contra el comunismo, la matazón entre liberales y conservadores, y el desplazamiento desde varias zonas del país desencadenaron en una cuenta de casi 40 mil muertos, apenas entre 1948 y 1957. Casi 100 mil fincas fueron abandonadas y varios pueblos quemados, una vez en el 50 y nuevamente en el 53. Luego vino la dictadura de Rojas Pinilla, que ofreció tregua para que las guerrillas se desmovilizaran, pero al parecer era muy tarde para sanar algunas heridas.
Ese Tolima de sangre y fuego de la primera mitad del siglo XX había sido el caldo de cultivo para que nacieran doce comandos armados en el sur del departamento. Liderando esos comandos, entre otros nombres, estaban alias Mariachi, en Planadas, alias Charro Negro, en Gaitania, y Gerardo Loaiza, en Rioblanco. Con el embrión en la guerra entre liberales y conservadores, el sur del Tolima vio crecer en los 50 guerrillas liberales y autodefensas campesinas de influencia comunista. Los liberales puros eran los “limpios” y los de corte comunista eran los “comunes”.
Limpios y comunes convivían en la hacienda El Davis, sobre la cordillera, en Rioblanco. Eran los primeros años de La Violencia y esos nuevos comandos armados, de ascendencia liberal, tenían que refugiarse de la presión de los chulavitas, que eran tropas de civiles conservadores, y el Ejército, que no tardaría en tomar posición. Al interior de El Davis todo marchaba más o menos bien hasta 1952.
Ese año fue la Conferencia del Movimiento Popular de Liberación Nacional, recordada como Conferencia Boyacá, en Viotá, Cundinamarca. El 15 de agosto llegaron al encuentro delegados de las guerrillas de Antioquia, Santander y el Llano. Del sur del Tolima solo fueron los comunes. Los limpios, al parecer, solo querían defenderse de los conservadores, pero no compartían la causa ideológica que se discutiría en la Conferencia. Hasta ahí llegó la paz en El Davis.
Luego solo hubo más y más enfrentamientos entre limpios y comunes. Pedro Antonio Marín (o Manuel Marulanda o Tirofijo), que había empezado su camino en el comando del general Gerardo Loaiza, en Rioblanco, se fue con los comunistas. Lo mismo hizo alias Charro Negro. Alias Mariachi y Loaiza, en cambio, tomaron partido por los limpios.
Tras la llegada al poder de Rojas Pinilla, con el lema “No más sangre, no más depredación”, muchas guerrillas liberales, cansadas de la guerra, decidieron desmovilizarse. Así pasó en el Llano, en el Magdalena Medio, en Cundinamarca y en Antioquia. En el sur del Tolima, varios comandantes, que antes simpatizaban con los comunistas, entregaron sus armas. Fue, por ejemplo, el caso de alias Mariachi. El general Loaiza, también desmovilizado, terminó siendo alcalde de Rioblanco.
Para la época, la violencia en el sur del Tolima y en el resto del país había dejado decenas de miles de muertos. En 1953, las guerrillas comunistas hicieron un llamado a seguir en la lucha como autodefensas de masas hasta que se cumplieran condiciones como “el retiro de todas las fuerzas represivas, la devolución de las fincas a las víctimas, la reconstrucción de sus viviendas, la reposición de sus bienes, la construcción de escuelas, centros sanitarios, vías de comunicación, y la parcelación de tierras”.
Los comunes, ante la división con los limpios, crearon el Ejército Revolucionario de Liberación, que dio orden al movimiento, al menos en términos de jerarquías y reglamento. La presión del gobierno de Rojas Pinilla, que ante las condiciones se resignó a negociar, terminó en una ofensiva para cercar El Davis. La presión fue fuerte y la hacienda se desintegró. Alias Richard y alias Mayor Lister, dos de los comandantes, se dispersaron y se llevaron a su gente. Los que quedaron, 26 hombres y 4 mujeres, bajo las órdenes de Tirofijo y Charro Negro, crearon un comando clandestino conocido como “Los treinta”.
“Los treinta” se quedaron entre Marquetalia y Riochiquito, hoy llamado Las Delicias, mientras que Richard y Mayor Lister se fueron con su gente, sus animales y sus armas para Villarrica, en el oriente del Tolima. En Villarrica, contó luego Isauro Yosa, el mismo Mayor Lister, fueron bien recibidos, pero vivían alertas porque sabían que esa paz no iba a ser para siempre.
La economía nacional empezó a tambalear durante la dictadura de Rojas Pinilla. Las cúpulas liberales y conservadoras, al ver que el dictador quería reelegirse, se aliaron y lo tumbaron. Ahí nació el Frente Nacional, que turnaría presidentes rojos y azules durante cuatro periodos. El primero fue Alberto Lleras Camargo, en 1957, y entró con la intención de acabar lo que para él era una guerra civil no declarada. Entró al sur del Tolima, donde Darío Echandía era gobernador, buscando la desmovilización a cambio de promesas. Al final, más que todo, construyó vías.
Manuel Marulanda y sus hombres, sin dejar las armas, hicieron parte de los más de seis mil hombres que se emplearon, en 1959, en 110 frentes de trabajo, como parte de la tregua parcial con el gobierno de turno. Marulanda trabajó como inspector de carreteras en una vía entre Huila y Tolima. Los guerrilleros empezaron a trabajar la tierra. Charro Negro daba funciones de cine en pequeños pueblos con una máquina comprada con plata del Gobierno. Mayor Lister comenzó a trabajar en una finquita produciendo leche.
Hubo relativa calma durante los primeros años del gobierno Lleras. Las guerrillas, a grandes rasgos, se convirtieron en un movimiento agrario. Varios comandantes se volvieron líderes sindicales del campesinado. El programa de rehabilitación, que había puesto a trabajar a los guerrilleros, también integró como colaboradores a exgenerales de los “limpios”, entre ellos a alias Mariachi.
Mariachi, que se había separado de los comunes, acusó en 1960 al movimiento agrario de robarse unas reses. La respuesta fue que se las habían robado porque el Gobierno no les había cumplido con garantías en materia social. Mariachi llamó a Charro Negro, uno de los líderes del movimiento, para que negociaran en Gaitania. Resultó ser una emboscada y, a una cuadra de la plaza del pueblo, Charro Negro fue asesinado por la espalda. La guerra se volvió a prender.
Tirofijo decidió quedarse en Marquetalia, donde el movimiento agrario volvió a alzarse en armas para no correr con la misma suerte de Charro Negro. En 1961 el Partido Comunista citó a una conferencia en Marquetalia. Asistieron autodefensas guerrilleras de El Pato, Natagaima y Guayabero. En lo que se conoció como “Primera Conferencia Guerrillera”, Marulanda dijo que no se iba a dejar del Ejército ni de nadie.
En el 62, Álvaro Gómez Hurtado denunció en el Congreso la existencia de “repúblicas independientes” en el país, donde la guerrilla tenía control absoluto y no permitían la presencia del Estado. El gobierno de Guillermo León Valencia había inaugurado el Plan Lazo, que pretendía desactivar la influencia comunista en el país. Sobre esa base, el Ejército empezó a gestar un operativo contra la ‘República Independiente de Marquetalia’.
El operativo se llamó Operación Soberanía, pero se conoció luego como Operación Marquetalia. El plan era, básicamente, arrasar con todo. El Ejército se preparó con miles de hombres (pueden ser 3 mil o 16 mil, según la versión). Jacobo Arenas acababa de unirse a las autodefensas guerrilleras en esa zona y les había advertido de la existencia del plan para acabar con ellos. Las guerrillas se prepararon, se abastecieron y se organizaron para la guerra.
El 18 de mayo de 1964 se informó el comienzo oficial de la Operación Soberanía. Las fuerzas eran desniveladas en cantidad de hombres y en armamento, pero la guerrilla conocía bien el territorio. Tras un mes de combates, el Ejército por fin tomó control de la zona, pero la guerrilla ya había huido selva adentro. Jaime Guaracas, uno de los fundadores de las Farc, escribiría luego que desde ese día “la selva sería nuestra única casa y nos convertiríamos en guerrilleros revolucionarios”. En esa selva nacieron las Farc.
La letra escarlata
Para llegar a La Arabia, la finca donde empieza el estrecho y empinado camino hacia Marquetalia, hay que pasar un puentecito sobre la quebrada Palmabrava. Los particulares, los UAZ, las motos, los caballos y los caminantes tienen que atravesar unas tablas de madera que deben medir poco más de dos metros de ancho. Por seguridad, todos menos el chofer deben bajarse del vehículo. A finales de octubre un carro cayó al río y poco antes dos niñas pequeñas casi pierden la vida en el mismo puente. La comunidad ha tenido que improvisar con tablas nuevas varias veces.
El puente, ahora mismo, es la prioridad de los presidentes de las juntas de acción comunal de las doce veredas y los ocho resguardos indígenas que hay subiendo hacia Marquetalia. Hace dos semanas, en una reunión de los presidentes y la comunidad con delegados del Alto Comisionado para la Paz y el alcalde de Planadas, todos pidieron exactamente lo mismo: que por favor les construyan el puente. Casi rogaron, porque saben que, además del peligro que representa, el desastroso estado de las vías que los comunican con el mundo es una de las causas del olvido en el que viven.
Se colaron otras peticiones: un acueducto, una red eléctrica, mejoras en la escuela. Cincuenta años después de que las Farc se perdieran selva adentro e hicieran de la zona una de sus retaguardias, los habitantes de las veredas sienten que todavía cargan el estigma de ser una zona guerrillera. “Nosotros acá somos campesinos, no guerrilleros, solo que nadie se había tomado la molestia de venir a ver”, dice Wilson, el presidente de la junta de acción de Marquetalia.
La reunión con el equipo del Alto Comisionado, en noviembre de 2015, según los gaitanunos de trocha arriba, es la primera vez en que alguien del Estado llega tan adentro. “Aquí las visitas las podemos contar con los dedos: han venido periodistas, organismos internacionales y el Ejército. Pero nunca vienen a ayudarnos sino a llevarse información. A ver cuál es la tal República Independiente”, dice una señora, bajita y de piel morena, que subió a pie hasta Marquetalia para acompañar la reunión.
Arriba, en la primera casa en el camino, donde hasta los caballos llegan exhaustos, vive una familia. En las puertas de los cuartos hay decoración con los nombres de los niños, las paredes tienen portarretratos y sobre la mesa del comedor hay una cubeta de huevos. Afuera, por donde caminan unos cerdos y unas gallinas, está el recuerdo de la guerra. Túneles donde se escondía la guerrilla, trincheras comidas por el pasto y pedazos de un helicóptero derribado. Los de afuera, que no conocen, que solo han oído el mito fundacional de las Farc, se toman fotos con una hélice, posan en posición de defensa dentro de una trinchera y atraviesan los túneles como si fuera una pista de obstáculos. Marquetalia parece un parque de diversiones.
Un poco más abajo, a media hora de camino, cruzando cercos y pantanos, está la escuela Antonio Nariño. Es una casa de un piso, de color amarillo pálido, que solo tiene un salón y una cocina. Las letras que dicen el nombre de la institución casi no se alcanzan a ver. Afuera hay una cancha de fútbol en cemento que alguna vez sirvió también para jugar baloncesto, pero ahora los tubos no tienen tablero ni aro. Los niños juegan en botas pantaneras bajo el sol de mediodía, mientras los adultos preparan carne para la visita en un asador improvisado en los tubos de una cancha de fútbol.
La escuela no queda cerca a nada. Sara, una pequeñita de siete años, cuenta que le toca ir y volver a diario caminando por la trocha de los caballos. Muchas veces hace los dos recorridos sola, pero eso no parece importarle tanto como que su escuela esté despintada y se inunde cada que llueve. Quiere más pupitres, quiere cuadernos nuevos, un televisor en el salón y juegos didácticos para las clases.
El alcalde, David Lozada, que también subió a la reunión, se pasea por los alrededores de la cancha sin que nadie le ponga mucho cuidado. Mientras tanto, todos los habitantes de Marquetalia que alcanzaron a llegar (no están todos: en la vereda viven 77 personas), hablan con los de afuera, con los nuevos, con los que nunca han hablado. Dan entrevistas y hacen preguntas ansiosos porque entienden que quizás es su única oportunidad de ser escuchados por quienes tienen el poder de resolver sus problemas.
Todas las entrevistas, todas las conversaciones, todas las insinuaciones van a lo mismo, lo obvio: ¿dónde están las Farc?, ¿hace cuánto no les toca un bombardeo?, ¿conviven con milicianos?, ¿qué se siente vivir en la cuna de la guerrilla más antigua del mundo? Y todas las respuestas tratan de dejar claro lo mismo: Marquetalia no quiere ser más sinónimo de Farc, están mamados de que el país solo los recuerde para contar la historia del Bloque Sur, de la Operación Soberanía. Hacen lo posible por recordar, como si hiciera falta, que son personas, no rarezas en un museo. Tienen las mismas necesidades, y las tienen insatisfechas: agua, luz, comida, infraestructura, salud.
Su petición es legítima. Hace ya varios años, como parte de la violenta ofensiva contra la guerrilla por parte de Álvaro Uribe, el Ejército logró entrar y montar un comando donde antes no podía ni asomarse. Según el coronel Hoover Yarley Ríos, del Batallón Baraya de la Quinta Brigada, en Planadas, la presencia de las Farc se redujo en un 90% desde 2008. Las Farc se replegaron selva adentro, puede que en el mismo Tolima, o hacia Huila o Cauca. En Marquetalia no lo saben y no les importa. Wilson, el presidente de la vereda, dice que “no sé dónde estarán ahora, se perdieron en la cordillera, pero lo único seguro es que acá no están”.
La letra escarlata es una novela clásica estadounidense, donde una mujer acusada de adulterio debe usar en su pecho una letra A de color rojo para que todos la identifiquen. Los habitantes de Marquetalia, de Gaitania, de Planadas, incluso de todo el sur del Tolima, parecen llevar en la frente una letra escarlata que durante décadas los estigmatizó como guerrilleros y que ahora tratan de borrar para seguir adelante. Aunque, dicen, borrar el estigma no implica borrar a los guerrilleros: si se firma la paz, estarían dispuestos a trabajar la tierra junto a reinsertados.
Cae la tarde sobre la cordillera y, en el pequeño salón donde reciben clase los niños, más de cincuenta campesinos se reúnen de nuevo con los delegados del Alto Comisionado y el alcalde Lozada. Esta vez toma la palabra Wilson. El presidente de Marquetalia lee con dificultad un documento que escribió para esa reunión. Lanza generalidades sobre la demografía de la montaña y luego vuelve a lo mismo del principio: la construcción del puente. Más tarde habla de garantías para comercializar sus cultivos, de la instalación de servicios públicos, de una buena educación y una salud digna. Los reclamos son muy parecidos a los que hace más de cincuenta años Manuel Marulanda le pidió al Estado. Después de medio siglo no le ha llegado casi nada a una comunidad que resistió la guerra y no murió en el intento.