“El padre que nunca llegó”, la carta que hizo llorar a las Farc | ¡PACIFISTA!
“El padre que nunca llegó”, la carta que hizo llorar a las Farc
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“El padre que nunca llegó”, la carta que hizo llorar a las Farc

Staff ¡Pacifista! - septiembre 28, 2016

La escribió Daniela Narváez Perdomo, hija del diputado Juan Carlos Narváez, asesinado por esa guerrilla en junio de 2007.

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Momento en el que las Farc y las víctimas se reunieron en La Habana. Foto: tomada de internet

Casi dos semanas después de que “Pablo Catatumbo” le pidiera perdón a los familiares de los 11 diputados del Valle secuestrados por las Farc en 2002, y dijera que el asesinato de los políticos en 2007 fue el peor error que cometió en la guerra, la hija de uno de ellos decidió responderle. En el documento, la hija de Juan Carlos Narváez relató los cinco años que vivió en la incertidumbre, reconoció el dolor de perder a su padre y le dijo a las Farc que perdonar era “la única forma de ser realmente feliz”.

¡Pacifista! reproduce la carta de Daniela Narváez Perdomo a los guerrilleros de las Farc.

 

“El Padre que nunca Llegó”

Por Daniela Narváez Perdomo

Eran las once y media de la noche de un jueves, 28 de junio para ser exactos, cuando sentí algo que nunca antes había sentido en mi vida. Sabía que tenía que levantarme, pero no sabía el porqué. Con tan solo siete años, casi ocho, nunca antes había sentido la necesidad de interrumpir el sueño de esa forma. Claro, me habían despertado pesadillas y una que otra fiebre, pero nunca como esa noche. Nunca, ninguna llamada telefónica, ninguna tormenta ruidosa había logrado que dejara de dormir. Pero ese jueves, ese tan desagradable 28 de junio, desperté, y desee nunca haberlo hecho.

Vi a mi madre llorar. Aunque estaba acostumbrada a esto, debido a las circunstancias en las que se encontraba mi familia, esta vez era diferente. Su llanto sonaba a pérdida, a la pérdida de toda esperanza. En ese momento supe que todos mis deseos de cumpleaños, cada lágrima derramada y la desgarradora lucha de la que fui partícipe durante cinco años, todo esto y mucho más, había sido para nada, porque por más que lo pidiera con todas las fuerzas de mi corazón, mi padre ya no iba a volver, él ya no me llevaría de la mano al colegio, ni me diría lo mucho que me amaba; él se había ido. No, no se había ido, me lo habían arrebatado para siempre.

Lo único que me quedaba de mi padre eran fotografías viejas, uno que otro video, las anécdotas y relatos familiares y sólo un recuerdo en mi memoria. Más que un recuerdo era una imagen, un instante nada más, pero para mí era lo más preciado que tenía de él. La imagen de mi padre en un parque, esperándome al final del resbalador, era lo que creía recordar.

Tendría que crecer con la idea de un padre, ni siquiera uno a larga distancia, sólo una persona creada al juntar cada comentario, cada historia, cada foto. Una persona sin voz, sin risa, sólo una imagen, como aquel recuerdo. No siempre fue así, no siempre mi madre y yo estuvimos solas.

Todo comenzó un 11 de abril, cuando tenía tan sólo dos años y medio, apenas aprendía a hablar y a dejar el pañal. Sin embargo sabía una cosa, de algo estaba segura, amaba a mis padres, más que a nadie. Mi padre era quien lograba hacerme dormir, quien me leía desde que estaba en el vientre de mi mamá, quien me ponía la música que tanto me gustaba y me calmaba y a quien tanto esperaba cada noche a que volviera del trabajo. Pero la relación con mi padre terminó antes de siquiera empezar, porque aquel inolvidable 11 de abril él fue privado de su libertad.

En un país como Colombia una tragedia de este tipo es noticia de todos los días, más nunca pensamos que nos va a pasar, lo vemos tan lejos, siendo testigos a la vez de como un grupo que se hace llamar el “ejército del pueblo” es responsable de una tragedia como lo es el secuestro. No obstante dicha infamia sí tocó la puerta de mi familia y se quedó, impregnada, por cinco largos años.

Eran las diez y media de la mañana, un día como cualquier otro en el trabajo, nadie esperaba lo que estaba a punto de pasar, y pasó. Los evacuaron, a él y a sus compañeros, “amenaza de bomba” decían, “somos el ejército”, no lo eran. Todo fue una trampa, un plan extremamente elaborado y perfectamente ejecutado para privarlos de su libertad y arrebatarlos de sus familias. Fueron los guerrilleros de las FARC.

No lo supe hasta después de una semana, preguntaba por mi padre y todos me decían que estaba de viaje, que pronto volvería. Pero sabía que algo estaba mal. Cuando él se iba me llamaba cada noche, me cantaba, y nunca se tardaba tanto, algo le pasaba a mi papá.

¿Cómo iba a entender una niña de dos años de edad el conflicto interno de un país del que a duras penas se sabía el nombre? Para mi unos señores se habían llevado a mi papá, eso fue lo que me explicaron. Los hombres no eran malos, decía mi mamá, estaban equivocados. Mi madre trataba de protegerme del mundo, pero este mundo ya se había estrellado contra mi pequeño mundo.

Cada mañana, durante cinco años, mi madre me despertaba para llamar a una emisora, y así enviarle un mensaje a papá. “Esto le dará fuerzas” decía. Por todos esos años lo hice, le contaba todo, de esa forma lo sentía más cerca, como si estuviera al otro lado del teléfono.

Además cada seis meses o un año lo podía ver, por medio de un video al que le llamaban “Prueba de Supervivencia”, como si eso no fuera a asustarme más. Aún lo recuerdo diciéndome, “Danielita, mi amor, te quiero con todo mi corazón” y “esta navidad tal vez no pueda estar contigo, porque estoy cumpliendo una tarea que me encomendó papito Dios”.

Por medio de estas pruebas fui testigo de cómo la salud de mi padre se deterioraba, pero nunca lo vi perder la esperanza, siempre esperaba volver a casa y yo esperaba que volviera, lo deseaba con todas mis fuerzas.

Por ese tiempo mi familia nunca fue completamente feliz, y yo no era la excepción. Siempre estuvo ese vacío, por más regalos, viajes y compañía que tuviera, no lo tenía a él. Seguía sin entender muy bien lo que pasaba, más sabía que él sufría. Mi familia y las familias de los demás secuestrados marchábamos casi cada mes, le pedíamos al gobierno, a las FARC, la libertad de nuestros familiares, pero esta nunca llegó.

Un día, cuando tenía unos cinco años, vi como la mamá de una compañera del colegio llegaba al salón de clases a sorprender a su hija, después de haber estado en el exterior por mucho tiempo. Desde ese día imaginaba la llegada de mi padre, ¿qué le diría?, ¿cómo lo recibiría?, cree una fantasía en mi mente del día en que por fin volviera, pero tampoco pasó.

Y así fue por años, enviando mensajes, viendo videos, marchando, luchando, mi mamá yendo y viniendo, haciendo todo lo que estaba en sus manos para verlo de nuevo, para abrazarlo. Nunca perdió la esperanza, hasta ese jueves, cuando estaba a un mes de cumplir mis ocho años.

“¡Mataron a mi Juan, los mataron!”, esas fueron las palabras que escuche aquella noche en la que una intranquilidad desconocida me quitó el sueño. En ese momento supe que si los últimos cinco años habían sido insoportables, lo que se venía era mucho peor.

Huérfana de padre y con una madre a la que el alma se le había partido no sólo en dos sino en tres y cuatro pedazos, prometí ser fuerte y no llorar. Tenía que cuidar a mi mamá, tenía que hacer por mi madre lo que ella hizo por mí durante tanto tiempo. Estaba rota, pero no lo podía demostrar, tenía que ser fuerte como mi papá y mi mamá. Lástima que no me daba cuenta del daño que me iba a causar aguantar tanto dolor y sufrimiento.

Diez días, diez días se demoraron en contarle al mundo acerca del asesinato de once de los doce hombres que se llevaron ese 11 de abril. Entre ellos a mi padre. Infames, asesinos, era todo en lo que podía pensar una niña a quien el mundo que conocía se le venía abajo. Esa niña que ya no sabía en que creer, en que pensar, cómo actuar, sólo se repetía una cosa, una y otra vez: “debo ser fuerte, debo ser fuerte”. Ahora debería luchar junto a mi familia, y las otras once familias que durante cinco años se habían convertido en una sola, por la entrega, ya no de mi padre y de sus compañeros, sino de los cuerpos, ya sin vida, de los que una vez fueron grandes y valientes hombres.

“Trece tiros de fusil”, “en bolsas de plástico, tirados en once huecos en medio de la selva”, que indignación.

Se podrán imaginar el dolor de una niña, ya de ocho años, al ver cómo su hermano le cantaba al ataúd sellado que contenía los restos de quien fue su padre, “es un buen tipo mi viejo…”; ver cómo los amigos y familiares de este hombre lo cargaban hasta llegar a donde sería sepultado, y ver a su madre sin ninguna expresión en el rostro, sin una lágrima más para derramar. Todos los demás a su alrededor lloraban, pero yo no quería ceder, “Debo ser fuerte”, repetía. Abracé a mi madre y dejé escapar una lágrima solitaria, secándola casi al mismo tiempo de haberla liberado. Recordé que le había hecho un último regalo a mi padre, una carta con todo lo que quise decirle pero nunca pude, una carta despidiéndome. Saque la carta de mi bolsillo, me acerqué al hoyo donde sería puesto lo que quedaba de ese gran hombre, y la lancé, acompañada de una rosa que traía en la mano.

Sin embargo, después de haber visto cómo mi padre era puesto bajo tierra, seguía, muy dentro de mí, inconscientemente, pensando que él volvería, creyendo que todo había sido un grave error. Eso no iba a pasar, él ya no era parte de este mundo, por más que lo quisiera. Me lo habían arrebatado de un momento a otro y tan rápido que ni lo logré procesar, hasta después de mucho tiempo.

Me aferré a mi familia, a mi madre, a mi tía, con quienes vivía, quienes me apoyaban incondicionalmente, y me recordaban el gran hombre de quien había heredado tan maravillosas cualidades. “Se parece tanto al papá”, decía todo el que me veía y había conocido a mi padre. Esto me hacía sentir tan orgullosa y a la vez tan triste. “Papá”, esa palabra que nunca pude pronunciar era la que más me hacía llorar. Cada que alguien la mencionaba sentía que me quebraba por dentro, mi corazón se partía en dos una y otra vez. Y seguía sin querer llorar. Lo hacía pocas veces a escondidas, pero me recomponía rápidamente y volvía a sonreír.

A medida que pasaba el tiempo me empezaba a permitir momentos de felicidad, especialmente cuando el tiempo mismo le demostraba que mi padre no había muerto en vano. Los demás prisioneros, que por años habían sido privados de su libertad por este grupo insurgente, fueron liberados y rescatados poco a poco. Políticos, militares y extranjeros pudieron gozar nuevamente de su libertad y se reencontraron con sus familias; entre ellos uno de los compañeros de mi padre, quien sobrevivió a esta masacre. Mis heridas se abrieron y el dolor volvió a tocar mi puerta. Pero era una niña que pensaba más allá del dolor, así que seguí siendo fuerte y compartí la felicidad de aquellas familias, a las cuales la vida sí les dio otra oportunidad, la felicidad de esos hijos, quienes sí pudieron decir “volviste papá”.

Ahora tenía otra fuente que me proporcionaba recuerdos e historias de la valentía de mi padre en las selvas colombianas, el compañero de sufrimiento de mi padre, el sobreviviente. Ahora sabía que mi padre nunca se había dado por vencido, ni se había dejado humillar por sus captores, ni dejo de velar por sus compañeros y siempre se aferró al amor que tenía por esta pequeña niña que lo esperaba en casa para que la llevara de la mano al colegio.

Los años siguieron su camino y esta pequeña niña, que ya no era tan pequeña, no dejaba de amar y recordar a su padre cada día con la misma intensidad, y seguía sintiendo ese dolor en el pecho cada vez que escuchaba las palabras “papá” y “FARC”.

La primera vez que soñé con mi padre fue cuando tenía unos 12 años. Nunca antes había soñado con él, por más que lo pensara antes de dormir. Esa mañana me levanté llorando. Lo que lograba recordar de aquel sueño era un padre que volvía a casa y me decía “estoy vivo mi amor, esta navidad sí podré estar contigo”. No sabía qué me inquietaba más, si el saber que eso nunca iba a pasar o el hecho que nunca antes había soñado con él. Me sentía cada vez más agobiada, por haber guardado tantos sentimientos a lo largo de los años. Las lágrimas eran mis compañeras, no me abandonaban, y el dolor acumulado se sentía más que nunca. Decidí que era tiempo de sanar, de hablar, era mi turno de derrumbarme.

Acudí a mi madre, no me sentía nada bien, no lograba ser feliz, por lo menos no completamente, y sabía que nunca lo sería, pero quería sentirme mejor. En ese instante lloré. Lloré por lo que parecieron horas en los brazos de mi madre, mientras ella me acompañaba con su llanto en silencio y con caricias. A mi mamá le dolía verme así, pero supo que era hora de hablar, y lo hicimos, por varias horas más. Hablamos de ese hombre, ese que se robó el corazón de mamá, ese que daba todo por su hija, ese que tocaba el piano y leía sin parar. Por fin mi mamá y yo dejamos a un lado el peso que traíamos encima con el propósito ser fuertes la una para la otra, cuando al mismo tiempo nos hacíamos daño internamente.

Para mí no iba a ser fácil salir adelante, no iba a ser fácil perdonar, pero debía hacerlo, debía sanar; porque sabía que era la única forma de hacer que mi padre se sintiera orgulloso de mí, era la única forma de ser realmente feliz. Hoy en día sigo luchando con todos esos recuerdos, con todos esos sentimientos, por eso decidí contar mi historia, decidí escribirla.

Esta no es sólo mi historia, es la historia de muchos niños colombianos que tuvimos y tienen que crecer sin un padre, sin una madre o simplemente sin ninguno de los dos a causa del conflicto en Colombia. Esta es la historia de todos esos niños a quienes la guerra les arrebató su infancia, esos niños que en lugar de colorear tuvimos que marchar, luchar y ser fuertes, esos niños cuyo deseo de cumpleaños y primer elemento en la carta al “Niño Dios” era o es la paz, esos niños a quienes sus padres no los pudieron ni los podrán llevar de la mano al colegio”.

*Esta carta fue publicada con autorización de la familia de Daniela.