El feminismo no nació para huirle a la vida | ¡PACIFISTA!
El feminismo no nació para huirle a la vida
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El feminismo no nació para huirle a la vida

Colaborador ¡Pacifista! - agosto 1, 2018

Por: María Alejandra López Mendoza* OPINIÓN | Sí, a mí me sucedió, le rehuí al dolor, a la frustración y a la tristeza, como si fueran anomalías producto del imperante machismo. 

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Si algo ha sabido acompañar al feminismo es la libertad.  O al menos así lo he entendido. Como concepto, movimiento social y político, el feminismo —o mejor, las feministas — se ha encargado de ser histórico, de salir a las calles y luchar por una transformación social. Las feministas denunciaron diferentes violencias: malos pagos, abusos verbales, psicológicos, violencia sexual y, en un ámbito si se quiere más íntimo, esas tareas de “cuidado del hogar” completamente invisibilizadas. Ellas pusieron el cuerpo — la carne misma —  en un escenario de poder para reivindicar lo personal como político. Todo en aras de la libertad, por más reduccionista que pueda sonar.

Una libertad que tiene como punto de partida la autonomía.  Ser, si se quiere, directora técnica de un equipo de fútbol, madre,  agricultora, jueza de la república o graffitera. Puedes llevar la cresta más alta que el jabón rey pueda levantar, abortar si así lo decides —con todos los obstáculos con los que te vas a encontrar—, darte los polvos que quieras y con quien te quieras echar. Gracias a la lucha feminista tienes la opción de demostrar tu amor de manera pública a Mariana o Juan, soltar un putazo si te da la gana y abrazar tu cuerpo tal cual como es.  En últimas, libertad para decidir sobre el ser y estar en el mundo.

Toda esta maravillosa batalla de lo material y lo discursivo, que puede verse de manera progresiva en lo que la academia ha acuñado como ‘olas del feminismo’, ha desembocado en la posibilidad de que pensemos en una superación del sujeto universal ‘mujer’ y pasemos a hablar sobre (de) construir el sujeto ‘mujeres’, entendiendo que todas somos diversas y estamos marcadas por la propia experiencia del caminar en este mundo. Todas somos importantes, todas somos necesarias.

No obstante, parecería ser que el feminismo ha venido coqueteando con el paradigma neoliberal y patriarcal, — ese que invita al consumismo, a la instrumentalización y sobreexplotación de las personas y a la higienización de los cuerpos—  de la que tanto ha buscado rehuir, y por ese camino, ha venido sacrificando la diversidad, la emocionalidad y me atrevería a decir que hasta la humanidad.

Está bien. Antes de ser devorada por la indignación de muchas, es necesario anotar que estoy cometiendo un gran error. Sé muy bien que no es correcto hablar del feminismo de una manera totalizante, aún más cuando yo soy de las primeras en saltar de cólera y precisar que en el mundo hay tantos feminismos como mujeres. Pero del que aquí hago referencia, es de aquel discurso feminista preponderante en las sociedades occidentales, neo-liberales, urbanizadas y, si se quiere, hasta blanco-mestizas. Sí, ese feminismo cooptado, ese que le llegó a las mujeres como yo, que en aras de vencer los condicionamientos sociales sobre la ‘inferioridad femenina’, buscan volcar todo accionar lingüístico, corporal, productivo y relacional, al abandono de la emocionalidad y de la colectividad.

Me refiero a esa visión de mujer “fuerte, independiente y autónoma”, aquella que lo tiene todo resuelto sin ayuda, que no se da la oportunidad de fracasar, una suerte de ‘mujer maravilla’: ajusticiadora, que camina y labra sola, que sobresale en los ‘mundos mayoritariamente masculinos’ y que de paso, soslaya sus sentimientos, -esos que por décadas nos han otorgado un lugar ínfimo en la escala del orden social, pues son la viva imagen de la debilidad-.

Y en ese camino me he visto peleando con mi más brutal verdugo: Yo. “No, yo no puedo llorar”, “No, yo no necesito de alguien a mi lado para concretar mis proyectos”, “No, yo no me voy a enamorar”, “Mi carrera es lo primero, lo único”, fueron las frases que condensaron gran parte de mi “(de) construcción” y abanderaron mi empoderamiento. Bajo estos supuestos, creí tener más que subyugado el patriarcado, porque a mis 27 años había podido acumular reconocimiento, logros académicos, laborales y dizque un completo control sobre mis emociones. ¡Qué ingenua!

Trabajarme la cabeza, ser reconocida como la chica intelectual, exitosa, disciplinada, eternamente enamorada de los libros, que salía con todos pero se vinculaba con nadie, jamás parecieron decisiones de vida a reevaluar. Me sentía cómoda y poderosa con la ilusión de tener un control absoluto sobre mí misma. Ese que me permitía planear cada espacio de mi vida, porque en eso consistía el ser sólo mía.

Pero no fue sino que me permitiera salir de mi zona de confort  para darme cuenta de lo individualista que estaba siendo. Entendí que  mi “empoderamiento” se había volcado estratégicamente hacia el refuerzo de una jerarquía por demás egoísta, metódica y machista que el feminismo, hasta cierto punto -como yo lo había aprehendido-, me había enseñado a justificar: en esa sociedad patriarcal, el que siente (o se enamora), pierde.

Creí ciegamente que las emociones son perfectamente controladas por la razón, burlé al amor, negué la posibilidad de que mi cuerpo se podía integrar como parte de un todo a mi sentir, mi pensar y al mundo que me rodea, omití mi experiencia situada. Pero el feminismo muchas veces estuvo ahí para decirme que el sufrimiento era el precio a pagar, porque “las mujeres independientes” tienen bien asegurada la soledad como contraprestación a la libertad.

Pero como nos sucede a muchas feministas, son las amigas las que nos permiten vislumbrar dichos puntos de inflexión a través de la apertura de conocimientos y experiencias ‘otras’, esas que se salen del paradigma de mujer racional e independiente y abren un mundo de posibilidades inmensas e infinitas en donde la ‘manada’ aparece como contenedora de ese miedo absoluto a la libertad, porque no lo voy a negar, entendí que la racionalidad funge como un escondite perfecto a la verdadera asunción de lo humano.

Sí, creo que ciertos discursos feministas han cargado a muchas mujeres con más grilletes, bajo un discurso de supuesta liberación. Sí, a mí me sucedió, le rehuí al dolor, a la frustración y a la tristeza, como si fueran anomalías producto del imperante machismo, pero lejos de entender que la aceptación de mi ser mujer de manera integral implicaba un ejercicio inmenso de auto-conocimiento: habitarse a una misma, con todos sus colores, con todos sus demonios. Esa es la verdadera libertad.

He entendido en ese camino que aún transito y que aún me cuesta, que el feminismo, si bien debe permear lo estructural, también — y de hecho con más fuerza —  debe permear lo cotidiano, lo íntimo, el centro mismo del corazón. He aprendido también que el feminismo no es soledad individualista, esa en la que ahora “todo lo soltamos”, pero que en nada nos comprometemos. No es negar el amor. El feminismo es hacer la tarea ruda de (de) construirse poniendo el cuerpo y el corazón — no basta con la mente y la palabra—    y comprender de paso, que somos seres multidimensionales y en constante cambio.

Saber, al final de la tusa, que está bien “fracasar”. Tanto en lo que algunos llaman “amor” como en cualquier otro espacio de la vida, porque ese miedo que viene detrás es el verdadero propulsor de la libertad. De modo que me rehusó a dejar de vincularme, a dejar de enamorarme o de sentir. No quiero que el miedo me lleve hacia el egoísmo y la apatía y que en ese trayecto, me arrastre a una zona de confort. Me entrego entonces a la sabiduría de mi cuerpo y corazón como parte de un todo y me entrego a mi experiencia encarnada como fuente liberadora de mis paradigmas lascivos.  ¡A hermanarse con la vida!

 

*Abogada, magíster en Estudios de Género.