OPINIÓN | Las chuzadas no volvieron porque nunca se han ido. Perfilar a periodistas y señalarlos de ser simpatizantes de grupos armados al margen de la ley tampoco es nuevo en Colombia.
Por: Emmanuel Vargas Penagos*
Como respuesta a la denuncia de las Carpetas Secretas, cerca de 200 periodistas escribieron una carta pública preguntando al Ejército si ve a la prensa como una amenaza. La historia parece decir que sí.
Las chuzadas no volvieron porque nunca se han ido. Perfilar a periodistas y señalarlos de ser simpatizantes de grupos armados al margen de la ley tampoco es nuevo en Colombia. Lo dicho en la denuncia de Semana sobre las Carpetas Secretas del Ejército decepciona, pero no sorprende. Los casos se repiten, la impunidad se mantiene y los militares siguen atrapados en formas de pensar de hace más de treinta años mientras que la tecnología les facilita sus abusos.
Los militares siempre han visto al periodismo y a la disidencia como un enemigo o, por lo menos, como un obstáculo. Para la muestra está el caso de Eudoro Galarza, el primer periodista asesinado por su oficio en Colombia en 1938, víctima del disparo de un militar que decía defender su honor ante una denuncia de abusos en su batallón. También hay registros de que, al menos desde los años 50, los gobiernos colombianos han espiado y atacado a la prensa como si fuera un enemigo más en la tarea de defender la seguridad nacional.
Durante la Guerra Fría, los Estados Unidos promovieron la lucha contra el comunismo a nivel internacional como parte de la seguridad nacional. En América Latina esto se tradujo en la ‘doctrina de la seguridad nacional’, que implicaba la lucha contra enemigos internos que representaban al comunismo. Esto llevó a que las dictaduras militares del Cono Sur de los años sesenta, setenta y ochenta del siglo XX y que los gobiernos civiles autoritarios, como el de Turbay en Colombia, cometieran muchas desapariciones, encarcelamientos arbitrarios y censuras.
Las cosas cambiaron en los noventa con el regreso a la democracia en el Cono Sur o con la Constitución del 91 en Colombia. En el papel, los derechos humanos no son un obstáculo para los militares. En la práctica, como lo advertían académicos y defensores de derechos humanos en los noventa, la obsesión con la ‘disciplina social’ y la intolerancia con la disidencia se mantienen. En diciembre de 2018, durante una audiencia en la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), varios funcionarios de esa entidad hablaron de la visión de ‘guerra interna’ contra ‘nuevas amenazas’ en varios países del continente.
En el 2018, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) condenó a Colombia por la desaparición del sindicalista Víctor Manuel Isaza Uribe en los años ochenta. La Corte dijo que, en esa época, como parte de la lucha contrainsurgente, la creación de grupos paramilitares para combatir a un enemigo incluía “a personas y organizaciones que ejercían o reclamaban sus derechos a través de la acción colectiva”. Según un informe de las Naciones Unidas de 1994 citado por la Corte, las fuerzas armadas usaban el concepto de ‘enemigo interno’ para referirse a cualquiera que apoyara a la guerrilla de una u otra forma, con un espectro tan amplio que incluía a “los que expresan insatisfacción ante la situación política, económica y social” como opositores y defensores de derechos humanos, entre otros. Según expertos que citó la Corte, esta visión inició en Colombia a partir de un decreto de 1965 que adoptó la idea del ‘enemigo interno’.
Los periodistas también eran blanco de esa forma de pensar. Según lo cuenta un informe del Centro Nacional Memoria Histórica, entre 1975 y 1985 comenzó una serie de exilios de periodistas por las presiones de guerrillas, el crecimiento del narcotráfico y el “enfoque anticomunista de autoridades, fuerzas militares y organismos de seguridad”. Esto no pararía ahí, ni siquiera con los llamados de atención de las instancias internacionales. En 2009, las relatorías especiales de libertad de expresión de la CIDH y de Naciones Unidas dijeron que les preocupaba el exceso de señalamientos por parte de altos funcionarios del Estado en contra de defensores de derechos humanos y periodistas críticos. Diez años después, el relator de la CIDH cuenta en su último informe que la estigmatización a estas personas está en aumento en el país.
El Estado y los militares han sido reacios a hablar de esa doctrina. En el caso de Isaza ante la Corte IDH, la defensa de Colombia dijo que no era posible decir que el Estado utilizara la doctrina de la seguridad nacional porque “la Constitución Política y el Estado de derecho les prohíbe perseguir a la población civil”.
Otro ejemplo es un artículo del Mayor General (RA) Víctor Álvarez Vargas, exdirector de la Escuela Militar de Cadetes José María Córdoba, en la revista Fuerzas Armadas en 2015. Álvarez dice que la existencia de esta doctrina es reconocida en “muchos ámbitos académicos y gubernamentales, particularmente de la izquierda y los grupos armados marxistas”; y que “han querido desconocer y satanizar las legítimas acciones defensivas que ejercieron los países del Cono Sur, para defenderse del comunismo internacional que utilizó la llamada ‘Combinación de todas las formas de lucha’”. Este mismo oficial criticaba en una entrevista a El Tiempo en 1998 la neutralidad en el periodismo por ser “un cuento de nuestros enemigos, de nuestros adversarios y de nuestros detractores con el fin de separarnos y aislarnos más de la población”.
Que una persona de un rango tan alto conectara la neutralidad periodística con el trabajo del enemigo es algo muy disiente. Álvarez ya se retiró y no tiene que ver con estos hechos, pero lo denunciado por Semana muestra que esta forma de pensar no es un caso aislado. Quién sabe cuántos oficiales han sido o son educados con esa forma de pensar. Durante el litigio del caso de Isaza, el Estado no dejó que la Corte IDH examinara sus manuales militares. Según la Corte, esto hace que no sea claro si la actual doctrina militar “aún contiene nociones o conceptos” que “puedan colocar en situaciones de riesgo o vulnerabilidad a determinadas personas, grupos o comunidades de la población civil”. El silencio otorga demasiado en un país como Colombia, donde este tipo de escándalos son parte del paisaje. No es posible que se siga defendiendo la idea de que solo son unas manzanas podridas mientras el canasto sigue oliendo inmundo.
El final de la década del 2000 y comienzos de la del 2010 estuvieron marcados por las chuzadas del DAS y por el cierre de esa entidad. El gobierno Santos promovió y aprobó una ley que dejó todas las labores de inteligencia cubiertas por el secreto y con muy poco campo para el control externo. Ni este cambio de ley ni los otros que deben venir, ni las remociones de cargo de siempre o las investigaciones que suelen quedarse en anuncio van a servir de nada mientras el Ejército no se salga de la Guerra Fría. Las chuzadas seguirán.
*A Emmanuel lo pueden seguir acá.